Xaraguá. Cienfuegos VI. Alberto Vazquez-Figueroa
Чтение книги онлайн.
Читать онлайн книгу Xaraguá. Cienfuegos VI - Alberto Vazquez-Figueroa страница 6
–Ovando aseguró que nos ahorcaría si nos encontraba en La Española, pero no dijo nada de Gonave, pese a que esté a la vista de la costa –le comentó a Bonifacio Cabrera–. Supongo que incluso desconoce su existencia.
–Ovando te ahorcará dondequiera que estés si le apetece –le señaló su amigo con naturalidad–. Y no lo hará aunque te encuentre en el prostíbulo de Leonor Banderas si no está de humor para ejecuciones. Es lo bueno que tiene ser gobernador; puede hacer lo que le venga en gana sin rendir cuentas a nadie.
Aquello era muy cierto y el gomero lo sabía. La Corona había establecido unas normas según las cuales lo único que importaba era lo que a la Corona le convenía, y sus súbditos no tenían más opción que aceptar sus decisiones por injustas que parecieran. Y como Ovando representaba a la Corona al oeste del Océano Tenebroso, sus órdenes o sus caprichos eran una ley contra la que nadie osaría nunca rebelarse.
Gonave no era, por tanto, un lugar absolutamente seguro, pero sí constituía en aquellos momentos una isla lo suficiente agreste como para que ni todo el ejército del gobernador pudiese dar con un puñado de fugitivos si estos sabían cómo impedirlo.
Y era también un punto desde el que se avistaba cualquier nave que llegara de mar abierto, incluido el «Milagro» que tanto tiempo llevaban esperando y a cuyo encuentro se podía salir fácilmente con una simple canoa. Una vez satisfecho con respecto a la seguridad de su familia, Cienfuegos hizo lo que mejor sabía hacer: esperar. Estableció su campamento en un cerro que dominaba desde el nordeste el poblado indígena, para asistir dos días más tarde a la llegada del gobernador y su tropa, quienes por lo visto habían hecho parte del viaje en barco y parte a pie, dejando las naves fondeadas en la costa sur de la isla para alcanzar más tarde la capital de Xaraguá en una corta jornada de cómodo paseo.
Debió ser el propio Ovando –cuya aversión al mar era sobradamente conocida y muy propia de un religioso castellano de su época– quien llegara a la conclusión de que su entrada en el último reino independiente de La Española sería mucho más espectacular a lomos de un caballo lujosamente enjaezado y rodeado de valientes capitanes que si lo hacía desembarcando en una frágil chalupa, verde por el mareo y destrozado por una desagradable travesía, para tambalearse como un borracho al poner pie en tierra.
Fue con redoble de tambores y relinchos de briosos corceles como hizo su aparición la comitiva por el sendero de la playa, y lo primero que advirtió el gomero fue el hecho de que la mayoría de quienes la componían eran hombres de armas, sin más presencia religiosa que la de Fray Bernardino de Sigüenza, ni más personal civil que un escribano.
–Extraño séquito este, en el que no está presente ninguno de los cuarenta ciudadanos más notables de Santo Domingo –musitó para sus adentros–. Más parece expedición de castigo que visita de buena voluntad.
Hubiese deseado advertirle una vez más a la princesa que desconfiase de las intenciones de los recién llegados, pero al observar cómo de entre el palmeral que bordeaba la playa surgían de improviso docenas de impasibles guerreros, que se alineaban marcialmente, se sintió más tranquilo.
El fasto con que la princesa Flor de Oro recibió al gobernador no desmereció en absoluto del que este desplegaba, pues una veintena de preciosas muchachas apenas cubiertas con faldas de hojas transportaban a hombros un inmenso trono en el que se reclinaba la aún hermosísima reina de Xaraguá, cuyos agresivos pezones parecían desafiar las leyes de la gravedad apuntando hacia la única nube que cruzaba el cielo.
Las flautas indígenas entraron pronto a rivalizar con los tambores españoles, y desde su privilegiado observatorio el isleño tuvo la sensación de que en lugar de dos pueblos que se reunían en son de paz se trataba de dos altivos pavos reales que exhibían su colorido plumaje en un inútil intento de deslumbrar a su adversario.
El encuentro entre Ovando y Anacaona fue tenso, pues se diría que ambos mandatarios estaban aguardando a que fuera el otro el que hiciera el primer gesto de acatamiento y pleitesía, pero como ni el primero descendió de su montura, ni la segunda de su trono, acabó por plantearse una embarazosa situación que podría haber llegado a hacerse eterna de no ser por el hecho de que de improviso el caballo del gobernador comenzó a caracolear nerviosamente por culpa del fiero ocelote que descansaba a los pies de Flor de Oro a modo de gran gato amaestrado.
Al poco la mayoría de los notables de ambos bandos desaparecieron en el interior de la mayor de las cabañas, y la vista de Cienfuegos fue a recaer en la escuálida figura de Fray Bernardino de Sigüenza, al que todos parecían haber olvidado y que se limitó a alejarse por la orilla de la playa, para ir a tomar asiento sobre un tronco caído y comenzar a musitar por lo bajo mientras pasaba las cuentas de su rosario observando cómo el sol se iba inclinando mansamente sobre un mar que semejaba una balsa de aceite.
Fue entonces cuando al gomero se le ocurrió la gran idea.
La fue madurando mientras el cielo se cubría de las rojizas tonalidades de los fastuosos ocasos de Xaraguá, y había trazado ya un sencillo plan en todos sus detalles cuando con las primeras sombras de la noche el maloliente franciscano regresó lentamente al poblado e inquirió cuál habría de ser su alojamiento.
Cerrada ya la noche, el cabrero acudió en busca de Bonifacio Cabrera para exponerle su idea.
–¡Muy propia de ti! –se apresuró a señalar el renco sin poder evitar una divertida sonrisa–. ¿Es que nunca dejarás de darle vueltas a esa maldita cabeza?
–Supongo que no. ¿Me ayudarás?
–Naturalmente.
Fue así como al alba del día siguiente, Bonifacio Cabrera penetró en la choza que le habían asignado al frailuco, y, despertándolo con suavidad, le espetó en cuanto abrió los ojos:
–Os ruego que me acompañéis, padre. Un cristiano en peligro de muerte precisa que le administréis los sacramentos.
Como era de esperar, el hombrecillo no se hizo de rogar, apresurándose a seguir al cojo por un escondido sendero de la floresta, hasta que al cabo de poco más de media hora de camino fue a toparse con su viejo conocido, el canario Cienfuegos.
–¡Dios me asista! –exclamó horrorizado–. ¿Vos de nuevo?
–Así es, padre –admitió el gomero sonriente–. Y me alegra veros.
–¡Pues a mí, no! –masculló el otro, furioso–. Sois la última persona de este mundo con quien quisiera tener tratos.
–Jamás imaginé que alguien como vos pudiera ser rencoroso –fue la divertida respuesta–. Al fin y al cabo no hice nada censurable.
–¿Os parece poco censurable burlaros del sacramento de la confesión? –se indignó el fraile–. Lo utilizasteis en vuestro provecho y no fue para eso para lo que fue instituido.
–Lo imagino, y os pido perdón por ello. –Resultaba evidente que Cienfuegos se esforzaba por congraciarse con un personaje que le resultaba extremadamente simpático, pese a que el hedor que despedía obligaba a mantenerse a prudente distancia de sus sobacos–. Os ruego que lo olvidéis porque en verdad necesito vuestra ayuda.
–No estoy aquí para ayudaros, sino para administrar la extremaunción a un moribundo –masculló el franciscano–. Así que llevadme junto