Autobiografía de un viejo comunista chileno. Humberto Arcos Vera

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Autobiografía de un viejo comunista chileno - Humberto Arcos Vera

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años de la dictadura, el alcalde de turno decidió cambiárselo por Juana de Arco.

      Mi hermano Pancho, el de la pelea, había comprado su casa propia y trabajaba en los equipos de mantención de Ferrocarriles del Estado, casi no pasaba en Valdivia. Por ello, decidí quedarme en la ciudad y vivir con mi madre, Delfín y la sobrina. Fui a buscar trabajo a Immar, me aceptaron de inmediato como maestro soldador y pude colaborar en la mantención de nuestra casa.

      Y, por cierto, me presenté al Comité Regional de la JJCC, donde me reincorporaron como secretario regional. Teníamos las tareas de hacer propaganda para la campaña presidencial de Salvador Allende como abanderado del Frente de Acción Popular y seguir promoviendo las actividades deportivas para incorporar a los jóvenes. Por ser dirigente, era más conocido que antes y, por ser maestro soldador, tenía más peso. Pero tenía 17 años y no quería desvincularme del contacto directo con los jóvenes, así que me metí al equipo de fútbol de la población y del sindicato. La verdad es que era muy malo para el fútbol, no tenía condición ninguna y solo me dejaban jugar cuando les faltaban jugadores.

      Mi salvación fue un amigo, compañero en Immar y en la población, además simpatizante de la Juventud. Lo llamábamos “Trompín”. Este Trompín era un arquero buenísimo, elemento clave para los dos equipos (más tarde llegó a ser el arquero de la selección de Valdivia). Una vez, en el equipo del Pantano estábamos discutiendo si yo podía jugar o no, y él se metió y les dijo: “Si dejan jugar a Humberto quince minutos, yo juego. Si no lo dejan, me voy con él a mirar el partido desde afuera”. Eso –que después repitió en el equipo de Immar– fue lo que me permitió jugar y relacionarme con los cabros de mi edad. Pienso que el ser malo para el fútbol me sirvió para que me miraran más de igual a igual: yo era alguien que en algunas cosas era mejor (soldando), pero en otras era peor ( jugando a la pelota).

      Ese año, 1958, caí preso por primera vez. Fue porque estábamos rayando muros a favor de Allende. Los carabineros nos tomaron y nos tuvieron en el retén toda la noche, verificaron domicilios y al otro día nos dejaron libres. Seguí trabajando en Immar como si nada. En ese tiempo, muchas empresas, al menos en Valdivia, parecían no tener listas negras ni persecuciones políticas de ningún tipo. Lo que uno hacía fuera del trabajo no les importaba, lo que valía era cómo cumplía dentro. Y, en general, yo cumplía harto bien, aunque debo confesar que, más de una vez, hice trampa.

      Recuerdo una noche en que estuvimos en tareas de propaganda hasta alrededor de las seis de la mañana. Llegué a la casa para lavarme, desayunar y partir al trabajo. Al poco rato estaba muerto de cansado y, por suerte, como estaba trabajando en soldaduras en un barco grande, pude ir con mi ayudante a un lugar alejado. Allí le pedí que siguiera soldando solo, pero que si sentía que venía el gringo (Ale Hahn, me parece recordar) se pusiera a quemar fierro en la entrada del compartimento donde estábamos. Las gotas de fierro que caen se funden en el suelo, como chispas, e impiden que alguien pase. Entonces, cuando el gringo llegó, tuvo que gritar, me desperté y me puse el gorro de soldar con la visera arriba, me asomé como si nada, como si estuviera trabajando más adentro y todo pasó piola, como se dice ahora.

      En ese tiempo empezaron mis experiencias amorosas. En la población éramos hartos jóvenes de ambos sexos. Surgieron pololeos que empezaban con bromas y piropos y seguían con cariños y besos. Algunas veces terminaban con relaciones sexuales de pie abrazados, recostados en un árbol o una reja donde no llegara mucha luz (a la “paraguaya” como se decía). No teníamos nada de educación sexual. En la casa –al menos para los hombres– fue un tema que mi padre nunca tocó (menos mi madre). En la escuela tampoco era tema. La única información al respecto era el intercambio de experiencias –reales o inventadas– que teníamos entre los amigos. Estos hechos eran antes de la “revolución de la píldora” y nosotros no sabíamos de anticonceptivos de ningún tipo. No deja de sorprenderme que la tasa de fecundidad (aunque era superior a la de ahora) no haya sido muchísimo más grande. Las únicas explicaciones que se me ocurren, probablemente complementarias, son: 1) los hombres, producto de nuestro desconocimiento del tema y del sentido de urgencia en terminar, por las circunstancias donde nos relacionábamos, hacíamos harto mal el amor; y 2) las mujeres, madres e hijas, sabían muchísimo más que nosotros y tomaban algunas precauciones muy efectivas.

      También en ese tiempo conocí los prostíbulos. Para ir de la población a Immar teníamos que caminar seis cuadras por la calle Baquedano, que en ese entonces era la calle de los prostíbulos de Valdivia. En la mañana, entrábamos a las ocho, no pasaba nada, todo cerrado. Volvíamos a almorzar (entre doce y dos de la tarde) y entonces encontrábamos a las “niñas” descansando, asomadas en las ventanas, relajadas. Empezaron los piropos, las conversas, siempre breves, pues debíamos llegar al trabajo. Y al regreso, a las seis de la tarde, unas conversas algo más largas, pero no mucho, pues ellas tenían que prepararse para estar listas y recibir a los clientes a partir de las nueve. Y ahí, entre conversas y conversas, se fue estableciendo una amistad entre los cabros de El Pantano que trabajábamos en Immar y algunas de las niñas de la calle Baquedano. Un viernes cualquiera nos pusimos de acuerdo para pasar a tomar unas cervezas y se fue estableciendo casi como una actividad fija de semana por medio. Al final terminamos acostándonos. Por amistad, nunca nos cobraron. Y a pesar de ese dicho “lo hacían por amor”, creo que es más verídico hablar de amistad. Siento que les gustaba tener una relación entre personas, dialogar, compartir algo de nuestras vidas, aunque fueran puras leseras, y no solo la clásica pregunta de cuánto cobraban, si por el rato o por la noche. Claro que la amistad tenía sus límites. Uno era que debíamos retirarnos antes de que empezara su horario de trabajo. En uno de estos prostíbulos de Baquedano tuve mi primera experiencia de relaciones sexuales en una cama, “encatrado” como se decía.

      Sin embargo, esa amistad tenía otro límite que descubrí más adelante. Resulta que los viejos dirigentes del sindicato, después de alguna asamblea muy importante o de logros especiales, acostumbraban a celebrar en un prostíbulo. Tomaban, bailaban, algunos se quedaban ahí y los más se retiraban a sus casas. En una de las asambleas se me ocurrió hablar y parece que no lo hice tan mal porque saqué algunos aplausos. A la salida me agarraron y me dijeron, “te ganaste el bautizo, cabro, así que te vienes con nosotros”. Fuimos a comer a un restaurante y terminé con ellos en un prostíbulo, precisamente, el de nuestras amigas. Por supuesto, ya eran más de las nueve de la noche. Y ahí sí que había harta integración social. Estábamos nosotros, sindicalistas, junto a médicos, profesores, comerciantes, empleados bancarios, agricultores y de cuanto hay. Los únicos que no estaban representados eran los mapuches y los campesinos (aunque probablemente algunas de las “niñas” de la casa los representaban). Cuando me acerqué, botándome a “canchero”, a una de nuestras amigas con el ánimo de presentársela a los viejos y mostrar que era más “corrido” de lo que pensaban, ella me fijó las reglas al tiro. “Humberto”, me dijo, “estamos en horario de trabajo, olvídate que nos conocemos, ahora solo eres un cliente más”. Así que un límite de nuestra amistad era que, como amigos, teníamos que irnos antes de las nueve. Y el otro, que si llegábamos después de las nueve ya no llegábamos como amigos, sino solo como clientes.

      Ese año también conocí a mi primera compañera, la madre de mi primer hijo. Un sábado en la noche, unos cabros de la Jota me invitaron a una fiesta en El embrujo de la montaña. Era un local que quedaba en el medio de un parque, que casi parecía un bosque. Allí “pinché” con la niña más linda de la fiesta y fui la envidia de todos mis amigos. Isolina Vera se llamaba. Era una mujer estupenda, con mucha personalidad, militante de la jota, 23 años, jefa de un taller de modas, lugar donde vivía junto a otras compañeras de trabajo. Nos pusimos a pololear, tuvimos relaciones y ella quedó embarazada. Nació el hijo, Juan Carlos Arcos Vera. Yo les visitaba, a veces salíamos juntos y aportaba algo para sus gastos. Pero nunca me planteó la posibilidad de casarnos, ni siquiera la de vivir juntos. Parece que le gustaba sentirse autosuficiente y creo que ella me consideraba demasiado joven. Aunque tampoco nunca se lo pregunté.

      Mirando hacia atrás, con los ojos de ahora, creo que Isolina fue la primera mujer no machista que conocí. Vivíamos en una sociedad

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