Pensar España. Juan Pablo Fusi
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Ciertamente, los procesos de creación de un Estado y una nación españolas, regulados por las sucesivas constituciones políticas del país, avanzaron considerablemente a lo largo del siglo XIX. La administración central fue modernizándose a partir del surgimiento y consolidación (décadas de 1830 y 1840) del sistema ministerial de gobierno y de la creación de cuerpos de funcionarios. Las comunicaciones se multiplicaron con la extensión de redes de carreteras y del ferrocarril a partir de 1848 (aunque no fue terminado hasta principios del XX). El control del Estado sobre la sociedad se reforzó tras la institución de la Guardia Civil en 1844. La unificación del derecho progresó con la promulgación de los distintos códigos hasta culminar en el Código Civil de 1889. Pese a la pobreza y mala calidad de la educación (lo mismo secundaria que superior), se produjo una progresiva nacionalización de la vida social y cultural, especialmente desde la aparición de periódicos modernos de masas a fines de la centuria. Hechos como la guerra de África de 1860 o luego, la guerra del 98, provocaron manifestaciones patrióticas por todo el país: el lenguaje de los políticos del XIX fue haciéndose enfáticamente españolista. Como argumentó José Álvarez Junco23, la Iglesia y los sectores conservadores del país fueron apropiándose paulatinamente de la idea de España como nación católica.
Pero el siglo XIX vio también, desde 1833, la cristalización administrativa de la provincia. La idea de provincia, de hecho, impregnó profundamente la percepción de los españoles sobre su instalación territorial (como mostrarían, por ejemplo, la importancia que en España tuvo desde el primer momento la prensa local o provincial y el papel que las capitales de provincia desempeñaron en la vida local). Aunque localismo y nacionalismo no fueran incompatibles, significativamente la localidad, la comarca, la provincia, la región fueron, más que la nación, el ámbito de la vida social española hasta bien entrado el siglo XX. La idea de completar la administración provincial del Estado con la creación de regiones fue contemplada y estudiada por distintos gobiernos en diferentes momentos del XIX.
La aparición de los nacionalismos catalán y vasco a fines del siglo XIX (y del nacionalismo gallego algo después) y su irrupción en la política española desde la llegada al Parlamento en 1901 de diputados de la Lliga Catalanista —aparición que, tras la derrota española en la guerra del 98, pareció subrayar lo ya dicho varias veces, el fracaso de España como nación— cambió la política e hizo de la reforma territorial del Estado, de la rebelión de las provincias contra Madrid, como diría Ortega, uno de los grandes problemas del siglo XX: Cataluña fue la gran cuestión de la política española entre 1900 y 1936. El pesimismo crítico de la generación del 98 produjo la idea de España como problema y el mito de Castilla como esencia de la nacionalidad española. Para la generación de 1914, la generación de Ortega y Azaña, que en 1931, tras la proclamación de la República, iba a asumir las responsabilidades del poder, el hilo conductor y central de todas sus preocupaciones políticas seguiría siendo España y su vertebración como nación. A Ortega, por ejemplo, España se le presentaba como un problema histórico —la historia de una interminable decadencia, consecuencia de la ausencia de minorías creadoras— y como un problema inmediato que exigía europeización, liberalismo y nacionalización. «Hablo de nación y de nacional —diría Azaña, por su parte, en octubre de 1933—, porque estoy hablando de política».
La generación del 14 tuvo, así, que abordar el problema territorial y entender, o tratar de hacerlo, las razones de la autonomía regional y de los nacionalismos. La idea que Ortega expondría en La redención de las provincias era la organización de España en diez «grandes comarcas», término que acuñó para enmascarar el de región, no autorizado en 1927-1928, cuando Ortega escribió su texto, todas ellas autónomas y dotadas de una amplia capacidad de autogobierno y de instituciones democráticas propias (gobierno regional, asamblea legislativa). Era hacer una España nueva y era proyectar una gran política nacional, hechas, una y otra, para las provincias y desde las provincias.
La «gran reforma» que Ortega proponía era lo que pronto iba a llamarse Estado regional. Pero con matizaciones importantes. Primero, porque Ortega no ignoraba que la proyección política de los movimientos regionalistas españoles era, por lo general, débil. En «La cuestión esencial», artículo de 4 de noviembre de 1918, Ortega distinguía solo seis regiones dotadas de «conciencia colectiva diferencial»: Aragón, Cataluña, País Vasco, Navarra, Asturias y Galicia. Consideraba que otras dos, Valencia y Murcia, estaban en transición y se aventuraba a anticipar que quizá tal conciencia no llegase a aparecer ni en Extremadura, ni en las dos Castillas, ni en Andalucía (punto este último que repetiría en su controvertida Teoría de Andalucía, de 1927). Segundo, porque La redención de las provincias seguía dentro de una tradición, la regeneracionista, preocupada hasta la obsesión por el problema de España. A Ortega no le preocupaban las regiones por su especificidad étnica, cultural o histórica: en su libro no hablaba ni de nacionalidades, ni de lenguas propias, ni de derechos históricos (de las regiones). Es más, incluso eludía el problema de los movimientos nacionalistas. Ortega volvía a la provincia y a la región por considerar que en ellas se encarnaba y cristalizaba la realidad de España, porque entendía que constituían el horizonte social y vital del español medio. Ortega no creía que el Estado español contemporáneo —esto es, el régimen de la Restauración de 1876— hubiera fracasado por su centralismo, sino por constituir un sistema y un régimen abstractos y artificiales que —como dijo en Vieja y nueva política, en 1914— representaban la España oficial, pero desconocían la España real.
Ortega, en suma, se ocupaba de España. Creía que la «gran reforma» nacional —expresión que recordaba al término regeneración de los años 1899 y 1900— tenía que comenzar por su realidad más auténtica, que era, en su opinión, las provincias. Quería que las provincias asumiesen su responsabilidad en el quehacer nacional y entendía que eso suponía dotarlas de personalidad política propia y concederles amplias atribuciones; pero lo que le preocupaba era el renacer de España, construir desde el fuerte localismo de regiones y provincias la conciencia y la voluntad nacionales —esto es, españolas— de que el país aún carecía.
El caso de Manuel Azaña ejemplifica la idea que en la II República hubo de España y la actitud de aquel régimen ante el hecho nuevo de la autonomía regional. Azaña fue la encarnación de la República; fue, además, pieza esencial en la concesión de la autonomía a Cataluña en 1932 y fue probablemente, como suele afirmarse, el político e intelectual de la izquierda española que mejor y más inteligente y generosamente entendió el problema catalán, el gran problema, recuérdese, de la política española antes de 1936. Pues bien, dicho clara y esquemáticamente: Azaña tuvo siempre un profundo sentimiento de españolidad; desconoció durante mucho tiempo el problema regional; «descubrió» Cataluña y el catalanismo tarde, en marzo de 1930 (con 50 años, por tanto), cuando visitó aquella región en compañía de un numeroso grupo de intelectuales castellanos; asumió, con todo, sin reservas y con sinceridad, y hasta con apasionamiento, la idea de la autonomía de Cataluña, y lo hizo con particular intensidad entre 1932 y 1934; apenas si le interesaron, en cambio, el País Vasco y Galicia; y, finalmente, Cataluña le decepcionó amargamente (y aún guardaría para ella algunos de sus más agrios y despectivos comentarios).
El españolismo de Azaña tenía una doble raíz: el regeneracionismo republicano y la obsesión noventayochista por el ser de España (por más que le irritasen el pesimismo y la egolatría de los hombres del 98). Este sentimiento profundo de preocupación por España inspiró toda su biografía política, desde su primera conferencia pública en 1911, titulada significativamente «El problema de España», hasta sus amargas reflexiones de La velada en Benicarló y de sus espléndidos artículos sobre la guerra escritos en el exilio. En toda su primera obra24 no alentaba otra preocupación que España, su decadencia, su pobreza intelectual, la anemia de su vida pública, el caciquismo, el atraso económico, la ausencia de un ideal nacional; escribía en 1923: «Me interrogo —como