Humanos. Natalia López Moratalla

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Humanos - Natalia López Moratalla Fuera de Colección

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y más posibilidades. Pero ante el hombre libre de las ataduras de los genes y pobre biológicamente —más con menos— necesitaba encontrar algunas imágenes con las que pudiera expresarme sin acudir a demasiados tecnicismos.

      La expresión “aflojar las ataduras que nos atan al dictado de los genes”, que he usado con frecuencia, se la robé a un viejo colega neurocientífico, Francisco Mora, con que comenzaba este capítulo.

      Hace años pensé la imagen del nudo gordiano que me ha servido para expresar esta frontera entre el animal y el hombre de forma que no acabe en un dualismo. Aflojar una atadura no es romper el lazo que hace el nudo. Los lazos naturales están sellados con nudos gordianos, que no se pueden deshacer por tener amarrados los extremos. Como cuenta la historia o la leyenda, Alejandro Magno solucionó el problema cortando el nudo con su espada. Es decir, la naturaleza ata los mecanismos de la supervivencia de tal forma que solo con violencia se pueden deshacer.

      El cerebro animal funciona tan perfectamente que es capaz de ajustar muy bien la respuesta a la necesidad. La naturaleza le dota de ese tipo de nudo en aquello de que depende la supervivencia del individuo y la especie. Alcanza así tal especialización que es la que le conviene para sobrevivir y cubre todas sus necesidades en su propio nicho ecológico. La especialización al nicho es riqueza biológica. Como también lo es que algunos pequeños cambios en algún gen aporten características diferentes a algunos individuos.

      En efecto, si cambian las características del entorno, o bien algunos individuos se adaptan a las nuevas condiciones, o la especie se extingue. Los portadores de ese carácter viven más tiempo que los demás y dejan más descendientes, que son los que portan esos caracteres mejores para la adaptación al entorno. Esa selección natural es ley de vida natural de todo ser vivo, excepto del ser humano, porque los vivientes tienen nudos gordianos establecidos desde que la vida aparece en la Tierra. Los nudos gordianos se configuran como instinto animal. Un perro, por ejemplo, puesto que tiene cerebro, ve y huele el hueso que es estímulo para él, en tanto tenga hambre. Y por ello, el instinto de conservación que se procesa en su cerebro genera la respuesta instintiva de ir a por el alimento. El hueso es así la ocasión que despierta la correspondiente respuesta instintiva perfectamente ajustada. El animal no come si está saciado —nunca se indigesta— y tampoco se envenena porque sabe lo que debe comer. Igualmente, el animal sabe cuándo le toca reproducirse.

      ¿Por qué lo “sabe” y no se equivoca? ¿Por qué no tropieza dos veces sobre la misma piedra?

      Aquí viene la imagen del semáforo. Recuerdo que, en la última semana de julio de 2010, se publicaba en la revista científica Nature una investigación que me resultó especialmente gratificante. Entre otros motivos, porque llevaba tiempo buscando una imagen que plasmara la esencia misma del cerebro animal. Y ahí la encontré. Es la imagen del semáforo que da paso libre, o, por el contrario, ordena parar la circulación de una vía concreta.

      El animal “sabe” por la emoción que despierta el estímulo. Eso significa el nudo gordiano: que lo conveniente es agradable y genera el ir a por ello, o que lo inconveniente le desagrada y toca huir o atacar. El cerebro procesa la emoción. Y la emoción enciende la luz roja o verde del semáforo. La memoria guarda en el cerebro la emoción experimentada. Así aprende. Por ello, sabe lo que le conviene, aunque no sepa qué sabe. Cada individuo posee, en el patrimonio natural de su especie, la información que le da la luz verde si le conviene y solo a lo que le conviene; y luz roja si no le conviene.

      El animal funciona con un “entonces, sí” sin necesidad de entender las razones. El semáforo, además de medir la recompensa/castigo, conviene/no conviene, entonces, sí/entonces no, también dirige el terminar una tarea y empezar otra.

      Las señales, roja y verde son compuestos químicos —neurotransmisores y hormonas— que frenan, porque son inhibidores de las conexiones entre las neuronas, o permiten el flujo y lo activan, porque potencian la excitación de una de las neuronas que la transmite a otra y así sucesivamente. Al igual que el tráfico de una gran ciudad con múltiples vías, estas conexiones requieren regulación.

      El instinto animal es su “razón”: un nudo gordiano bien ajustado y apretado. Es así como su biología le dicta la vida, de forma que nunca se equivoca ni infringe las normas de circulación del cerebro.

      Lógicamente, y aunque todos los cerebros animales funcionan con las mismas leyes, no son iguales y, grosso modo, oscilan de tener en el cerebro una capa, dos, y una tercera, la corteza cerebral, más o menos reducida. Cuanto más evolucionado es un animal, más circuitos neuronales conectan entre sí de una capa a otra y mejor los recorren. Pueden entretenerse con algo, improvisar y no se pierden. Pero nunca pueden salirse del camino porque todos los circuitos son de un solo carril y dirección única. Los recorridos posibles del cerebro les dan los posibles estados mentales propios de la vida de los individuos de esa especie y hacen posible las operaciones, tendencias, instintos y comportamientos específicos.

      No hay sorpresas; solo responden a un “entonces, sí”, que es un presente porque el estímulo ha de estar presente. Pueden integrar con éxito una gran cantidad de información, pero no vinculan los hechos a una causa, porque la causa no se experimenta corporalmente y solo los efectos se manifiesta en el organismo.

      Lo propio del animal es vivir en presente y, por tanto, no tener necesidad de proyectar el futuro, ni ganarse la vida. Dos nudos gordianos bien ajustados dictan la supervivencia de cada uno y la supervivencia de la especie mediante los mecanismos automáticos de la reproducción.

      Es significativo que nunca se ha conseguido enseñar a un animal a clavar un clavo. Por una parte, vive en presente y no logra “recordar” qué quiere hacer y dará martillazos en cualquier dirección. No le viene marcado de antemano por la naturaleza que hacer y cómo hacer porque clavar un clavo carece de sentido biológico para él. Sin embargo, aprenden de sus congeneres por imitación. Es curioso el caso de una población de monos que rayan las manzanas en la corteza de un árbol; un comportamiento que les viene aprendido de atrás cuando una abuela con dificultad de masticar se tomó la manzana más facilmente tras macerarla en un árbol; no tenía intención de encontrar una solución pero la encontró (Figura 1.2).

      Fig. 1.2. Ser “más con más genes” es la ley de la naturaleza no-humana, encerrada en los automatismos del ciclo estímulo/respuesta

      Poseer más genes y una mayor capacidad de regular la expresión de esos genes es lo que permite que los individuos de esa especie dispongan de mayor autonomía del medio. Cada estímulo tiene un significado biológico preciso y, por eso, desencadena una respuesta específica y automática.

      Es así como la biología le dicta la vida al animal: todo está en la informacion genética que han heredado. Los genes atan fuertemente, como nudos gordianos, el vivir encerrado en el automatismo del comportamiento estereotipado de la especie.

      Dice la sabiduría popular que «el hombre es el único animal que tropieza dos veces en la misma piedra». Realmente, el animal tiene una memoria del pasado que podemos llamar “experiencial”: lo vivido directamente, como el hacerse daño al tropezar con la piedra, se graban para siempre en su memoria. Otras cosas no.

      La pobreza biológica del cuerpo humano es el presupuesto, y no la causa, para que pueda liberarse del encierro en el automatismo determinante de los procesos biológicos. Solo si se pueden aflojar las ataduras de los genes podrá existir un Titular de ese cuerpo humano.

      El cuerpo del hombre muestra rasgos morfológicos y funcionales muy característicos, todos ellos ligados a su peculiar cerebro. Los destacamos brevemente a continuación.

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