Autobiografía de un viejo comunista chileno. Humberto Arcos Vera

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Autobiografía de un viejo comunista chileno - Humberto Arcos Vera

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Alemania Oriental (que aprovechaban de entrenarse contra los jugadores latinoamericanos en el invierno de ellos). No había barras bravas. Se llenaba el Estadio Nacional con hinchas de los tres equipos nacionales y a nadie se le ocurría agredir al otro. A lo más algunas tallas y las risas que estas causaban. Y en uno de esos partidos tuve la suerte de ver al Rey Pelé, que me deslumbró.

      Por eso postergué un poco mi regreso a Valdivia hasta después del campeonato mundial. No porque pensara ir al Estadio a ver los partidos (era demasiada plata para el presupuesto familiar), sino porque se iban a trasmitir por televisión, que recién había llegado a Chile, y solo se podrían ver en Santiago. El Mundial del 62 tal vez no alcanzó a ser “una fiesta universal” como decía la canción, pero sí lo fue para todos los chilenos. Y éramos muchos los que nos juntábamos en las casas de los afortunados que tenían tele a disfrutar de los partidos. Dudo que haya algún chileno de aquellos años que no recuerde el combo que le pegó Leonel a un italiano o el gol de Eladio Rojas a Yashin, el arquero del seleccionado soviético, considerado el mejor del mundo. Y recuerdo que ese partido, Chile contra la URSS (Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas), me encontró en el mejor de los mundos. Francamente tenía mi corazón dividido. Pero si ganaba Chile, mi patria, estaría feliz. Y si ganaba la URSS, la primera república con la clase obrera en el poder (eso creíamos), también sería motivo para celebrar. Ganara quien ganara, yo no tenía por dónde estar triste.

      En Valdivia estuve como un año, un poco más o un poco menos. Nos instalamos en la casa de mi madre. Otra vez me dieron trabajo como soldador en Immar y, en la Jota, volví a ser nombrado secretario regional. Ahí “encargamos” a nuestra segunda hija, Liliana Jeannette Arcos Canales, la Nany, que llegó el 27 de mayo del 63. Un poco antes, el 18 de marzo, Estela y yo nos habíamos casado por el civil. Sin embargo, los sueldos en Valdivia, tal vez debido a la debilidad de la industria local después del terremoto, estaban muy bajos. Y con mis experiencias en Concepción y Santiago sabía que podía ganar más. Por eso dejé a mi familia en Valdivia, me fui a Nacimiento, donde estaban construyendo la planta de “la papelera” (Compañía Manufacturera de Papeles y Cartones), y después de dar unos exámenes prácticos me contrataron como soldador.

      En Valdivia, la Tato me echaba tanto de menos que le dio eso que llamaban “pensión”, se enronchó entera. Como ya estaba ganando buen dinero, pude arrendar una casa en Nacimiento y llevar a la familia. A la Tato se le pasó de inmediato, en un día. Era mi regalona y lo sigue siendo, porque colaboró conmigo y por lo que tuvo que pasar por mí.

      Cuando detuvieron a los máximos dirigentes de la Coordinadora, en el 81, se nombró un comité ejecutivo subrogante encabezado por Miguel Vega, reemplazando a Manuel Bustos en la presidencia, y por mí en lugar de Alamiro Guzmán en la secretaría general. Le pedí a la Tato que me ayudara en las tareas de secretaría, y allí estuvo conmigo, sin importarle los difíciles momentos que vivíamos. Después, en el 85, cuando yo estaba en Alemania (en la RDA) por motivos de salud, y ella ya tenía un hijo, dos agentes de la CNI la secuestraron a la salida de su trabajo. Tato era secretaria en Microsistems, una empresa que se dedicaba a los microfilmes (alguna vez me contó que todas las fichas que estaban en la enorme bodega de los archivos del Servicio de Seguro Social, al ser microfilmadas cupieron en 8 cajas del tamaño de las cajas de zapatos, lo que nos parecía inconcebible en esos tiempos). Iba saliendo por la calle José Miguel de la Barra cuando dos fulanos la agarraron, la metieron, a la fuerza en un taxi y se la llevaron tendida contra el suelo. Antes de sacarla la encapucharon y luego la metieron en una casona grande y, en una de sus piezas, la desnudaron, la amenazaron, la manosearon –me indigna solo recordarlo- y le hicieron de todo para averiguar dónde estaba yo (cosa que ella no sabía). Eso que tuvo que pasar, de lo cual uno se siente en alguna forma responsable (aunque los responsables reales son los de la CNI), fortalece aún más el lazo de afecto que naturalmente se da entre padres e hijos.

      Pero volvamos a Nacimiento. Yo trabajaba en la construcción de la papelera y junto con trabajar, aprendía. Había técnicos canadienses que se desempeñaban en la construcción y tenían conocimientos mucho más avanzados que los nuestros, y también herramientas que no conocíamos. Sin embargo, eran muy generosos en compartir ambas cosas con los que mostrábamos interés (lamentablemente no fuimos muchos). Aprendí harto. Si comparo mis conocimientos de soldador con una profesión universitaria, el trabajo en la papelera, en Nacimiento, me significó el equivalente a un master o hasta un doctorado. Tanto fue así, que después de eso quedé a cargo del taller de reparaciones y construcción.

      En la actividad política, como en Nacimiento no había organización de la Jota, me integré al Partido, donde llegué a ser miembro del Comité Local y también del Comité Regional de Los Ángeles. Pero no me desvinculé de las Juventudes Comunistas. En un congreso de la Jota me eligieron miembro de su Comité Central y me integraron como miembro de su comisión ejecutiva. Mal que mal, los comunistas se identificaban con los intereses de la clase obrera y yo era el obrero más famoso de la Jota (probablemente porque era el menos tímido o, para decirlo derechamente, el más “patudo” de los obreros dirigentes de la Jota) y era un orador más o menos bueno, o por lo menos hacía buenas intervenciones, planteando visiones diferentes a las habituales. Con todos esos cargos, me llevé viajando todos los fines de semana. Uno a Los Ángeles, otro a Santiago, cuando no me tocaba ir a Concepción o a Valdivia para cumplir las tareas de la Comisión Ejecutiva.

      Y aquí, otra digresión. Mis buenas intervenciones no eran porque yo fuera un gran teórico. Me interesaba la teoría, leía los materiales que circulaban en el Partido, pero estaba lejos de entenderlos bien, con todas sus implicancias. Discutía, pero con oídos abiertos, escuchando y tratando de analizar, tomando en cuenta lo que otros opinaban, lo que no me impedía decir lo que pensaba con toda claridad y sin medias tintas.

      Por ejemplo, en la dirección regional de la Juventud en Valdivia nos atrajeron los planteamientos de Mao Tse Tung (como se escribía en esos tiempos), nos impresionó bastante eso de que “una chispa puede incendiar una pradera” y trasmitíamos mucho con él. Tanto, que en el Partido y en la dirección de la Jota se plantearon reuniones de conversación sobre nuestra identificación con Mao. Recuerdo que viajó a Valdivia Mario Zamorano, en ese entonces secretario general de la Juventud, a discutir con nosotros. También lo hizo Bernardo Araya, miembro del CC del Partido, aprovechando un viaje. Tuvimos varias conversas, y seguimos manteniendo nuestras ideas, pero lo que me convenció, y después me ayudó a convencer a los otros dirigentes de la Jota, fue un comentario para nada teórico de Bernardo Araya. Más importante que los escritos de Mao, nos dijo, eran los problemas que había en Chile, que teníamos que dedicarnos a estudiar y pensar cómo los arreglábamos. Eso me hizo sentido porque como Juventud en Valdivia salíamos mucho a terreno, vendíamos incluso más ejemplares de El Siglo que el Partido, teníamos una enorme vinculación con la población y, gracias a ello, un gran conocimiento de sus problemas. Por eso mismo, para nosotros era fácil comprender que, si no éramos capaces de ayudarla a organizarse y a pelear por la solución de sus problemas, nuestras discusiones “teóricas” no servían para nada. Eso era un elemento clave de mi “análisis político” y guiaba todas mis intervenciones.

      Pero había otro elemento. Yo tenía una idea, una convicción, que no había sacado de ningún libro marxista, sino que era una creencia mía muy de fondo: la idea de que los mineros y los metalúrgicos eran la base de la clase obrera. Y en consecuencia me nutría de las visiones que ellos tenían de los problemas y sus posibles soluciones. Para mí, la opinión de los mineros era muy importante, porque sabía que eran hombres que arriesgaban su vida cada vez que entraban a la mina y por eso, creía yo, no iban a andar mintiendo. Yo aprovechaba cada vez que podía de visitar a un cuñado minero que vivía en Coronel. Él no militaba pero decía que era comunista, socialista y evangélico. En la mina, muy querido y muy sociable, conversaba con todos, sintetizaba sus visiones y me las contaba. La visión de los metalúrgicos la recogía yo mismo en el trabajo y en mis actividades sindicales. Entonces estas visiones de los mineros y de los metalúrgicos eran el segundo elemento que consideraba en todas mis intervenciones.

      Esta creencia en la fuerza y sapiencia

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