La isla misteriosa. Julio Verne

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La isla misteriosa - Julio Verne Clásicos

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sintió un ser viviente agitarse cerca de él. Era Top, que se había precipitado trás él. Levantó los ojos y no vio ya el globo, que, libre de su peso y el del perro, había partido como una flecha. Se encontró en medio de las olas irritadas, a una distancia de la costa que no debía ser menor de media milla. Trató de luchar contra las olas nadando con fuerza, mientras Top le sostenía por la ropa, pero una corriente muy fuerte lo arrastró hacia el norte, y después de media hora de esfuerzos inútiles se hundió, arrastrando a Top con él al abismo. Desde aquel momento hasta el que se encontró en brazos de sus amigos no se acordaba de nada.

      —Sin embargo —dijo Pencroff—, usted debió ser arrojado a la playa, y debió tener fuerza para caminar hasta aquí, porque Nab ha encontrado huellas de pasos.

      —Sí... sin duda... —contestó el ingeniero reflexionando—. ¿Y ustedes no han visto huellas de seres humanos en esta costa?

      —Ni rastro —advirtió el corresponsal—. Por otra parte, si por casualidad alguien le hubiera salvado, ¿por qué le habría abandonado después de librarlo del furor de las olas?

      —Tiene usted razón, querido Spilett. Dime, Nab —añadió el ingeniero volviéndose hacia su criado—, ¿no habrás sido tú, en un momento de alucinación... durante el cual...? No, no, es absurdo... ¿Existen todavía algunas señales de pasos? —preguntó.

      —Sí, señor —contestó Nab—, mire usted, a la entrada, a la vuelta misma de esta duna, en una parte abrigada por el viento y la lluvia. Las otras han sido borradas por la tempestad.

      —Pencroff —repuso Ciro Smith—, ¿quiere usted tomar mis zapatos y ver si corresponden con esas huellas?

      El marino hizo lo que le pedía el ingeniero. Harbert y él, guiados por Nab, fueron al sitio donde se hallaban las huellas, mientras que Ciro Smith decía al corresponsal:

      —¡Han pasado aquí cosas inexplicables!

      —Tiene razón —contestó el periodista.

      —Pero no insistamos en este momento, querido Spilett; ya hablaremos más tarde. Un instante después el marino, Nab y Harbert volvían a entrar.

      No había duda. Los zapatos del ingeniero correspondían exactamente a las huellas conservadas. Así, pues, Ciro Smith las había dejado sobre la arena. —Entonces —dijo el ingeniero—, he sido yo el que experimentó esta alucinación que atribuía a Nab. Habré marchado como un sonámbulo, sin saber lo que hacía, y ha sido Top el que, guiado por su instinto, me ha conducido aquí después de haberme arrancado de las olas... ¡Ven, Top! ¡Querido perro!

      El magnífico animal se adelantó hacia su amo, ladrando y haciéndole caricias que fueron devueltas con efusión.

      Se convendrá en que no se podía dar otra explicación a los hechos, cuyo resultado había sido el salvamento de Ciro Smith, el cual era debido enteramente a Top. Hacia mediodía, Pencroff preguntó a Ciro Smith si se hallaba en estado de que le transportaran, y el ingeniero, por toda respuesta, haciendo un esfuerzo que demostraba más voluntad que energía, se levantó. Pero tuvo que apoyarse en el marino, porque de otro modo hubiera caído.

      —¡Bueno! ¡Bueno! —dijo Pencroff—. Acerquen la litera del señor ingeniero. Llevaron la litera. Las ramas transversales habían sido recubiertas con musgo y hierbas. Se echó en ella Ciro Smith, y se dirigieron hacia la costa, yendo Pencroff en un extremo de la camilla y Nab en el otro.

      Tenían que recorrer ocho millas, pero como no se podía ir de prisa, y había que detenerse a menudo, era preciso contar un lapso de seis horas por lo menos antes de llegar a las Chimeneas.

      El viento era cada vez más fuerte, pero no llovía. El ingeniero, tendido y recostado sobre un brazo, observaba la costa, sobre todo en la parte opuesta al mar. No hablaba, pero miraba, y ciertamente los contornos de aquella comarca con las quebraduras de terrenos, sus bosques, sus diversas producciones se grabaron en su ánimo. Sin embargo, al cabo de dos horas de camino el cansancio lo venció y se durmió en la litera.

      A las cinco y media la pequeña comitiva llegó a la muralla, y poco después, delante de las Chimeneas. Todos se detuvieron dejando la litera sobre la arena. Ciro Smith dormía profundamente y no se despertó.

      Pencroff, con gran sorpresa y disgusto, pudo entonces observar que la terrible tempestad del día anterior había modificado el aspecto de los lugares. Habían tenido lugar sucesos importantes. Grandes pedazos de roca yacían sobre la arena, y un espeso tapiz de hierbas marinas, fucos y algas cubría toda la playa. Era evidente que el mar, pasando sobre el islote, había llegado hasta el pie de la cortina enorme de granito.

      Delante del orificio de las Chimeneas, el suelo, lleno de barrancos, había experimentado un violento asalto de olas. Pencroff tuvo como un presentimiento que le atravesó el alma. Se precipitó en el corredor.

      Pocos instantes después salía y permanecía inmóvil mirando a sus compañeros.

      El fuego estaba apagado. Las cenizas no eran más que barro. El trapo quemado, que debía servir de yesca, había desaparecido. El mar había penetrado hasta el fondo de los corredores y todo lo había transformado y destruido dentro de las Chimeneas.

      Fuego y carne

      En pocas palabras Gedeón Spilett, Harbert y Nab fueron puestos al corriente de la situación.

      Aquel incidente, que podía tener consecuencias funestas —por lo menos según el juicio de Pencroff—, produjo efectos diversos en los compañeros del honrado marino.

      Nab, entregado por completo al júbilo de haber encontrado a su amo, no escchó, o mejor dicho no quiso preocuparse de lo que decía Pencroff.

      Harbert pareció participar en los temores del marino.

      En cuanto al corresponsal, respondió sencillamente a las palabras de Pencroff: —Le aseguro, amigo mío, que eso me tiene sin cuidado.

      —Pero, repito, no tenemos fuego.

      —¡Bah!

      —Ni ningún modo de encenderlo.

      —¡Bueno!

      —Sin embargo, señor Spilett...

      —¿No está Ciro aquí? —contestó el corresponsal—. ¿No está vivo nuestro ingeniero? ¡Ya encontrará medio de procurarnos fuego! —¿Con qué?

      —Con nada.

      ¿Qué podía replicar Pencroff? No respondió, porque al fin y al cabo participaba de la confianza que sus compañeros tenían en Ciro Smith. El ingeniero era para ellos un microcosmo, un compuesto de toda la ciencia e inteligencia humana. Tanto valía encontrarse con Ciro en una isla desierta como sin él en la misma industriosa ciudad de la Unión. Con él no podía faltar nada; con él no había que desesperar. Aunque hubieran dicho a aquellas buenas gentes que una erupción volcánica iba a destruir aquella tierra y hundirlos en los abismos del Pacífico, hubieran respondido imperturbablemente: ¡Ciro está aquí! ¡Ahí está Ciro!

      Sin embargo, entretanto el ingeniero estaba aún sumergido en una nueva postración ocasionada por el transporte y no se podía apelar a su ingeniosidad en aquel momento. La cena debía

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