Autobiografía de un viejo comunista chileno. Humberto Arcos Vera

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Autobiografía de un viejo comunista chileno - Humberto Arcos Vera

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de la URSS en la carrera espacial (el Sputnik y Gagarin), su confianza en superar económicamente a los EE.UU., su apertura a debatir públicamente con Nixon, su combinación de la coexistencia pacífica con el derribamiento del avión espía U2, y hasta su golpeteo de zapatos en la ONU me daban la idea de que llegaba un aire fresco, una fuerza nueva al comunismo en el mundo. Si me analizan bien, de casi maoísta a admirador de Nikita, está claro que lo teórico no era mi fuerte, mi único fuerte era el compromiso con mi pueblo.

      En Nacimiento, en el 64, yo seguía trabajando a cargo del taller durante la semana y en mi calidad de soldador recorría toda la planta conversando con quien quería. Me fue relativamente fácil ir convocando a los compañeros para constituir un sindicato. Aunque de nuevo me podían echar del trabajo, esto no me preocupaba porque, la verdad, me estaba aburriendo de la pega en el taller: todo era un poco monótono y las mismas cosas se repetían semana tras semana. Echaba de menos el tiempo de la construcción de la planta y el aprendizaje con los canadienses. Así que cuando supe que estaban por hacer una ampliación de la planta de celulosa en Laja, me preparé para dejar Nacimiento e irme para allá. Pero antes de irme, aprovechando que ya estaban los contactos y las conversas con los compañeros, constituimos el sindicato de la papelera en Nacimiento. Me eligieron presidente y esa fue la primera vez que tuve un cargo de dirigente sindical.

      Me sentí sumamente orgulloso, pero ya estaba en mi cabeza la planta de Laja. Así que, una vez establecido el sindicato y logrado su reconocimiento por la empresa (la CMPC tenía experiencia con sindicatos y prefirió la conversación antes que la guerra), y tranquilizados y fortalecidos los otros dirigentes y socios, conversé con la directiva para ver cómo me remplazaban porque yo me tenía que ir. Después de algunos dimes y diretes, todo se resolvió bien y pude avisar que tenían que buscar a un reemplazante para el cargo de jefe de taller. Esa fue una de las pocas veces –si no la única – que me fui de una empresa, habiendo formado un sindicato, dejando a los trabajadores “empoderados”, como dicen ahora, y sin haber sido despedido por la Dirección.

      Estela no estaba muy feliz con la vida que le daba y era muy comprensible. Dejó su casa para llegar a un pueblo chico, Nacimiento, donde no conocía a nadie. Yo pasaba todo el día trabajando, algunas tardes en reuniones del Partido y los fines de semana viajando para acá y para allá por tareas de la Jota. La dejaba sola, así que era como para no estar muy contenta. Además, no le gustaba que gastara tanto de mi salario en los viajes del Partido y la Jota. Me lo planteó antes del viaje a Laja y poco después del nacimiento de nuestro primer hijo varón, Humberto Salvador, el “Chicho”. Pero la actividad política y sindical siempre había sido lo central en mi vida y nunca se lo había ocultado, jamás le había prometido dejar esas actividades para dedicarme a la familia. Y en la casa nunca faltaba nada, teníamos más de lo que nunca habíamos tenido con mis padres, con quienes, a pesar de todo, habíamos sido capaces de ser felices. Así que le planteé separarnos (en la buena, sin odios ni rencores). Yo siempre seguiría manteniendo económicamente y visitando a la familia. Hizo un escándalo. Después vino la reconciliación, pero a partir de entonces nos fuimos distanciando afectivamente (a pesar de que legalmente seguimos casados hasta el día de hoy y de que tuvimos tres hijos varones más). Yo no fui capaz de darle lo que ella esperaba ni ella de comprender lo que esperaba yo.

      Partí a Laja, hice las pruebas prácticas como era habitual y me contrataron como soldador. Justo al término de mi primer día de trabajo se había convocado a una asamblea para constituir el sindicato. Era una asamblea inmensa, con alrededor de 3.500 trabajadores, en una cancha deportiva. Con la experiencia de haber formado otros sindicatos me di cuenta de que si no estaba presente un inspector del trabajo o un notario, el sindicato no iba a ser legal, iba a quedar en nada, y los que habían convocado serían despedidos.

      Yo estaba en las últimas filas de los asambleístas. Levanté la mano y saqué el vozarrón más fuerte que pude: “Compañeros, están formando mal el sindicato…” y expliqué las exigencias legales y la importancia de cumplirlas. Los que dirigían la reunión me preguntaron: “¿Y usted, quién es, compañero?”. Les respondí: “Soy Humberto Arcos Vera, soldador, también conocido como el zurdo en Immar, la CAP, la Maestranza Lo Espejo y varias otras empresas en las que he trabajado”.

      De la asamblea salieron unas voces pidiendo que pasara adelante. Yo les dije: “Pero es mi primer día de trabajo en la empresa”, y alguno de los que dirigían la asamblea me preguntó, un poco desafiante: “¿Eso es problema para usted, compañero?”. Respondí con el mismo vozarrón: “No, compañeros, para mí no es ningún problema. He ayudado a formar otros sindicatos e incluso fui presidente en la planta de Nacimiento”. Me paré y caminé hacia el estrado donde estaban los que dirigían. La asamblea me aplaudió y salieron voces para que yo fuera el presidente, lo que fue recibido con más aplausos. Así que apenas llegué arriba tomé la dirección de la asamblea, pedí que fueran a buscar al inspector del trabajo y, mientras tanto, propusieran nombres para los otros miembros de la directiva. Y así, a mano alzada, eligieron a otros cuatro dirigentes, y todo se oficializó cuando llegó el funcionario de la Dirección del Trabajo.

      Los otros dirigentes elegidos resultaron ser de la DC, el secretario; simpatizante del PC, el tesorero; un independiente, y un trotskista. Este último era el que más había trabajado para convocar a la asamblea y quedó un poco resentido, porque esperaba ser el presidente. Igual pudimos trabajar bien y, consultando a la gente, a los tres meses pudimos presentar nuestro pliego de peticiones (como se llamaban entonces). Pedíamos un reajuste de salarios y lo novedoso para esos tiempos –hoy una cuestión generalizada en casi todas las empresas contratistas– era que solicitábamos el pago de los pasajes y de un bono para los días que visitábamos a nuestras familias (ya que éramos trabajadores de distintas partes del país y juntábamos los días de permiso para poder viajar). La empresa no aceptó e hicimos la primera huelga que tuvo la CMPC en Laja.

      La huelga se alargó y algunos en el sindicato empezaron a flaquear. Entonces se me ocurrió hacer otro sindicato con los puros soldadores, que éramos como quinientos, los más indispensables en la ampliación de la planta y los mejor pagados. Se formó el sindicato y presentamos el mismo pliego. Con los demás tomamos un acuerdo: ellos podían reintegrarse al trabajo y, por tanto, recibir sus salarios; nosotros, con su apoyo, mantendríamos la huelga. Como seguramente la empresa iba a tratar de reemplazarnos trayendo otros soldadores, su tarea era impedir que esos soldadores pudieran trabajar. Y así lo hicieron. Los soldadores que llegaron no duraban más de un día porque el resto de los trabajadores los insultaba, los amenazaba, les tiraba piedras. Al final ganamos el pliego.

      Pero la empresa no se quedó de brazos cruzados y buscó deshacerse de la directiva del sindicato. Por una parte, nos negaba el acceso a la planta y, por otra, utilizó la estrategia de lo que llamaban “comprar el fuero”, que consistía en pagar a los dirigentes una gran cantidad de dinero para que se fueran de la empresa. Eso les permitía desarmar el sindicato y desprestigiar a los dirigentes diciendo que organizaban todas esas luchas solo para llenarse los bolsillos. Mis compañeros se aburrieron y vendieron sus fueros. Yo me quedé. Me pagaban el sueldo, todas las conquistas ganadas en la huelga, más cuatro horas semanales adicionales por sobretiempo, pero no me permitían entrar a la empresa.

      Afuera organizaba algunas reuniones y pudimos reestructurar el sindicato para que siguiera funcionando cuando yo me fuera (aunque nunca tuvimos una asamblea tan grande como esa primera) y, a la vez, formé el sindicato interprovincial de soldadores de Biobío y Concepción, en el cual fui elegido presidente. Después de eso, me marché de la empresa sin vender mi fuero.

      Había que “parar la olla” así que dejé a Estela y a mis hijos en Laja para buscar un lugar donde pudiéramos radicarnos. Me fui a Santiago a dar examen de soldador en la empresa Foran Chilena. Salí aprobado y me mandaron a trabajar en la planta de ENAP en Concepción. Pero allí ya conocían mis antecedentes políticos por mi paso anterior y trataron de despedirme de inmediato. Al ser dirigente del sindicato interprovincial de soldadores, fui a la Inspección del Trabajo y conseguí que dieran la orden de reincorporarme. Me echaron varias veces, pero todas

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