La isla misteriosa. Julio Verne

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La isla misteriosa - Julio Verne Clásicos

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      Ante todo, Ciro Smith fue trasladado al corredor central, donde le arreglaron una cama de algas y fucos casi secos. El profundo sueño que se había apoderado de Ciro podía reparar rápidamente sus fuerzas y mejor que lo hubiera hecho cualquier alimento abundante.

      Había llegado la noche y, con ella, la temperatura, modificada por un salto de viento al nordeste, se enfrió bastante. Como el mar había destruido los tabiques construidos por Pencroff en ciertos puntos de los corredores, se establecieron corrientes de aire, que hicieron las Chimeneas inhabitables. El ingeniero se habría encontrado en condiciones bastante malas de no haberse desprendido sus compañeros de sus vestidos para cubrirlo cuidadosamente.

      La cena aquella noche se compuso únicamente de litodomos, de los cuales Harbert y Nab hicieron recolección en la playa. Sin embargo, a los moluscos, el joven añadió cierta cantidad de algas comestibles, que recogió en altas rocas, cuyas paredes no mojaba el mar más que en la época de las grandes mareas. Aquellas algas pertenecían a la familia de las fucáceas, eran una especie de sargazos, que, secos, producen una materia gelatinosa bastante rica en elementos nutritivos. El corresponsal y sus compañeros, después de haber absorbido una cantidad considerable de litodomos, chuparon aquellos sargazos y los encontraron muy agradables.

      Conviene decir que en las playas asiáticas esta especie de algas entra mucho en la alimentación de los indígenas.

      —A pesar de todo —dijo el marino—, ya es hora de que el señor Ciro nos preste su ayuda.

      Entretanto, el frío se hizo muy vivo, y, para colmo de desdicha, no tenían ningún medio para combatirlo.

      El marino, incómodo, trató por todos los medios posibles de procurarse fuego, y Nab le ayudó en aquella operación. Había encontrado musgos secos y, golpeando dos guijarros, obtuvo algunas chispas; pero el musgo no era bastante inflamable y no tomó, por otra parte, aquellas chispas, que, no siendo más que sílice incandescente, no tenían la consistencia de las que se escapan del acero y el pedernal. La operación, pues, no dio resultado.

      Pencroff, aunque no tenía confianza en el procedimiento, trató luego de frotar dos leños secos el uno contra el otro, a la manera de los salvajes. Ciertamente si el movimiento que Nab y él hicieron se hubiera transformado en calor, según las teorías nuevas, habría sido suficiente para hervir una caldera de vapor. El resultado fue nulo. Los pedazos de madera se calentaron, pero mucho menos que los dos hombres.

      Después de una hora de trabajo, Pencroff, sudando, arrojó los pedazos de madera con despecho.

      —¡Cuando me hagan creer que los salvajes encienden fuego de este modo — dijo—, hará calor en invierno! ¡Antes encenderé mis brazos frotando uno contra el otro!

      El marino no tenía razón en negar la eficacia del procedimiento. Es cierto que los salvajes encienden la madera con un frotamiento rápido; pero no toda clase de madera vale para esta operación, y, además, tienen “maña”, según la expresión consagrada, y probablemente Pencroff no la tenía.

      El mal humor del marino no duró mucho. Harbert tomó los dos trozos de leña que Pencroff había arrojado con despecho y se esforzaba en frotarlos con rapidez. El robusto marino no pudo contener una carcajada viendo los esfuerzos del adolescente para obtener lo que él no había podido conseguir.

      —¡Frota, hijo mío, frota! —dijo.

      —¡Ya froto —contestó Harbert, riendo—, pero no tengo otra pretensión que calentarme en lugar de tiritar, y pronto tendré más calor que tú, Pencroff!

      Esto fue lo que sucedió. De todos modos, hubo que renunciar aquella noche a procurarse fuego. Gedeón Spilett repitió por vigésima vez que Ciro Smith no se habría visto tan embarazado por tan poca cosa, y entretanto se tendió en uno de los corredores, sobre la cama de arena. Harbert, Nab y Pencroff lo imitaron, mientras que Top dormía a los pies de su amo.

      Al día siguiente, 28 de marzo, cuando el ingeniero se despertó hacia las ocho de la mañana, vio a sus compañeros a su lado, que miraban su despertar, y, como la víspera, sus primeras palabras fueron:

      —¿Isla o continente?

      Como se ve, esta era su idea fija.

      —¡Otra vez! —respondió Pencroff—. No sabemos nada, señor Smith.

      —¿No saben nada aún?

      —Pero lo sabremos —añadió Pencroff—, cuando usted nos haya servido de piloto en este país.

      —Creo que me encuentro en situación de probarlo respondió el ingeniero, que sin grandes esfuerzos se levantó y se puso de pie.

      —¡Muy bien! —exclamó el marino.

      —Lo que me molestaba era el cansancio —respondió Ciro Smith—. Amigos míos, un poco de alimento y me pondré bien del todo. ¿Tienen ustedes fuego? Aquella pregunta no obtuvo una respuesta inmediata; pero, después de algunos instantes, Pencroff dijo:

      —¡Ay! ¡No tenemos fuego, o mejor dicho, señor Ciro, no lo volveremos a tener! El marino hizo el relato de lo que había pasado la víspera, divirtiendo al ingeniero con la historia de una sola cerilla, y con su tentativa abortada para procurarse fuego a la manera de los salvajes.

      —Lo tendremos —contestó el ingeniero—; y si no encontramos una sustancia análoga a la yesca...

      —¿Qué? —preguntó el marino. —Que haremos fósforos. —¿Químicos?

      —¡Químicos!

      —No es difícil eso —exclamó el reportero, dando un golpecito en el hombre del marino. Este no encontraba la cosa tan sencilla, pero no protestó. Todos salieron. El tiempo se había despejado; el sol se levantaba en el horizonte del mar y hacía brillar como pajitas de oro las rugosidades prismáticas de la enorme muralla.

      El ingeniero, después de haber dirigido en torno suyo una rápida mirada, se sentó en una roca. Harbert le ofreció unos puñados de moluscos y de sargazos, diciendo:

      —Es todo lo que tenemos, señor Ciro.

      —Gracias, hijo mío —respondió Ciro Smith—, esto será suficiente para esta mañana, por lo menos.

      Y comió con apetito aquel débil alimento, que acompañó de un poco de agua fresca, cogida del río con una concha grande.

      Sus compañeros lo miraban sin hablar. Después de haber satisfecho bien o mal su hambre y su sed, Ciro Smith dijo, cruzando los brazos:

      —Amigos míos, ¿de modo que no saben si hemos sido arrojados a un continente o a una isla?

      —No, señor Ciro —contestó el joven.

      —Lo sabremos mañana —añadió el ingeniero—. Hasta entonces no tenemos nada que hacer.

      —¡Sí! —replicó Pencroff.

      —¿Qué?

      —Fuego —dijo el marino, que también tenía su idea fija.

      —Ya lo haremos, Pencroff —dijo Ciro Smith—. Mientras que ustedes

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