Xaraguá. Cienfuegos VI. Alberto Vazquez-Figueroa
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–¡En absoluto! –le hizo ver Cienfuegos–. Estoy en peligro de muerte, puesto que si vuestro amigo Ovando me encuentra me ahorca, pero no soy en absoluto un moribundo.
–¡De modo que se trata de otra de vuestras malditas tretas! –El frailuco parecía a punto de echar espumarajos de rabia por la boca y se sorbía los mocos con tanta fruición que se diría que estaban a punto de ahogarle–. ¿A qué viene entonces eso de administraros los sacramentos? ¿A qué clase de sacramentos os referís?
–A todos –fue la sencilla respuesta.
–¿A todos? –se asombró el otro.
–Exactamente. Quiero que me bauticéis, me confeséis, me administréis la primera comunión y la confirmación, y, por último, me caséis con vuestra ex prisionera doña Mariana Montenegro. Y ya puestos, y como habéis venido a eso, os autorizo a que me deis también la extremaunción por si me agarran y me ahorcan.
–¡San Judas bendito!
–¡No empecéis con las jaculatorias o no acabaremos nunca!
–Sois un maldito descarado. ¿Así que no estáis bautizado?
–Una vez me bauticé yo mismo, pero no creo que pueda considerarse válido. ¿O sí?
–No sabría qué deciros. Supongo que depende de las circunstancias. –El religioso parecía haber recuperado en parte el dominio de sí mismo ante la posibilidad de atraer a aquel estrambótico gigante pelirrojo, al que en el fondo admiraba, al rebaño del Señor–. Lo que ahora importa es que el día en que acudisteis a mí pidiendo confesión aún no erais cristiano y no me lo advertisteis.
–¿Acaso resulta imprescindible? –quiso saber el canario–. ¿Os negaríais a confesar a un pagano si viniese a pedíroslo?
–Primero tendría que bautizarlo. Si no pertenece a la fe de Cristo no puede lógicamente beneficiarse de cuanto esta ofrece.
–Es posible –aceptó el otro–. Pero aquello es agua pasada y poco importa ahora que no tengáis que acogeros al secreto de confesión. Ovando me ahorcaría por el simple hecho de desobedecerle. –Le miró a los ojos–. ¿Haréis lo que os pido? –quiso saber.
–Tengo que pensármelo.
–Os advierto que si aceptáis, no solo me bautizaréis a mí, sino también a mis hijos. Y por si fuera poco, salvaríais a doña Mariana Montenegro, que vive en pecado y aspira a santificar nuestra unión. ¿Os arriesgaríais a perder cuatro almas por rencor hacia mí?
–¡Continuáis siendo un maldito enredador! –masculló furibundo el de Sigüenza–. Y a fe que jamás me topé con mente tan endemoniada y retorcida. ¿Dónde están vuestros hijos?
–A una hora de camino, más o menos.
–Llevadme ante ellos. Pero os juro que como me hagáis otra faena, apenas os bautice os excomulgo.
Emprendieron la marcha, el cabrero y su amigo Bonifacio Cabrera sonriendo abiertamente y el religioso aún mascullando entre dientes su indignación, pero esta alcanzó su máxima cota cuando, al cabo de un rato, Cienfuegos se detuvo al borde de un riachuelo, y sacando de sus alforjas una gruesa pastilla de áspero jabón, le espetó sin el más mínimo respeto:
–Y ahora bañaos.
–¿Cómo decís? –se indignó el de Sigüenza, temiendo haber oído mal.
–Que si queréis continuar con vuestra misión de salvar almas, tenéis que quitaros de encima toda la mugre y el mal olor que lleváis en el cuerpo. ¿O es que acaso nadie os ha dicho que apestáis a veinte pasos?
–Bañarse en exceso incita al pecado.
–Y demasiado poco a la penitencia. Si imagináis que ese es el olor de santidad de que tanto se habla, creo que estáis en un error. Lo vuestro es cuestión de ajo y pies sudados.
–¡Ofendéis mi dignidad!
–Y vos mi olfato. Y lo de la dignidad no sé cómo solucionarlo, pero lo de mi olfato se arregla con jabón, así que manos a la obra.
–¡Ni hablar!
–Os comunico que saldréis de aquí más limpio que una patena aunque nos lleve todo el día, así que no me obliguéis a desnudaros.
–¡No os creo capaz!
–¿Ah, no? –se sorprendió el cabrero–. ¡Caray, padre, creí que me conocíais! ¡Vamos pues!
Lo alzó como si se tratara de un fardo, se lo colocó bajo el brazo y se introdujo en el agua con la pastilla de jabón en la otra mano dispuesto a quitarle de encima una costra de mugre de un par de milímetros de espesor.
–¡Soltadme! –gritaba histéricamente su víctima, presa de un ataque de ira que parecía a punto de degenerar en apoplejía–. ¡Soltadme he dicho!
Pero Cienfuegos hizo oídos sordos hasta que llegaron al centro del río, lo colocó de pie de modo que el agua le llegaba al pecho, y con un rápido gesto rasgó la putrefacta sotana que le arrancó a pedazos permitiendo que la corriente se la llevara.
–¡San Juan Bautista! –casi sollozó el franciscano–. ¿Qué voy a ponerme ahora?
–Tendréis ropa limpia cuando estéis limpio –le prometió su verdugo–. Pero si lo preferís, podéis regresar en pelotas.
Podría decirse que la sensación de saberse desnudo vencía toda resistencia por parte de Fray Bernardino de Sigüenza, pues sin decir una palabra más tomó la pastilla de jabón y comenzó a restregarse furiosamente.
Fue todo un espectáculo observar cómo su cuerpo iba cambiando de color mientras las transparentes aguas se enturbiaban, y resultó evidente que puesto a hacer las cosas el frailuco decidió hacerlas bien, tal vez abrigando la intención de que aquel se convirtiera en su último baño de la década, ya que probablemente se trataba del primero que tomaba en lo que iba de siglo.
Salió del río cubriéndose las vergüenzas con las manos, escuálido, arrugado, blanco y tiritando, y en verdad que provocaba risa y pena al propio tiempo, pues resultaría muy difícil encontrar un ser humano de apariencia más desvalida por mucho que se buscara.
Satisfecho, Cienfuegos abrió de nuevo su mochila y le tendió una impoluta túnica blanca que el otro contempló horrorizado.
–¿Blanco? –exclamó como si acabara de ver al mismísimo demonio–. ¿Acaso pretendéis que me vista de blanco?
–¿Qué tiene de malo el blanco?
–Que pareceré un dominico.
–¡Oh, vamos, padre! Más vale dominico limpio que franciscano mugriento. No creo que Dios se fije en los hábitos, sino en las conciencias, y me consta que la vuestra está tan limpia como vuestro cuerpo.
Una hora después llegaban a la cabaña y a doña Mariana le costó un gran esfuerzo reconocer en el reluciente hombrecillo que bailaba en el interior de una túnica demasiado holgada al temible inquisidor