Autobiografía de un viejo comunista chileno. Humberto Arcos Vera

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Autobiografía de un viejo comunista chileno - Humberto Arcos Vera

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de Concepción, sino hacia los sectores más afectados de nuestra propia ciudad.

      Volvimos a Valdivia. Teníamos que atravesar el puente del Calle-Calle, pero lo encontramos caído como un metro o metro y medio. Los vehículos no podían utilizarlo, pero, por suerte, todos andábamos a pie, así que era cosa de bajar, cruzar y subir al otro lado. Se veía una inmensa destrucción en todas partes: grietas enormes en muchas calles, parte del hospital regional en el suelo, un desastre con mayúsculas. Cuando llegué a mi casa, pude ver que sus dos pisos seguían en pie, pero más inclinados que la Torre de Pisa. Con Delfín y algunos amigos de la población le pusimos unas vigas para apuntalarla y evitar que se nos cayera. Seguía temblando de cuando en cuando. Los de mi casa, y todos en la población, sacamos las camas y ropas para dormir afuera. Nadie se sentía seguro al interior de su vivienda.

      Esa noche salimos, con los cabros de la Jota de la población, a recorrer la ciudad para tener una idea de los daños. Eran tremendos. Tal vez lo único bueno del terremoto fue que, por un tiempo al menos, se borraron las diferencias de clases. En la plaza estaban juntos ricos y pobres, todos con sus camas, toldos y fuegos para calentar las comidas. También todos juntos viviendo con los miedos que nos causaba esa enorme fuerza incontrolable de la naturaleza. Al día siguiente, los jóvenes comunistas de Valdivia nos pusimos a las órdenes de los militares en la escuela Nº 1, para ayudar en las tareas de repartir comida en los albergues donde estaban los más damnificados.

      En el aspecto productivo, el desastre en Valdivia fue terrible y peor en Corral, que sufrió lo central del maremoto. Nuestra empresa, Immar, quedó en pie pero con enormes daños en su interior. Lo mismo pasó con toda la industria valdiviana. No había trabajo, salvo de reparación, y lo más malo era que no se veían proyectos ni perspectivas de futuro. Cundía la desazón y el desaliento.

      En un avión llegaron (porque los caminos y vías férreas estaban muy dañados) periodistas del norte a reportear lo ocurrido. Entre ellos venía un comentarista radial de temas políticos muy conocido, Luis Hernández Parker. Recuerdo que participó en una asamblea con jóvenes y nos levantó el ánimo. De nuevo nos abrió a la esperanza. Nos contó que en Santiago había un movimiento solidario muy fuerte con todos los terremoteados. Si no había trabajo acá, podíamos ir allá; seguro que encontraríamos trabajo, y más todavía si teníamos alguna calificación laboral.

      La situación en la casa no era buena: mi madre con un montepío mínimo; Delfín con un trabajo, la joyería, que no tenía demanda; Immar con sus labores suspendidas, y el aporte de la sobrina que no era muy grande. Con este panorama me fui a Santiago para conseguir algún trabajo y poder enviarle algo de dinero a mi familia.

      Me instalé como allegado con un primo que arrendaba una casita en La Cisterna y pronto conseguí trabajo como soldador en la construcción de unos galpones para la Fuerza Aérea. Cuando terminó esa pega me contrataron en la Maestranza Lo Espejo. Y apenas solucionado el tema de casa y trabajo, me vinculé al Partido.

      En el trabajo partidario llegué a ser encargado de organización del comunal La Granja-La Cisterna. Trabajaba con los camaradas Guillermo Labaste y Atilio Gaete. Recuerdo que el secretario en La Granja era Pascual Barraza, quien después llegaría a ser alcalde de la comuna y más tarde ministro de Obras Públicas de Salvador Allende. Aquí, por primera vez, tuve la experiencia del trabajo con los pobladores. Se habían constituido como un frente muy activo a partir de las tomas de terreno, como la de la población La Victoria, y recuerdo que nos tocó colaborar con la toma en la población San Rafael.

      En eso estaba, entre el trabajo y el Partido, cuando me enamoré de la que sería mi esposa, Estela Canales.

       Capítulo III 1961-1965: de obrero a dirigente (Valdivia, Nacimiento, Laja y Concepción)

      Estela Canales no se llamaba Estela. Se llamaba Ester pero yo la he llamado siempre Estela. No tenía nada que ver con la Juventud o el Partido. Esta vecina de la casa del primo donde yo vivía de allegado me deslumbró. Vivía con su madre, separada, y con otras cuatro hermanas. Trabajaba en una peletería cercana. Era muy simpática y tan hermosa que incluso había sido candidata a reina de La Cisterna, la comuna donde vivíamos. Empezaron las conversas, las invitaciones, los besitos y parece que enganchamos los dos, no solo yo, porque cuando le propuse que nos fuéramos a vivir juntos, aceptó. Así que arrendé una casita, ahí mismo en La Cisterna. No le propuse matrimonio, vivimos juntos no más, “arrejuntados” como se decía. Pero que yo viviera “arrejuntado” no significaba que iba a dejar mis actividades políticas y sindicales.

      Recuerdo que participé en varias actividades apoyando la Revolución cubana, seguramente relacionadas con la invasión de Bahía Cochinos, dirigida, organizada y financiada por EE.UU., como después fue de público conocimiento. En los inicios trataron de presentarlo como una rebelión de los propios cubanos, incluso como una supuesta rebelión de su Fuerza Aérea, sin embargo, los aviones pintados con los colores cubanos partieron de una base yanqui en Centroamérica a bombardear el aeropuerto de La Habana.

      Estábamos en una de esas manifestaciones en apoyo a Cuba, en la Plaza Italia, con un grupo de puros jóvenes comunistas, cuando un tipo empezó a gritar lemas provocativos y a tirarles piedras a los pacos. Nos pareció raro porque no era nuestra política. Lo tomamos entre varios y le empezamos a preguntar qué estaba haciendo y por qué lo hacía. Nuestro interrogatorio no era muy suave, más bien amenazante, y al final nos mostró su “tifa” (tarjeta de identificación como funcionario policial) y reconoció que cumplía una tarea encargada por sus propios mandos. Me acuerdo de esto porque ahora, en el 2011, cuando veo a los encapuchados tirando piedras, haciendo barricadas, ensuciando el extraordinario movimiento que han logrado desarrollar los estudiantes, no me cabe la menor duda de que entre ellos está la acción provocadora y premeditada de los aparatos de inteligencia del sistema actual.

      Esta convicción no es solo por esas experiencias antiguas, o las peores de la dictadura; me consta que disfrazar a los carabineros de civiles sigue siendo una política actual. No hace mucho, el sobrino de un vecino que es carabinero vino a hacer un curso de inteligencia por unos meses y se alojó en su casa. Aunque el vecino me contó nada, pude ver que el sobrino y sus amigos andaban siempre de civil; jamás los vi de uniforme. Claro, se puede justificar esta práctica para infiltrarse en las bandas de traficantes de drogas, pero no me cabe duda de que también la utilizan con otros objetivos.

      Pero volviendo al 61 y a mis actividades, como les contaba, seguía trabajando en la producción, en lo político y en lo sindical. En esto último también tuve éxito. Logré formar el sindicato de la Maestranza Lo Espejo, donde trabajaba como soldador. Aunque me lo propusieron, no podía ser dirigente porque en ese tiempo se necesitaba tener 21 años, la mayoría de edad, y yo no los tenía. Y pasó lo que suponía que podía pasar: me despidieron del trabajo (por los aprendizajes que me dio la vida, después de cumplir los 21 años, siempre fui dirigente, tuve el fuero sindical y no me pudieron echar de las pegas).

      Yo ganaba bien, algo había ahorrado, pero necesitaba encontrar trabajo luego, porque la Estela estaba esperando guagua. Y lo conseguí, me tocó trabajar en la ampliación del Hospital Barros Luco. Allí estaba cuando, el 7 de diciembre, nació mi primera hija. La inscribimos como Tránsito Jacqueline Arcos Canales, pero para la familia siempre fue, y sigue siendo, la “Tato”. No cuesta mucho adivinar que lo de Tránsito es por mi madre y lo de Jacqueline es por…, sí, por la Jacqueline Kennedy. No fue idea mía, pero en esas materias me considero un comunista flexible, y acepté la proposición de Estela. Reconozco que fui un papá chocho.

      Pero venía echando mucho de menos Valdivia, así que después de que nació mi niña fui preparando las condiciones y el año 62 volvimos a mi ciudad. Eso sí, después del mundial de fútbol. Yo no era muy fanático del fútbol, pero aprovechando la estadía en Santiago fui a ver un par de partidos en los cuadrangulares o hexagonales que organizaban por esos años en el verano.

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