La isla misteriosa. Julio Verne

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La isla misteriosa - Julio Verne Clásicos

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se acordó de sus compañeros. Estos querrían, sin duda, volver a ver por última vez al infortunado ingeniero. Top estaba allí; ¿podría fiarse de la sagacidad del pobre animal? Nab pronunció muchas veces el nombre del corresponsal, que era, de los compañeros del ingeniero, el más conocido de Top; después le mostró el sur de la costa, y el perro se lanzó en la dirección indicada.

      Ya se sabe cómo, guiado por un instinto que casi podría considerarse sobrenatural, porque el animal no había estado nunca en las Chimeneas, Top había llegado. Los compañeros de Nab habían escuchado el relato con extrema atención. Era para ellos inexplicable que Ciro Smith, después de los esfuerzos que había debido hacer para escapar de las olas, atravesando los arrecifes, no tuviera señal ni del menor rasguño; pero, sobre todo, lo que no acertaban a explicarse era que el ingeniero hubiera podido llegar a más de una milla de la costa, a aquella gruta en medio de las dunas.

      —Nab —dijo el corresponsal—, ¿no has sido tú el que ha transportado a tu amo hasta este sitio?

      —No, señor, no he sido yo —contestó Nab.

      —Es evidente que Smith ha venido solo —dijo Pencroff.

      —Es evidente —observó Gedeón Spilett—, ¡pero parece increíble!

      No se podría obtener la explicación del hecho más que de boca del ingeniero, y para eso debía recobrar el habla. Felizmente la vida volvía al cuerpo de Ciro Smith. Las fricciones habían restablecido la circulación de la sangre y movió de nuevo los brazos, después la cabeza, y algunas palabras incomprensibles se escaparon de sus labios.

      Nab, inclinado sobre él, lo llamaba, pero el ingeniero no parecía oírlo; sus ojos permanecían cerrados. La vida no se revelaba en él más que por el movimiento; los sentidos no tenían aún parte.

      Pencroff sintió mucho no tener fuego a mano ni medio de procurárselo, pues por desgracia había olvidado de llevarse el trapo quemado, que se hubiera inflamado fácilmente al choque de dos guijarros. En cuanto a los bolsillos del ingeniero, estaban absolutamente vacíos, excepción hecha de su chaleco, que contenía el reloj. Era preciso, pues, transportar a Ciro Smith a las Chimeneas lo más pronto posible. Este fue el parecer de todos.

      Entretanto, los cuidados prodigados al ingeniero le devolverían el conocimiento antes de lo que podían esperar sus compañeros. El agua con la que humedecían sus labios lo reanimaba poco a poco. Pencroff tuvo la idea de mezclar con aquel agua un poco de sustancia de la carne de tetraos, que se había llevado. Harbert corrió a la playa y volvió con dos grandes moluscos bivalvos, y el marino compuso una especie de mixtura que introdujo en los labios del ingeniero, el cual pareció aspirarla ávidamente. Entonces sus ojos se abrieron. Nab y el corresponsal estaban inclinados sobre él.

      —¡Señor! ¡Querido señor! —exclamó Nab.

      El ingeniero lo oyó. Reconoció a Nab y Spilett, después a sus otros dos compañeros, Harbert y el marino, y su mano estrechó ligeramente las de todos.

      Se escaparon de sus labios algunas palabras, que sin duda había pronunciado ya, y que indicaban algunos pensamientos que atormentaban su espíritu.

      Aquellas palabras, pronunciadas de un modo claro, fueron comprendidas aquella vez.

      —¿Isla o continente? —murmuró.

      —¡Ah! —exclamó Pencroff, no pudiendo contener esta exclamación—. ¡Por todos los diablos! ¡Qué nos importa, mientras viva usted, señor Ciro! ¿Isla o continente? ¡Ya lo veremos después!

      El ingeniero hizo una ligera señal afirmativa y pareció dormirse.

      Respetaron aquel sueño y el corresponsal dispuso que el ingeniero fuera transportado del mejor modo posible. Nab, Harbert y Pencroff salieron de la gruta y se dirigieron hacia una alta duna coronada de algunos árboles raquíticos. En el camino el marino no podía menos de repetir:

      —¡Isla o continente! ¡Pensar en eso, cuando no se tiene más que un soplo de vida! ¡Qué hombre!

      Cuando llegaron a la cumbre de la duna, Pencroff y sus dos compañeros, sin más útiles que sus brazos, despojaron de sus principales ramas un árbol bastante endeble, especie de pino marítimo, medio destrozado por el viento; después, con aquellas ramas, hicieron una litera, que una vez cubierta de hojas y hierbas podía servir para transportar al ingeniero.

      Fue obra de unos cuarenta y cinco minutos, y eran las diez de la mañana cuando Nab y Harbert volvieron al lado de Ciro Smith, de quien Gedeón Spilett no se había separado.

      El ingeniero se despertaba entonces de su sueño, o mejor dicho, del sopor en que le habían dejado. Se colorearon sus mejillas, que hasta entonces habían tenido la palidez de la muerte; se incorporó un poco, miró alrededor suyo y pareció preguntar dónde se hallaba.

      —¿Puede usted oírme sin cansarse, Ciro? —dijo el corresponsal.

      —Sí —contestó el ingeniero.

      —Mi parecer es —intervino el marino—que el señor Smith le escuchará mejor si vuelve a tomar un poco de esta gelatina de tetraos, porque es de tetraos, señor Ciro —añadió, presentándole un poco de aquella mixtura, a la cual añadió esta vez algunas partículas de carne.

      Ciro Smith las comió, y los restos de los tetraos fueron repartidos entre los tres compañeros, a quienes atormentaba el hambre. Encontraron bastante parco el almuerzo.

      —Bueno —dijo el marino—, vituallas tenemos en las Chimeneas, porque conviene que usted sepa, señor Ciro, que tenemos allá abajo, hacia el sur, una casa con cuartos, camas y hogar, y en la despensa algunas docenas de aves que nuestro Harbert llama curucús.

      La litera está arreglada y, cuando se sienta más fuerte, lo transportaremos a nuestra morada.

      —Gracias, amigo mío —respondió el ingeniero—; aún esperaremos una hora o dos, y luego partiremos... Y entretanto, hable usted, Spilett.

      El corresponsal hizo entonces el relato de lo que había pasado. Refirió los sucesos que debía ignorar Ciro Smith, la última caída del globo, el arribo a aquella tierra desconocida, que parecía desierta, cualquiera que fuese, ya isla o continente, el descubrimiento de las Chimeneas, las pesquisas que habían hecho para encontrar al ingeniero, la adhesión de Nab, y todo lo que se debía a la inteligencia del fiel Top, etcétera.

      —Pero —preguntó Ciro Smith, con una voz aún débil—, ¿no me han recogido ustedes en la playa?

      —No —contestó el corresponsal.

      —¿Y no son ustedes los que me han traído a esta gruta?

      —No.

      —¿A qué distancia está esta gruta de los arrecifes?

      —Poco más o menos a media milla —contestó Pencroff—, y si está usted admirado, no estamos nosotros menos sorprendidos de verlo aquí.

      —En efecto —contestó el ingeniero, que se reanimaba poco a poco y tomaba interés en aquellos detalles—, en efecto; ¡es muy singular!

      —Pero —repuso el marino—¿puede usted decimos lo que le ha pasado desde que le llevó el golpe

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