La isla misteriosa. Julio Verne

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La isla misteriosa - Julio Verne Clásicos

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estaban entonces a seis millas de las Chimeneas, siguiendo una playa muy llana, bordeada a lo largo por una fila de rocas, de las cuales emergían solamente las cimas, porque era la hora de pleamar. A la izquierda, la comarca que se veía cubierta de dunas erizadas de cardos ofrecía el aspecto salvaje de una vasta región arenosa. El litoral estaba poco marcado y no ofrecía otra barrera al océano que una cadena bastante irregular de montículos. Aquí y allí uno o dos árboles agitaban hacia el oeste las ramas tendidas hacia aquella dirección; y detrás, hacia el sudoeste, se redondeaba el lindero del último bosque.

      En aquel momento Top dio signos inequívocos de agitación. Corría hacia delante, volvía hasta el marino y parecía incitarlo a ir más de prisa. El perro había abandonado entonces la playa impulsado por su admirable instinto y sin mostrar ninguna vacilación les metió entre las dunas. Le siguieron. El país parecía estar absolutamente desierto, sin que ningún ser vivo lo animase.

      La linde de las dunas, bastante ancha, estaba compuesta de montículos y colinas caprichosamente distribuidas. Era como una pequeña Suiza de arena, y sólo un instinto prodigioso podía encontrar camino en aquel laberinto.

      Cinco minutos después de haber abandonado la playa, el periodista y sus compañeros llegaron a una especie de excavación abierta en el recodo formado por una alta duna. Allí, Top se detuvo, dando un ladrido sonoro. Spilett, Harbert y Pencroff penetraron en aquella gruta. Nab estaba arrodillado, cerca de un cuerpo tendido sobre un lecho de hierbas.

      Era el cuerpo del ingeniero Ciro Smith.

      ¿Estaba vivo Ciro Smith?

      Nab no se movía; el marino no le dijo más que una palabra. —¡Vive! —exclamó.

      Nab no respondió. Gedeón Spilett y Pencroff se pusieron pálidos. Harbert juntó las manos y permaneció inmóvil. Pero era evidente que el pobre negro, absorto en su dolor, no había visto a sus compañeros, ni entendido las palabras del marino.

      El corresponsal se arrodilló cerca del cuerpo sin movimiento y aplicó el oído al pecho del ingeniero, después de haberle entreabierto la ropa. Un minuto, que pareció un siglo, transcurrió, durante el cual Spilett trató de sorprender algún latido del corazón.

      Nab se había incorporado un poco y miraba sin ver. La desesperación no hubiera podido alterar más el rostro de un hombre. Nab estaba desconocido, abrumado por el cansancio, desencajado por el dolor. Creía a su amo muerto.

      Gedeón Spilett después de una larga y atenta observación se levantó.

      —¡Vive! —dijo.

      Pencroff, a su vez, se puso de rodillas cerca de Ciro Smith; su oído percibió también algunos latidos y sus labios una ligera respiración que se escapaba de los del ingeniero.

      Harbert, a una palabra que le dijo el corresponsal, se lanzó fuera para buscar agua, y encontró, a cien pasos de allí, un riachuelo límpido evidentemente engrosado por las lluvias de la noche pasada y que se filtraba por la arena. Pero no tenía nada para llevar el agua; ni una concha había en las dunas. El joven tuvo que contentarse con mojar su pañuelo en el río y volvió corriendo.

      Afortunadamente el pañuelo mojado bastó a Gedeón Spilett, que no quería más que humedecer los labios del ingeniero. Las moléculas de agua fresca produjeron un efecto casi inmediato. Un suspiro se escapó del pecho de Ciro Smith y pareció que quería pronunciar algunas palabras.

      —¡Le salvaremos! —dijo el periodista.

      Nab, que había recobrado la esperanza, al oír estas palabras, desnudó a su amo, a fin de ver si el cuerpo presentaba alguna herida. Ni la cabeza, ni el dorso, ni los miembros tenían contusiones ni desolladuras, cosa sorprendente, porque el cuerpo de Ciro Smith había debido ser arrastrado sobre las rocas; hasta las manos estaban intactas, y era difícil explicarse cómo el ingeniero no presentaba ninguna señal de los esfuerzos que había debido hacer para atravesar la línea de escollos.

      Pero la explicación de esta circunstancia vendrá más tarde. Cuando Ciro Smith pudiese hablar, diría lo que había pasado. Por el momento, se trataba de volverle a la vida, y era probable que se consiguiera por medio de fricciones. Se las dieron con la camiseta del marino; y el ingeniero, gracias a aquel rudo masaje, movió ligeramente los brazos y su respiración comenzó a restablecerse de una manera más regular. Se habría muerto sin la llegada del corresponsal y de sus compañeros, no habría habido remedio para Smith.

      —¿Creía usted muerto a su amo? —preguntó el marino a Nab.

      —¡Sí, muerto! —respondió el negro—. Y si Top no les hubiera encontrado o no hubieran venido, habría enterrado aquí a mi amo y habría muerto después a su lado. ¡Qué poco había faltado para que pereciese Ciro Smith!

      Nab contó entonces lo que había pasado. El día anterior, después de haber abandonado las Chimeneas, al rayar el alba, había subido la costa en dirección norte, y llegó a la parte del litoral que había visitado ya.

      Allí, sin ninguna esperanza, según dijo, Nab había buscado entre las rocas y en la arena los más ligeros indicios que pudieran guiarle; había examinado sobre todo la parte de la arena que la alta mar no había recubierto, ya que en el litoral el flujo y el reflujo debían haber borrado toda huella. No esperaba encontrar a su amo vivo; buscaba únicamente su cadáver para darle sepultura con sus propias manos.

      Sus pesquisas habían durado largo tiempo, pero sus esfuerzos fueron infructuosos. No parecía que aquella costa desierta hubiera jamás sido frecuentada por un ser humano.

      Las conchas a las cuales no podía el mar llegar, y que se encontraban a millones más allá del alcance de las mareas, estaban intactas; no había ni una concha rota. En un espacio de doscientas o trescientas yardas no existía traza de un desembarco antiguo ni reciente.

      Nab se decidió, pues, a subir por la costa durante algunas millas, por si las corrientes habían llevado el cuerpo a algún punto más lejano. Cuando un cadáver flota a poca distancia de una playa llana, es raro que las olas no lo recojan tarde o temprano. Nab lo sabía y quería volver a ver a su amo una vez más.

      —Recorrí la costa durante dos millas más, visité toda la línea de escollos de la mar baja, toda la arena de la mar alta y desesperaba de encontrar algo, cuando ayer, hacia las cinco de la tarde, me fijé en unas huellas que se marcaban en la arena.

      —¿Huellas de pasos? —exclamó Pencroff.

      —¡Sí! —contestó Nab.

      —¿Y esas huellas empezaban en los escollos mismos? —preguntó el corresponsal. —No —contestó Nab—, comenzaban en el sitio donde llegaba la marea, porque entre este sitio y los arrecifes las huellas debían haber sido borradas.

      —Continúa, Nab —dijo Gedeón Spillet.

      Cuando vi estas huellas, me volví loco. Estaban muy marcadas y se dirigían hacia las dunas. Las seguí durante un cuarto de milla, corriendo, pero cuidando no borrarlas.

      Cinco minutos después, cuando empezaba a anochecer, oí los ladridos de un perro. ¡Era Top, y Top me condujo aquí mismo, cerca de mi amo!

      Nab terminó su relato ponderando su dolor al encontrar el cuerpo inanimado. Había tratado de sorprender en él algún

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