Pensar España. Juan Pablo Fusi

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Pensar España - Juan Pablo Fusi

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del ser nacional, como el sistema que, al devolver las libertades a los españoles, les devolvería su propia dignidad nacional. Siempre creyó en España como una unidad cultural. Antes de 1930, hizo alguna alusión vaga y ocasional o al localismo o a la individualidad de los distintos pueblos de España, pero su idea —como la del liberalismo histórico español— era vigorizar las entidades locales (no las regionales), hacer del municipio escuela de soberanía, recuperar la vieja tradición castellana —comunera— de las libertades municipales. Después de 1930, y siempre pensando principalmente en Cataluña, Azaña admitió la necesidad de reestructurar el Estado y de otorgar a las regiones que manifestasen una conciencia histórica diferenciada la autonomía que demandase la voluntad popular. Pero con tres salvedades: que Azaña creía con españolismo «profundo, puro y ardiente» —son sus palabras— en la solidaridad moral de los pueblos hispánicos; que entendía que las libertades de esos pueblos eran consecuencia de las libertades de España; y que veía en España y en la cultura española la síntesis superior en la que se reconciliaban la conciencia y las culturas diferenciadas de las regiones y pueblos españoles.

      Desde antes de proclamarse la República, desde su visita a Barcelona de 27 de marzo de 1930, Azaña asumió la defensa de la autonomía de Cataluña. En esta ocasión dijo incluso sentir «la emoción del catalanismo». Luego, en 1932, llevó el Estatuto catalán al Congreso, y su gobierno lo promulgó el 15 de septiembre de ese año. Aquella emoción fue, ciertamente, enfriándose, pero a cambio se impuso en Azaña su sentido de hombre de Estado (que, en este punto, no le falló): tenía la firme convicción de que la República fracasaría si no resolvía el problema catalán —en el que veía el «primer problema español»— y estaba convencido de que había que reconocer la realidad del sentimiento nacionalista catalán y obrar en consecuencia, «aunque nos duela nuestro corazón de españoles», según dijo en las Cortes el 25 de junio de 1934.

      Azaña, con todo, ponía condiciones y límites a su política autonomista. En concreto, tres: a) derivación de la autonomía del marco constitucional español, lo que excluía admitir principio alguno de soberanía de las regiones; b) autonomía como expresión de la voluntad de las regiones o, en otras palabras, rechazo a una generalización de autonomías regionales (Azaña decía que las autonomías de regiones sin conciencia histórica ni tradición regionalista serían «flores de estufa»; no creía en la República federal); c) estructuración de la autonomía regional sobre principios democráticos y republicanos, lo que apuntaba a impedir que determinadas regiones autónomas pudieran constituirse en bastiones de la reacción y de la derecha, como podía ocurrir, en 1931-1936, en el caso del País Vasco. Sobre todo, dos principios eran para Azaña por definición irrenunciables: la unidad de España y la preeminencia del Estado.

      Desde 1935, Azaña habló poco de Cataluña. En su libro Mi rebelión en Barcelona, publicado ese año, dejó dicho lo que pensaba al respecto. No ignoraba que el catalanismo era indiferente a la forma del Estado español, ni siquiera que muchos catalanistas rechazaban toda vinculación con España; pero seguía creyendo que la autonomía terminaría por provocar la adhesión de numerosos catalanes a la República y a España. Era evidente que Azaña seguía creyendo en su política, pero, probablemente, ya no sentía el catalanismo con tanta emoción como en 1930. Con la guerra, lo que quedase de su fe en Cataluña debió de derrumbarse. Al menos, eso cabe pensar a juzgar por las palabras que hacía decir a su alter ego Garcés en La velada en Benicarló, escrita en 1937:

      … el Gobierno de Cataluña, por su debilidad y por los fines secundarios que favorece al amparo de la guerra, es la más poderosa rémora de nuestra acción militar […] un país rico, populoso, trabajador, con poder industrial, está como amortizado para la acción militar. Mientras otros se baten y mueren, Cataluña hace política.

      Más aún, Garcés se lamentaría de que se hablase de Cataluña como «nación» y recordaría los esfuerzos que la República tuvo que hacer para vencer la hostilidad que suscitaban las reivindicaciones catalanas. Azaña estaba, pues, profundamente decepcionado por el escaso apoyo que Cataluña prestaba al esfuerzo de guerra republicano; en su novela, ni siquiera los personajes catalanes defendían a su región.

      La decepción de Azaña fue todavía más patente y explícita en los últimos artículos que escribió en su vida. Allí censuraba, sin disimulos ni cautelas, la pasividad de Cataluña en la guerra y culpaba públicamente de ello al gobierno de Cataluña y, por extensión, al nacionalismo catalán y a los sindicatos: a los primeros, por anteponer sus intereses particularistas a las necesidades de la guerra; a los segundos, por paralizar, con su política revolucionaria, el esfuerzo industrial y económico de la región.

      Azaña era bien consciente del efecto que producían sus comentarios. En una carta que escribió el 10 de febrero de 1940 a su antiguo secretario Juan José Domenchina, le decía que había quien le tenía por «el mayor enemigo de Cataluña». No lo era. Menos aún lo había sido: al contrario, podía jactarse con razón de haber sido el último político español que había conseguido que se vitorease a España en Cataluña, en razón, precisamente, de su leal defensa de la autonomía catalana (lo que no era desdeñable en quien decía ser —y era— español y castellano por los cuatro costados). Azaña creyó en el tipo de Estado que creó la República, en el Estado «integral». Llegó a ver en ese Estado la encarnación de una España libre y restaurada. Creyó en la autonomía, porque la veía como parte sustancial de las libertades españolas. Que su intensa españolidad, así entendida, chocara con la realidad de los particularismos nacionalistas no era sino expresión de la complejidad que el problema territorial tenía ya en España.

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