Pensar España. Juan Pablo Fusi

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Pensar España - Juan Pablo Fusi

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los doce primeros capítulos los publicó en la revista La Pluma, en 1921-1922; los siete restantes, en 1925-1927. La trama, la ya apuntada; el desenlace, obvio, esperable: distanciamiento y rebelión del narrador, que al final, en el último capítulo, se habrá liberado de la educación recibida y habrá orientado su vida por rumbos muy distintos a los previstos en los supuestos pedagógicos del colegio. Lo que el narrador recibió en El Escorial, símbolo en la novela de la educación española prenoventayochista —el 98, que aparece al final del libro, sería la expresión del fracaso educativo de la juventud española—, fue esto: enseñanza rutinaria en manuales ineptos, religión vacía, mero cumplimiento litúrgico; ideas conservadoras; patriotismo hueco, retórico —España, país católico, Felipe II, El Escorial—; instrucción para un horizonte vital convencional y triste: oposiciones, funcionariado, matrimonio de conveniencia, vida profesional y familiar estable y mediocre. El monasterio aparecía para los estudiantes —y para el narrador— como un «error grandioso», un monumento que se contemplaba desde su significación histórica, la España católica, impersonal, eterno, sobrehumano, que «no simpatiza, ni recrimina, ni conturba», cuya expresión plena y señera se materializaba en el invierno: el invierno gris, monótono, frío de la sierra madrileña; un ámbito donde únicamente se salvaba el jardín de los frailes, «uno de los lugares más deleitables del mundo», que para el protagonista, el joven Azaña, supuso, casi como para Ortega, el descubrimiento del paisaje —«la deuda más grave que tengo con El Escorial», escribió—, la emoción ante la belleza. Escribía Azaña en la novela:

      El hechizo del jardín a tales horas [febrero, un domingo por la mañana] era un sosiego gozoso, una paz —paz sin melancolía ni barruntos, paz toda en sazón y fluente— que nos devolvía el alma a la extrema quietud dominical… El sol reverberaba en las pizarras, en los cristales, en la haz del estanque: el lienzo de granito entre las torres, hiriente e impasible y sin fondo por lo común, se arropaba en una atmósfera más densa, suave, donde temblaba la haz.

      Pero el narrador había visto también en El Escorial —en el colegio de los agustinos, en el monasterio— alumbrar su conciencia española, una conciencia, como puede inferirse, negativa, atroz: «ortodoxia españolista», «españolismo de colegio», «historia en pociones caseras», personajes grandiosos, exaltación de los Reyes Católicos, España en América. «España», en definitiva, como «la monarquía católica del siglo XVI». No era esa la España que gustaba a Azaña. En la misma novela esbozaba, sugería, otra distinta (que en el libro el narrador vislumbraba tras una visita de verano a Alcalá de Henares, su localidad natal): una España menos heroica y grandilocuente, una España humilde, de las glebas, artesana, labriega, en la que su literatura, y no la monarquía y la religión, parecía encarnar el ideal nacional (en alusión, aunque no lo dijera, a sus dos grandes emociones españolas: Cervantes y Alcalá de Henares).

      La cuestión capital española de los siglos XIX y XX iba a ser, precisamente, articular España como un verdadero Estado nacional. Problema de extraordinaria complejidad en sí mismo, en España se complicó por distintos factores y circunstancias:

      • por la simultaneidad desde el siglo XIX del doble proceso de desarrollo de construcción del Estado nacional y aparición de los hechos particulares, luego nacionalismos, catalán, vasco y gallego;

      • por la debilidad del nacionalismo español decimonónico como fuerza de cohesión social y de vertebración territorial del Estado español;

      • por el desarrollo tardío de una maquinaria moderna de gobierno y administración;

      • por los fuertes desequilibrios regionales que definieron la evolución de la economía española a lo largo de los siglos XIX y XX.

      Para Azaña, por tanto, en España, en la España de 1930, no había todavía un verdadero Estado nacional. Para Ortega, no había ni vitalidad nacional ni una España nacional: no había nacionalismo. Replanteaban, pues, cuestiones esenciales sobre la naturaleza, dimensiones y capacidad del Estado español contemporáneo nacido, a partir de 1808, de la crisis del Antiguo Régimen, sobre su organización territorial y la vertebración de España como nación (y por extensión, sobre la aparición de los nacionalismos periféricos).

      Ortega y Azaña llevaban razón. La España del XIX fue un país de centralismo oficial pero de localismo real. Pese a las tendencias nacionalizadoras que inspiraron la creación del Estado español moderno, la fragmentación económica y geográfica del país siguió siendo considerable hasta que las transformaciones sociales y técnicas terminaron por crear un sistema nacional cohesivo. Eso no culminó hasta las primeras décadas del siglo XX. La creación del Estado moderno, del Estado nacional, fue resultado en España, y también fuera de España, de un largo y lento proceso de construcción institucional y de regulación administrativa y jurídica del país, de un proceso de integración y asimilación y de surgimiento de una voluntad y una conciencia verdaderamente nacionales, que terminó cristalizando en la formación de una nacionalidad común, proceso que exigió el crecimiento y

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