Xaraguá. Cienfuegos VI. Alberto Vazquez-Figueroa

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Xaraguá. Cienfuegos VI - Alberto Vazquez-Figueroa Cienfuegos

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el otro–. Esta bestia me ha hecho coger un resfriado del que no creo que salga con bien en semejante tierra de paganos.

      Como para corroborar sus palabras soltó un sonoro estornudo que le obligó a moquear más que de costumbre, y tras pasarse repetidamente el dedo por la nariz, añadió cambiando el tono de voz:

      –Si queréis que os diga la verdad, me alegra estar aquí aun a pesar del baño. Es una gran cosa veros libre y rodeada de los vuestros.

      –¿Acaso ya no tenéis interés en quemarme por bruja? –inquirió con intención la alemana.

      –Nunca la tuve y lo sabéis. Aquel fue el peor de los encargos que he recibido nunca, y mi auténtica personalidad es la de ahora, pese a este hábito de dominico. –Sonrió levemente–. No nací para inquisidor, tenerlo por seguro.

      –Lo sé, pero lo que no entiendo es qué diablos hacéis en el séquito del gobernador.

      –Soy uno de sus consejeros.

      –¿Vos? –intervino el gomero sorprendido–. No tenía ni la menor idea. ¿Y qué clase de consejos le dais?

      –Aquellos que me dicta mi buen entender y mi conciencia –replicó el otro, amoscado–. Pero no creo que sea ese negocio el que os ataña. Lo que importa es solucionar cuanto antes lo que he venido a hacer aquí. Empecemos por los bautizos y dejemos la boda para lo último.

      –¿Boda? –se sorprendió doña Mariana Montenegro–. ¿A qué boda os referís?

      –A la nuestra, naturalmente –señaló Cienfuegos, un tanto desconcertado por el tono de la pregunta.

      –¿La nuestra…? –repitió ella de igual modo–. Que yo sepa no hemos hablado para nada de boda.

      –Quizá no –admitió el gomero–. Pero tenemos un hijo, nos queremos, tú eres viuda y yo soltero. Lo lógico es que nos casemos. ¿O no?

      –Ya una vez estuve casada –puntualizó Ingrid con acritud–, y no fui una buena esposa. ¿Por qué he de correr el riesgo de cometer el mismo error, si estamos bien como estamos?

      –No estamos bien y lo sabes –protestó nervioso Cienfuegos, que comenzaba a darse cuenta de cuáles eran las intenciones de la alemana–. Vivimos en pecado.

      –¿De qué pecado hablas si tú ni siquiera eres católico? –fue la áspera respuesta–. ¿Y desde cuándo te preocupa semejante problema?

      –Desde ahora. Dentro de un rato me bautizarán, y supongo que a partir de ese momento seré católico y no deseo vivir en pecado. –Hizo una corta pausa, esforzándose por calmarse, e indicando con un ademán a Fray Bernardino, que asistía a la escena un tanto incómodo, añadió–: Toda tu vida has deseado que nos casáramos y ahora tenemos quien puede celebrar la ceremonia sin impedimentos. ¿A qué diablos viene semejante cambio de actitud?

      –A que no me parece una buena idea.

      –¿Y te parece buena idea que nuestro hijo sea bastardo?

      –No, desde luego –admitió Ingrid, visiblemente afectada–. No quiero que mi hijo sea un bastardo, pero no por evitarlo debemos hacer algo que no deseamos hacer.

      –Yo deseo hacerlo –puntualizó él–. Es lo que más deseo en este mundo. Lo que deseé siempre. ¿Por qué tú no?

      –¡Oh, vamos! –casi sollozó doña Mariana–. ¡Lo sabes muy bien!

      –No. No lo sé. –El cabrero se mostraba seco y firme–. ¡Explícamelo tú!

      –Parezco tu madre… –señaló ella por último.

      –¿Y te consideras superior a mí por eso?

      –¡Qué estupidez! Es que más que una boda parecería una adopción.

      –Es la cosa más desagradable que me has dicho nunca –sentenció el isleño–. Medir el amor por la diferencia de edad es tanto como medir la inteligencia por la diferencia de estatura.

      –Estoy de acuerdo –intervino Fray Bernardino–. Y se trata de una idiotez indigna de una mujer inteligente, hija. Allá en La Fortaleza parecías más lista.

      –No se meta en esto, padre –le atajó la alemana–. No sabe de qué va la cosa.

      –Sí que lo sé –fue la sincera respuesta–. Va de años… Y lo que es años tengo más que los dos juntos. –Observó a su ex-cautiva con afecto al tiempo que le tomaba una mano y se la apretaba como para infundirle ánimos–. Entiendo lo que te ocurre –añadió–. Está claro que él es más joven y que has pasado momentos terribles que te han marcado profundamente. Pero se trata de algo pasajero, y lo que está claro es que este hombre te ama más que a nada. Ha arriesgado su vida por ti infinidad de veces, y estoy convencido de que no imagina el futuro sin estar a tu lado. ¡Olvida todos esos prejuicios impropios de una mujer como tú y cásate con él!

      –¿Y qué pasará cuando yo sea una anciana y él siga tan atractivo como ahora?

      –Que serás una anciana, lo cual siempre será mucho mejor que ser un cadáver. –El franciscano se sorbió los mocos, pues esa era una costumbre que el baño no le había hecho perder, y añadió–: Aún no entiendo por qué extraña razón a las mujeres os preocupa mucho más lo que ocurrirá en el futuro que lo que ocurre en el presente. Creo que en eso estriba vuestra incapacidad de hacer algo constructivo. Si tuvierais que levantar una catedral estaríais pensando más en lo que ocurrirá el día en que se caiga que en los siglos que va a mantenerse en pie. –Le apretó de nuevo la mano–. Respóndeme a una pregunta con toda sinceridad –suplicó–: ¿Amas o no amas a este hombre?

      –¡Naturalmente!

      –¿Y tú amas o no amas a esta mujer? –inquirió volviéndose al gomero.

      –Más que a mi vida.

      –En ese caso, yo os declaro marido y mujer –sentenció el fraile trazando sobre ellos la señal de la cruz–. Ya está hecho, y no hay más que hablar.

      –¡Pero cómo…! –se asombró doña Mariana–. ¿Pretendéis hacerme creer que nos habéis casado?

      El de Sigüenza asintió con un convencido gesto de cabeza:

      –Hasta que la muerte os separe.

      –¡No es posible! –protestó ella–. ¿Así sin más?

      –Si quieres te rezo un Padrenuestro, pero no es imprescindible. En caso de peligro de muerte se puede abreviar mucho la ceremonia.

      –¿Y quién está en peligro de muerte?

      –Vosotros. Si Ovando os atrapa, os ahorca.

      –A mí todo esto se me antoja muy irregular –insistió doña Mariana, que no parecía conformarse con el modo en que se había llevado a cabo la pintoresca ceremonia–. ¿Estáis seguro de que esta boda es válida?

      –Para mí, sí. Y para tu marido, también. Y como somos dos de tres, la cosa no tiene vuelta de hoja.

      –Os estáis

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