Juventudes indígenas en México. Tania Cruz-Salazar

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Juventudes indígenas en México - Tania Cruz-Salazar

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2005), sino que también fomentó una mayor individualidad y poder de decisión y elección permeando las percepciones juveniles sobre los roles tradicionales asignados. Emergió una etapa delimitada entre la niñez y adultez, la juventud, “con una connotación totalmente distinta y nueva para la comunidad”, que Ariel García Martínez (2003:59-60) definió como “período marcado en términos biológicos con la entrada a la pubertad y en términos sociales con la interrupción del tránsito del estado infantil al adulto de acuerdo con la trayectoria vital totonaca”, caracterizándose por el “desempeño de actividades que resultan incompatibles con el matrimonio tradicional campesino”, como la educación media y superior.

      Las investigaciones también señalan la corta edad de los jóvenes que salen de sus pueblos, pues algunos no quieren esperar a terminar la escuela secundaria para emigrar. Esto habla de los profundos ajustes en la socialización secundaria de los jóvenes, sobre todo en ciertos aspectos que atañen a una subjetividad e identidad construida entre las fronteras de sus “nuevos” y “viejos” marcos de referencia y de vida, y que hoy los jóvenes viven como uno solo; sin embargo, los adultos y ancianos de la comunidad los viven separados.

      Las prácticas de los jóvenes migrantes indican resoluciones muy diversas por parte de los sujetos ante las tensiones (negociaciones, rupturas) que viven en sus experiencias con los ámbitos modernos y con sus culturas parentales. En lo concerniente a este último ámbito, nos referimos a los sistemas normativos (comunales y de compromisos materiales y rituales) que prescriben desde los adultos las maneras correctas (verdaderas) de ser joven varón y joven mujer en una sociedad. Son códigos comunitarios de control social de la población, bajo los cuales cada edad debe cumplir un rol y una función. Algunos investigadores rescatan, si no justifican, estos sistemas de convertirse en hombre adulto y mujer adulta —de adquisición de responsabilidades paulatinas con su familia y con su comunidad—, al sostener que dichos códigos ayudan en el relevo generacional étnico. Sin embargo, muchos relatos de jóvenes que salen de sus comunidades de origen o que ya nacieron en las ciudades señalan esos mismos sistemas como obstáculos para vivir su momento presente, al que denominan juventud, en el que ellos y ellas puedan experimentar y seleccionar otras opciones que trasciendan el matrimonio, los hijos y los cargos comunitarios para los varones y la maternidad para las mujeres como única salida a sus vidas, y así poder opinar y decidir sobre la comunidad. Esta tensión aparece como una salida individualista que frustra el relevo generacional étnico, frente a la salida comunalista o comunitaria que obedece y cumple los mandatos de los adultos y ancianos, que deciden por los jóvenes qué debe hacerse y qué no. Y esta parece ser la salida buena y la primera, la mala en términos de continuidad de las etnias, que se confunde con “la tradición” y los “usos y costumbres de los pueblos”. Sin embargo, esta tensión o “problema” presentado por los investigadores en realidad es un problema epistemológico, una mirada que sofoca el cambio en la subjetividad del sujeto contemporáneo por enfocarse en la continuidad de la tradición en los jóvenes de los pueblos originarios.

      Las categorías nativas (propias) rastreadas por Pérez Ruiz (2015, 2019) para nombrar lo que “podemos identificar en nuestros términos como jóvenes”, y necesarias, según esta autora, para conocer a los jóvenes, si bien no definen rangos de edad, connotan un conjunto de prescripciones (y proscripciones) de género, ancladas en el habitus comunitario que determinan diversas prácticas del ser hombre y del ser mujer (Oehmichen, 2019). Inscritas en la lengua, las categorías de género reproducen una cosmovisión en la que hay distinciones y prescripciones de género que, sostenemos nosotras, expresan relaciones de poder y dominación de los hombres hacia las mujeres de sus pueblos.

      Oehmichen expone el caso de las redes de protección entre mujeres mazahuas en la Ciudad de México, quienes cobijan e impulsan a las jóvenes mazahuas que huyen por la violencia de género e intrafamiliar de sus pueblos en la defensa de sus derechos como mujeres. Pérez Ruiz (2019), Olvera (2016), Oehmichen (2019) y Cornejo (2016) observan que en la lengua maya el término chu’palech, que significa muchacha, define a la mujer que por su condición de género y edad representa un “peligro” para la comunidad, para ella misma y para los varones que se le aproximen. En la lengua que hoy practican los jóvenes se nombra a las muchachas con el término xlo´oboyan, asociado al daño, a la primera menstruación, al peligro en que se encuentra ella por estar en posibilidad de reproducir, que demanda de la comunidad su protección, esto es, el control de su sexualidad. Mientras táankelem paal, uno de los términos usado para los muchachos, los define como “el que ya tiene fuerza en sus hombros”; xi’ipal señala soltería, fuerza y vigor. Táankelem alude a su disposición física para laborar.

      En tseltal y tsotsil, categorías nativas (propias) rastreadas por Cruz-Salazar (2017), ach’ix y kerem (muchacha y muchacho), son términos que refieren a un llegar a ser, reconociendo la maduración para el matrimonio y el desarrollo de actividades asignadas por los roles de género. Sin embargo, tanto en estas lenguas como en la ch’ol la autora encuentra que es el proceso de llegar a ser adulto que continúa y culmina cuando los varones alcanzan un estatus de “verdaderos”, no así las mujeres. Este estado se adquiere mediante el servicio comunitario, el matrimonio, la procreación, la jefatura familiar y el comportamiento contenido. Este es el verdadero hombre adulto que merece el respeto, la legitimación de la palabra y el poder. Aun así, se observa que la incompletud del ser y la dominación de la adultez sobre los jóvenes ya no son tan sólidas en la actualidad, y que en la cotidianidad de los jóvenes indígenas hay asuntos apremiantes que no son controlados por las culturas parentales, como la búsqueda de la aventura del norte u otras experiencias fuera del yugo comunal.

      Los esfuerzos por recuperar las categorías propias para conocer a los jóvenes hablan de una búsqueda por encontrar los hilos de la continuidad de una cultura en la que “lo que podemos identificar en nuestros términos como jóvenes”; no tenían voz para decidir cómo querían vivir ese momento más que asumiendo los compromisos y responsabilidades que cada rol de género demandaba. Estas nominaciones originales para nombrar una situación de tránsito entre la niñez y la adultez para mujeres y para hombres no pueden confundirse con la categoría juventud tal como ahora la entendemos. Las definiciones propias ubican a los jóvenes en “una condición parcial de desarrollo con miras a entrar en una etapa más ‘formal’ como la reproducción y la labor, dejando de lado sus actuales capacidades”, señala Olvera (2016:118) en un estudio sobre los jóvenes y la migración en Mamita, Yucatán. En la perspectiva actual de juventud, se reconoce a los jóvenes como actores y agentes sociales activos en la creación e intervención de la realidad. Están involucrados en la construcción de sus propias vidas, las vidas de los agentes de sus entornos más inmediatos y de las sociedades en las que viven. Y, sobre todo, admite que los jóvenes son creadores y poseedores de culturas de juventud y otorga prioridad a las prácticas y formas expresivas y simbólicas a través de las cuales la sociedad es experimentada por la gente joven (Urteaga, 2019).

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