La isla misteriosa. Julio Verne

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La isla misteriosa - Julio Verne Clásicos

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es ese el parecer de Top... —exclamó Nab, y corrió hacia un matorral en medio del cual había desaparecido el perro ladrando.

      A los ladridos de Top se mezclaron unos gruñidos singulares.

      El marino y Harbert habían seguido a Nab. Si había allí caza, no era el momento de discutir cómo podrían cocerla, sino cómo podrían apoderarse de ella.

      Los cazadores, apenas entraron en la espesura, vieron a Top luchando con un animal, al que tenía por la oreja. El cuadrúpedo era una especie de cerdo de unos dos pies y medio de largo, de un color negruzco, pero menos oscuro en el vientre; tenía un pelo duro y poco espeso, y sus dedos, fuertemente adheridos entonces al suelo, parecían unidos por membranas.

      Harbert creyó reconocer en aquel animal un cabiay, es decir, uno de los más grandes individuos del orden de los roedores.

      Sin embargo, el cabiay no luchaba con el perro. Miraba estúpidamente con sus ojazos profundamente hundidos en una espesa capa de grasa. Quizá veía al hombre por primera vez.

      Entretanto, Nab con su bastón bien asegurado en la mano iba a descargar un golpe al roedor, cuando este, desprendiéndose de los dientes de Top, que no se quedó más que con un trozo de su oreja, dio un gruñido, se precipitó sobre Harbert, a quien hizo vacilar, y desapareció por el bosque.

      —¡Ah, pillo! —exclamó Pencroff.

      Inmediatamente los tres se lanzaron, siguiendo las huellas de Top, y en el momento en que iban a alcanzarlo, el animal desapareció bajo las aguas de un vasto pantano, sombreado por grandes pinos seculares.

      Nab, Harbert y Pencroff se habían quedado inmóviles. Top se arrojó al agua, pero el cabiay, oculto en el fondo del pantano, no aparecía.

      —Esperemos —dijo el joven—, ya saldrá a la superficie para respirar.

      —¿No se ahogará? —preguntó Nab.

      —No —contestó Harbert—, porque tiene los pies palmeados, y casi es un anfibio. Pero aguardemos.

      Top había seguido nadando. Pencroff y sus dos compañeros fueron a ocupar cada uno un punto de la orilla, a fin de cortar toda retirada al cabiay, que el perro buscaba nadando en la superficie del pantano.

      Harbert no se había equivocado. Después de unos minutos, el animal volvió a la superficie del agua. Top, de un salto, se lanzó sobre él y le impidió sumergirse de nuevo. Un instante después el cabiay, arrastrado hasta la orilla, había muerto de un bastonazo de Nab.

      —¡Hurra! —exclamó Pencroff, que empleaba con frecuencia este grito de triunfo—. Ahora sólo falta fuego, y este roedor será roído hasta los huesos.

      Pencroff cargó el cabiay sobre sus espaldas y, calculando por la altura del sol que debían ser cerca de las dos de la tarde, dio la señal de regreso.

      El instinto de Top no fue inútil a los cazadores que, gracias al inteligente animal, pudieron encontrar el camino ya recorrido. Media hora después llegaron al recodo del río.

      Como había hecho la primera vez, Pencroff formó rápidamente una especie de almadía, aunque faltando fuego le parecía aquello una tarea inútil y, llevando la leña por la corriente, volvieron a las Chimeneas.

      El marino estaba a unos cincuenta pasos de ellas; se detuvo, dio un hurra formidable y, señalando con la mano hacia el ángulo de la quebrada, exclamó:

      —¡Harbert! ¡Nab! ¡Miren!

      Una humareda se escapaba en torbellinos de las rocas.

      La subida a la montaña

      Algunos instantes después los tres cazadores se encontraban delante de una lumbre crepitante. Ciro Smith y el corresponsal estaban allí. Pencroff los miró a uno y a otro alternativamente sin decir una palabra, con su cabiay en la mano.

      —Ya lo está viendo, amigo —exclamó el corresponsal—. Hay fuego, verdadero fuego, que asará perfectamente esa magnífica pieza, con la cual nos regalaremos dentro de poco. —Pero ¿quién lo ha encendido? preguntó Pencroff.

      —¡El sol!

      La respuesta de Gedeón Spilett era exacta. El sol había proporcionado aquel fuego del que se asombraba Pencroff. El marino no quería dar crédito a sus ojos, y estaba tan asombrado, que no pensó siquiera en interrogar al ingeniero.

      —¿Tenía usted una lente, señor? —preguntó Harbert a Ciro Smith.

      —No, hijo mío —contestó este—, pero he hecho una.

      Y mostró el aparato que le había servido de lente. Eran simplemente los dos cristales que había quitado al reloj del corresponsal y al suyo. Después de haberlos limpiado en agua y de haber hecho los dos bordes adherentes por medio de un poco de barro, se había fabricado una verdadera lente, que, concentrando los rayos solares sobre un musgo muy seco, había determinado la combustión.

      El marino examinó el aparato y miró al ingeniero sin pronunciar palabra. Pero su mirada era todo un discurso. Sí, para él, Ciro Smith, si no era un dios, era seguramente más que un hombre. Por fin, recobró el habla y exclamó:

      —¡Anote usted eso, señor Spilett, anote eso en su cuaderno!

      —Ya está anotado —contestó el corresponsal.

      Luego, ayudado por Nab, el marino dispuso el asador, y el cabiay, convenientemente destripado, se asaba al poco rato, como un simple lechoncillo, en una llama clara y crepitante.

      Las Chimeneas habían vuelto a ser habitables, no solamente porque los corredores se calentaban con el fuego del hogar, sino también porque habían sido restablecidos los tabiques de piedras y de arena.

      Como se ve, el ingeniero y su compañero habían empleado bien el día. Ciro Smith había recobrado casi por completo las fuerzas y las había probado subiendo sobre la meseta superior. Desde ese punto, su vista, acostumbrada a calcular las alturas y las distancias, se había fijado durante largo rato en el cono, a cuyo vértice quería llegar al día siguiente. El monte, situado a unas seis millas al noroeste, le parecía medir tres mil quinientos pies sobre el nivel del mar. Por consiguiente, la vista de un observador desde su cumbre podía recorrer el horizonte en un radio de cincuenta millas por lo menos. Era, pues, probable que Ciro Smith resolviera fácilmente la cuestión de “si era isla o continente”, a la que daba, no sin razón, la primacía sobre todas las otras.

      Cenaron regularmente. La carne del cabiay fue declarada excelente y los sargazos y los piñones completaron aquella cena, durante la cual el ingeniero habló muy poco. Estaba muy preocupado por los proyectos del día siguiente.

      Una o dos veces, Pencroff expuso algunas ideas sobre lo que convendría hacer, pero Ciro Smith, que era evidentemente un espíritu metódico, se contentó con sacudir la cabeza.

      —Mañana —repetía— sabremos a qué atenernos y haremos lo que proceda en consecuencia.

      Terminó la cena, arrojaron en el hogar nuevas brazadas de leña, y los huéspedes de las Chimeneas, incluso el fiel Top, se durmieron en un profundo sueño. Ningún incidente turbó

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