Pensar España. Juan Pablo Fusi

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Pensar España - Juan Pablo Fusi

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su líder, Andreu Nin, fue secuestrado y asesinado al parecer por policías comunistas.

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      Dos ideas de España:

      Ortega y Azaña

       Casi todos los que a ver El Escorial se llegan, van con antojeras, con prejuicios políticos y religiosos, ya en un sentido, ya en el contrario; van, más que como peregrinos del arte, como progresistas o como tradicionalistas, como católicos o como librepensadores. Van a buscar la sombra de Felipe II, mal conocido también y peor comprendido, y si no la encuentran la fingen.

      MIGUEL DE UNAMUNO,

      «En El Escorial», Salamanca, mayo de 1912

Illustration

      Ortega y Azaña fueron dos de aquellos intelectuales que pronto asumieron un papel rector en la vida española. Lo hicieron, como se irá viendo, desde perspectivas enseguida diferentes y con proyectos sin duda discrepantes. Pero con un fundamento intelectual común: la preocupación por España como Estado y como nación.

      Significativamente, El Escorial —como experiencia biográfica, como paisaje, como metáfora de España— tuvo para ambos valor y sentido especiales. Fue un paisaje esencial; les enseñó, o eso pareció, «moral e historia»18.

      El Monasterio de El Escorial —escribió Ortega en la «Meditación preliminar» de Meditaciones del Quijote, 1914— se levanta sobre un collado. La ladera meridional de este collado desciende bajo la cobertura de un boscaje, que es a un tiempo robledo y fresneda. El sitio se llama La Herrería. La cárdena mole ejemplar del edificio modifica, según la estación, su carácter merced a este manto de espesura tendido a sus plantas, que es en invierno cobrizo, áureo en otoño y de un verde oscuro en estío. La primavera pasa por aquí rauda, instantánea y excesiva, como una imagen erótica por el alma acerada de un cenobiarca. Los árboles se cubren rápidamente con frondas opulentas de un verde claro y nuevo; el suelo desaparece bajo una hierba de esmeralda que, a su vez, se viste un día con el amarillo de las margaritas, otro con el morado de los cantuesos… Hay aguas claras corrientes que van rumoreando a lo largo, y hay dentro de lo verde avecillas que cantan —verderones, jilgueros, oropéndolas y algún sublime ruiseñor

      Ortega hizo así de El Escorial (que visitó en numerosas ocasiones a lo largo de su vida y sobre el que escribió ensayos, como el citado, especialmente enjundiosos), del monasterio y su imponente entorno, un paisaje filosófico. En las líneas últimas de la misma «Meditación preliminar», decía que Meditaciones del Quijote no era sino «pensamientos suscitados por una tarde de primavera en el boscaje que ciñe el Monasterio de El Escorial, nuestra gran piedra lírica […] Ellos —concluía— me llevaron a la resolución de escribir estos ensayos sobre el Quijote».

      Ortega unió así El Escorial y sus Meditaciones del Quijote, dos símbolos —decisivos— de España. Meditaciones del Quijote no fue un libro más. Fue, ya se sabe, el primero de Ortega, un libro de ensayos dispersos, de varia lección, sin unidad aparente, meditaciones como proclamaba el título: sobre España y sus circunstancias, sobre la cultura, sobre las cosas y su sentido, sobre la realidad y la forma de aprehenderla, sobre los géneros literarios (épica, novela, tragedia, comedia, mitos, héroes) y sobre Cervantes, como forma de fundamentar una filosofía española basada en el cervantismo (que Ortega asociaba a desengaño, ironía, crítica, vida como naufragio, como esencial derrota, como dirá en 1922 en «Temas de viaje»), pero cuya introducción deslizaba, casi inadvertidamente, una de las claves de su pensamiento, probablemente la más conocida: «Yo soy yo y mi circunstancia, y si no la salvo a ella no me salvo yo».

      El paisaje como nuestra circunstancia: esa era la tesis de Ortega. En uno de los textos sobre El Escorial que dejó sin publicar, Ortega contemplaba desde el Jardín de los Frailes del monasterio —«lugar sublime», «jardín metafísico», el mismo que inspiraría la novela que con ese título, El jardín de los frailes, Azaña publicó en 1927— las glebas onduladas de Madrid hasta Alcalá y las altiplanicies del Duero: Castilla, escribía Ortega como si fuese una meditación, casta brava, ruda, primitiva, indómita…

      El Jardín de los Frailes era, en cambio, para Azaña un recuerdo «de tristeza por el tiempo que allí perdí» —como escribió en su Diario, el 7 de marzo de 1915— y también, lo que importa más, «las raíces primeras» de su sensibilidad, todo ello alusiones al tiempo —1893 a 1897— que pasó en El Escorial como estudiante de Derecho, en el Colegio de Estudios Superiores de María Cristina, colegio universitario de los agustinos. Fue la experiencia que plasmó en El jardín de los frailes, su novela autobiográfica —un ejercicio literario y estilístico de gran de

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