Juventudes indígenas en México. Tania Cruz-Salazar
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Por ejemplo, las reformas constitucionales de 1992 y 2001 coadyuvaron a que muchos de los jóvenes hicieran visible su adscripción étnica, pero la mayoría, como observan estudios sobre los jóvenes indígenas en la ciudad (García Álvarez, 2018; Vázquez, 2019), tiende a disfrazar, si no a borrar, los rastros de su indigeneidad por las prácticas discriminatorias de la violencia racista en la que se desenvuelven en muchos de los ámbitos de su vida cotidiana.
Algunos otros prefieren autoadscribirse como indígenas en la medida en que disfrutan del apoyo de las redes comunitarias étnicas de influencia política, formas privilegiadas de reagrupación y defensa de los indígenas migrantes en la ciudad. Su acceso a las universidades, con cuotas y becas, ha transformado estas violencias en actitudes más sutiles; se les invisibiliza como agentes creadores (Czarny, 2012), y las instituciones se niegan a tocar el tema de la introducción de los saberes de los pueblos en la currícula universitaria (Sartorello y Cruz-Salazar, 2013). También, las expectativas y los estereotipos de “autenticidad indígena”1 exigidos por parte de la población mexicana cercan y obstaculizan las carreras y posibilidades de los y las jóvenes universitarios y profesionistas wixaritari (Negrín, 2015), a quienes se acusa de “oportunismo étnico” cuando hacen uso de ciertos beneficios.
La actitud de los jóvenes de los pueblos, militantes o no, es seguir caminando para superar mayores retos en la defensa y ampliación de su autonomía personal y colectiva; sea que se posicionen en los flujos migratorios o en las ciudades a las que arriban, o que estén en los pueblos, o como protagonistas en las redes digitales, hacen uso de las asignaciones identitarias étnicas esencializadas como recursos políticos en sus negociaciones con las instituciones para lograr más y mejores apoyos y derechos que les posibiliten reposicionarse de manera individual y comunitaria en la sociedad. Su desplazamiento en el presente, así como su proyección al porvenir, evidencia su activo involucramiento con la hechura del mundo contemporáneo y el desvanecimiento de las fronteras o distinciones teóricas que colocaban de un lado a los indígenas en sociedades “premodernas” y de otro a “los mestizos” en la sociedad moderna. ¿Cómo los investigadores sobrepasamos la trampa identitaria étnica o juvenil y nombramos el campo de estudio sin racializar, sin colonizar y sin sacar al otro de nuestro tiempo y espacio?
Una respuesta probable a la anterior pregunta puede ser: ampliando la propuesta de Aquino y Contreras bajo ciertas reservas. En primer lugar, reconociendo al “joven indígena como sujeto autor de su propia historia, [lo que] tiene un pasado reciente, aunque como actor social2 se puede ubicar mucho antes” (Cruz-Salazar, 2012:145). En segundo lugar, el enfoque de la agencia —constreñida por el pasado colonial y por su expulsión de la sociedad mexicana como el otro inferiorizado, racializado— permite visibilizar sus prácticas y reconocer un cambio en su subjetividad, como sujeto con mayor autonomía y en resistencia, si no en oposición constante a las nuevas formas de tutela jurídica del Estado y de sus instituciones, a la esencialización, exotización o folclorización y a la “totalización” de una teoría que hace de un rasgo específico, un fenómeno social total (Abélès, 2012:109). La propuesta de Aquino y Contreras, de “denominar a los jóvenes tal cual ellos y ellas se autonombran” (2016:464) en las investigaciones, es una salida concreta a los estudios de caso. En ese tenor, tomando en cuenta la necesaria ruptura epistemológica que como investigadores debemos realizar, es posible plantear que el campo de estudios de este sujeto hasta el momento puede seguir denominándose juventudes étnicas, en tanto que esos términos denotan la intención de visibilizar a jóvenes pertenecientes a los diferentes pueblos originarios de México que comparten una historia de despojo y opresión y que tienen una demanda común, el reconocimiento de sus derechos como pueblos indígenas en la contemporaneidad mexicana y el ejercicio del derecho a su diferencia; y, por otro lado, una manera de poner en cuestión la perspectiva dominante dentro del campo de estudio (Aquino y Contreras, 2016:464).
La pertenencia étnica, las transformaciones en la socialización primaria y las culturas parentales
Una de las tensiones más fuertes que atraviesa la vida de los jóvenes que migran de sus comunidades refiere a la relación con las culturas parentales entramada a su pertenencia étnica, en lo concerniente al cumplimiento de sistemas normativos de compromisos materiales y rituales comunitarios propios de los pueblos. Generalmente, estos sistemas normativos basados en cargos estaban relacionados con una suerte de sistema basado en la adquisición paulatina de responsabilidades, a través del cumplimiento de roles y funciones asignados para cada edad y cada género desde la tradición y la cosmovisión de cada pueblo. Estos sistemas prescriben las maneras correctas —verdaderas— de convertirse en hombre adulto y mujer adulta, con base en el desarrollo de la templanza, el respeto hacia las personas mayores y ciertos ritos de paso que marcan la transición de una etapa de vida a otra. Los cambios que agudizaron la pobreza de los campos y de sus poblaciones, que impulsaron a migrar masivamente a los jóvenes, fueron impactando y posibilitando otros escenarios dentro de las culturas parentales y los sistemas normativos de compromisos vinculados a la edad y la pertenencia identitaria dentro de los pueblos. Estos sistemas que fungían como claros parámetros de socialización y autorreconocimiento son, en la actualidad, puntos de negociación y confrontación entre jóvenes con mayor agencia y movilidad y adultos que en nombre de la tradición pugnan por el cumplimiento de los compromisos ligados a los roles y funciones asignados anteriormente a los solteros, sin ceder en el poder.
Las culturas parentales pueden considerarse como las grandes redes culturales, definidas en lo fundamental por las identidades étnicas y de clase, al interior de las cuales se desarrollan importantes procesos de subjetivación e identidad infantil y juvenil. Estas refieren a las normas de conducta y valores vigentes en el medio social de origen de los jóvenes, y no se limitan a las relaciones directas entre padres e hijos, sino a un conjunto más amplio de interacciones cotidianas entre miembros de generaciones diferentes al interior de la familia y las redes de parentesco, el vecindario, la escuela local, las redes de amistad, las redes asociativas, etcétera. Mediante la socialización primaria, niños y niñas interiorizan, vía las prácticas, elementos culturales básicos como el uso de la lengua, roles sexuales y genéricos, formas de sociabilidad, comportamiento no verbal, reglas de conducta, criterios estéticos y afectivos, así como los sistemas normativos de compromisos materiales y rituales de sus pueblos y de otros de la región, que luego usan en la elaboración de modos de vida propios.
Sin embargo, desde hace ya muchos lustros este ámbito está atravesado por otras instituciones (nacionales e internacionales) que también sirven como referentes culturales importantes en la configuración de niños y jóvenes de los diferentes pueblos originarios y en la construcción de sus expectativas de vida. Nos referimos a la escuela primaria, la obligatoriedad de la escuela secundaria (y el bachillerato en la actualidad), el ingreso de las carreteras, la televisión y actualmente los dispositivos electrónicos de comunicación, las migraciones de un cada vez mayor número de jóvenes (con edades cada vez menores) hacia las ciudades del país y al otro lado de la frontera en busca de empleo, de educación superior y de “aventuras”, las estancias más prolongadas en las regiones y países de destino, las remesas, el mercado y el consumo, así como el retorno de los migrantes.