La isla misteriosa. Julio Verne

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La isla misteriosa - Julio Verne Clásicos

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ladridos de un perro.

      —¡Un perro! —exclamó Pencroff, que se levantó de un salto.

      —Sí, ladridos...

      —¡No es posible! —contestó el marino—. Y por otra parte, cómo, con los mugidos de la tempestad...

      —Escuche... —insistió el periodista.

      Pencroff escuchó más atentamente, y creyó, en efecto, en un instante de calma, oír ladridos lejanos.

      —¡Y bien! —dijo Spilett, oprimiendo la mano del marino.

      —¡Sí, sí! —contestó Pencroff.

      —¡Es Top! ¡Es Top! —exclamó Harbert, que se acababa de levantar, y los tres se lanzaron hacia el orificio de las Chimeneas.

      Les costó trabajo salir; el viento los rechazaba; pero, por fin, salieron y no pudieron tenerse en pie sino asiéndose a las rocas. Se miraban sin poder hablar.

      La oscuridad era absoluta; el mar, el cielo y la tierra se confundían en una igual intensidad de tinieblas. Parecía que no había un átomo de luz difundida en la atmósfera.

      Durante algunos minutos el corresponsal y sus compañeros permanecieron así, como aplastados por la ráfaga, mojados por la lluvia, cegados por la arena. Después, oyeron una vez los ladridos en una calma de la tormenta y reconocieron que debían estar aún bastante lejos.

      No podía ser más que Top el que ladraba así, pero ¿estaba solo o acompañado? Lo más probable era que estuviese solo, porque, admitiendo que Nab se hallara con él, se habría dirigido a las Chimeneas.

      El marino oprimió la mano del periodista, del cual no podía hacerse oír, indicándole de aquel modo que esperase, y entró en el corredor.

      Un instante después volvía a salir con una tea encendida y, agitándola en las tinieblas, lanzaba agudos silbidos.

      A esta señal, que parecía esperada, los ladridos respondieron más cercanos y pronto un perro se precipitó en el corredor. Pencroff, Harbert y Gedeón Spilett entraron detrás de él. Echaron una brazada de leña seca sobre los carbones y el corredor se iluminó con una viva llama.

      —¡Es Top! —exclamó Harbert.

      En efecto, era Top, un magnífico perro anglonormando, que tenía de las dos razas cruzadas la ligereza de piernas y la finura del olfato, las dos cualidades por excelencia del perro de muestra. Era el perro del ingeniero Ciro Smith. ¡Pero estaba solo! ¡Ni su amo ni Nab lo acompañaban! Pero ¿cómo lo había podido conducir su instinto hasta las Chimeneas, que no conocía aún? ¡Esto parecía inexplicable, sobre todo en medio de aquella negra noche y de tal tempestad! Pero aún había otro detalle más inexplicable: Top no estaba cansado, ni extenuado, ni sucio de barro o arena...

      Harbert lo había atraído hacia sí y le acariciaba la cabeza con sus manos. El perro le dejaba y frotaba su cuello sobre las manos del joven.

      —¡Si ha aparecido el perro, el amo aparecerá también! —dijo el periodista. —¡Dios lo quiera! —contestó Harbert—. ¡Partamos! ¡Top nos guiará!

      Pencroff no hizo ninguna objeción, comprendiendo que la llegada de Top desmentía sus conjeturas. —¡En marcha! —dijo.

      Pencroff recubrió con cuidado el carbón del hogar, puso unos trozos de madera bajo las cenizas, de manera que, cuando volvieran, encontraran fuego, y, precedido del perro, que parecía invitarlo con sus ladridos, y seguido del corresponsal y del joven, se lanzó fuera, después de haber tomado los restos de la cena.

      La tempestad estaba entonces en toda su violencia y quizá en su máximum de intensidad. La luna nueva entonces, por consiguiente, en conjunción con el sol, no dejaba filtrar la menor luz a través de las nubes. Seguir un camino rectilíneo era difícil; lo mejor era dejarse llevar del instinto de Top; así lo hicieron. El reportero y el muchacho iban detrás del perro, y el marino cerraba la marcha. No hubiera sido posible cambiar unas palabras. La lluvia no era muy abundante, porque se pulverizaba al soplo del huracán, pero el huracán era terrible.

      Sin embargo, una circunstancia favorecía felizmente al marino y a sus dos compañeros: el viento venía del sudeste y, por consiguiente, les daba de espalda. La arena, que se levantaba con violencia, y que no hubiera podido soportarse, la recibían por detrás, y no volviendo la cara podían marchar sin que les incomodase. A veces caminaban más de prisa de lo que hubieran querido, para no caer; pero una inmensa esperanza redoblaba sus fuerzas; esta vez no corrían por la costa a la aventura. No dudaban de que Nab había encontrado a su amo y que había enviado a su fiel perro a buscarlos. Pero ¿estaba vivo el ingeniero, o Nab enviaba por sus compañeros para tributar los últimos deberes al cadáver del infortunado Smith?

      Después de haber pasado el muro y la tierra alta de que se habían apartado prudentemente, Harbert, el periodista, y Pencroff se detuvieron para tomar aliento. El recodo de las rocas los abrigaba contra el viento, y respiraron más tranquilos después de aquella marcha de un cuarto de hora, que había sido más bien una carrera.

      En aquel momento podían oírse, responderse y, habiendo el joven pronunciado el nombre de Ciro Smith, Top renovó sus ladridos, como si hubiera querido decir que su amo estaba salvado.

      —Salvado, ¿verdad? —repetía Harbert—. ¿Salvado, Top? Y el perro ladraba para contestar.

      Emprendieron de nuevo la marcha: eran cerca de las dos y media de la madrugada; la marea empezaba a subir e, impulsada por el viento, amenazaba ser muy fuerte. Las grandes olas chocaban contra los escollos y los acometían con tal violencia, que probablemente debían pasar por encima del islote, absolutamente invisible entonces.

      Aquel largo dique no cubría la costa, que estaba directamente expuesta a los embates del mar.

      Cuando el marino y sus compañeros se separaron del muro, el viento los azotó de nuevo con extremado furor.

      Encorvados, dando la espalda a las ráfagas, marchaban de prisa, siguiendo a Top, que no vacilaba en la dirección que debía tomar. Subían hacia el norte, teniendo a su derecha una interminable cresta de olas, que se rompían con atronador ruido, y a su izquierda una oscura comarca de la cual era imposible distinguir su aspecto; pero comprendían que debía ser relativamente llana, porque el huracán pasaba por encima de sus cabezas sin rebotar sobre ellos, efecto que se producía cuando golpeaba en la muralla de granito.

      A las cuatro de la mañana podía calcularse que habían recorrido una distancia de cinco millas. Las nubes se habían elevado ligeramente y no lamían ya el suelo. Las ráfagas, menos húmedas, se propagaban en corrientes de aire muy vivas, más secas y más frías. Insuficientemente protegidos por sus vestidos, Pencroff, Harbert y Gedeón Spilett debían sufrir cruelmente, pero ni una queja se escapó de sus labios. Estaban decididos a seguir a Top hasta donde quisiera conducirles el inteligente animal.

      Hacia las cinco, comenzó a despuntar el día. Al principio, en el cenit, donde los vapores eran menos espesos, algunos matices grises ribetearon el extremo de las nubes, y pronto, bajo una banda opaca, una claridad luminosa dibujó netamente el horizonte del mar. La cresta de las olas se tiñó ligeramente de resplandores leonados, y la espuma se hizo más blanca. Al mismo tiempo, en la izquierda, las partes quebradas del litoral comenzaron a tomar un color confuso gris

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