Violencias y precarización. Gabriela Bard Wigdor

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Violencias y precarización - Gabriela Bard Wigdor

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en los vínculos a escala intersubjetiva, sino relaciones de poder desniveladas y desiguales desde las cuales los órdenes institucionalizados proponen o imponen su racionalidad del mundo.

      Figura 1. Esquema de elaboración propia.

      Ahora bien, el itinerario subjetivo se materializa, como bien vimos en el relato, a partir de su expresión narrativa. Esto nos coloca en torno al discurso, que en sintonía con el giro en torno al sujeto, efectivamente irrumpe en el análisis social como un reino luminoso (Reguillo, 2000). Es a partir de esta posibilidad de entretejido de sentido producida en lo discursivo, que el relato es una potencialidad desde el cual se da cuenta de una subjetividad que muestra una actitud objetiva ante el mundo. Sin caer en un reduccionismo ingenuo que se limite en colocar el poder del discurso en el discurso mismo, partimos de asumir que todo orden discursivo tiene sentido solo, si como bien sostiene Bourdieu (1995), desenmascara las propiedades que dan cuenta de quiénes son los sujetos que lo producen, desde dónde lo generan y bajo qué condiciones se favorece o se modifica dicho orden.

      Efectivamente, el contexto de enunciación es central para comprender desde dónde y bajo qué condiciones habla o se narrativiza el actor juvenil. En relación a ello, también cobra relevancia enfatizar las posiciones diferenciadas que se articulan en torno a la producción discursiva. No todos se colocan en las mismas condiciones de producir el discurso narrativo. Al retomar la formación discursiva de Foucault, Reguillo la relaciona con la categoría de campos de discursividad de Laclau y Mouffe (1985).

      Violencias y vidas precarias. Denominador común en las trayectorias juveniles

      Como referimos en el apartado anterior, toda narrativa adquiere centralidad a partir de su anclaje con el sentido que se articula a una caracterización sociohistórica. El desarrollo de los capítulos, si bien ubican en lo específico escenarios geográficamente distantes, como es el caso de Ciudad Juárez, en el norte de México, una de las ciudades provinciales más importantes de Argentina como es el caso de Córdoba, y la capital de la provincia de Santiago de Chile, encuentra puntos de entrelace a partir de las dos categorías que describen el paisaje común, que enfrentan los y las jóvenes en estos diversos escenarios: violencia y precarización.

      El panorama que vive la población juvenil en América Latina, considerando la compleja diversidad de paisajes en los que desenvuelve cotidianamente, se viene caracterizando por el impacto resultado de la implementación de diversas políticas de corte neoliberal por los gobiernos de los países en la región, obteniendo con ello que las y los jóvenes sean los más afectados en relación con la desigualdad social, los procesos de segregación socioespacial, las políticas de ajuste económico y reducción de corte social, sumado a un incremento de las violencias en sus espacios cotidianos. Violencias que constituyen una diversidad de fenómenos en los que su vida enfrenta situaciones de amenaza o riesgo desde el punto de vista física, psíquica, emotiva, afectiva, relacional y aspiracional.

      Si consideramos en general dos aspectos clave que dan cuenta de cómo se ha incrementado la precarización de la vida juvenil en la región, acceso al trabajo y a la educación formal, el panorama no es alentador. En su informe 2019 Panorama Laboral en América Latina y el Caribe, la Organización Internacional del Trabajo señala un aspecto que da cuenta de al menos una de las contradicciones que los y las jóvenes enfrentan en el escenario actual:

      Los jóvenes en la actualidad son más educados que los de las generaciones previas. Sin embargo, su inserción al mercado laboral sigue caracterizándose por una elevada precariedad: su tasa de desocupación triplica a la de los adultos. De los jóvenes que trabajan, más del 60% tiene un empleo informal. A esto se suma un problema de inactividad: aproximadamente 22% de los jóvenes latinoamericanos no estudia ni trabaja; y la situación es aún más crítica entre las mujeres jóvenes (OIT, 2019: 61).

      En general, la implementación de políticas neoliberales, a partir de la década de los ochenta, tuvo como una de sus apuestas fundamentales concebir la pobreza como “la imposibilidad de alcanzar una etapa más evolutiva de una parte de la sociedad y por eso esta es un fenómeno natural; se relaciona con la prosperidad ya que cualquier interferencia al mecanismo del mercado conduce a la pobreza” (Czarnecki, 2013: 185). En este sentido, el giro de responsabilidad que cultivó la política económica y social de atención por parte de los Estados, centró su atención en el individuo y su capacidad de superar, por sí mismo, la fase de pobreza que enfrenta, para con ello lograr incorporarse a un sector de la población en una estructura socioeconómica basada en criterios de selectividad y el mejoramiento del capital humano. En particular, esta lógica favoreció la generación de un imaginario sostenido en la idea del éxito, basado en enfoques “desarrollista” y “progresista”, resultando con ello un proceso de inclusión excluyente que se plasma a partir de lo que Reguillo (2017) ha llamado la presencia de una sociedad bulímica encargada de devorar para luego vomitar a sus jóvenes.

      Esto nos conecta con el fenómeno de las violencias. Diversas expresiones en las que jóvenes enfrentan cotidianamente el riesgo de ver afectada su integridad, y en el caso extremo perder la vida de forma violenta. La precarización de la vida que comparten, así como el incremento de la vulnerabilidad social y económica, junto a la cada vez mayor presencia de estrategias punitivas promovidas por los gobiernos bajo el pretexto de combate a fenómenos como el narcotráfico, guerrillas, crimen organizado, o recientemente pandemias, ha constituido el paisaje de cultivo desde el cual se viene presentando lo que Valenzuela Arce ha caracterizado bajo el término juvenicidio. El artero asesinato de jóvenes que poseen “identidades desacreditadas” y que por ello adquieren una mayor vulnerabilidad ante las fuerzas del Estado y/o los grupos bajo control del narcotráfico, crimen organizado o paramilitares.

      El Juvenicidio posee varios elementos constitutivos que incluyen precarización, pobreza, desigualdad, estigmatización y estereotipamiento de conductas juveniles (de manera especial de algunos grupos y sectores juveniles) y la banalización del mal. El orden dominante ha ampliado las condiciones de precariedad, vulnerabilidad e indefensión de estos grupos usando ordenamientos clasistas, racistas, sexistas, homofóbicos, y un orden prohibicionista que, con el pretexto de combatir al llamado crimen organizado, ha funcionado como estrategia que limita los espacios sociales de libertad (Valenzuela Arce, 2015: 39).

      Como mencionamos anteriormente, este fenómeno no puede ser entendido sin su relación con el desarrollo del capitalismo neoliberal. Juventudes en pobreza y pobreza extrema en escenarios como las favelas, o la condición de los afrodescendientes en diversos países de la región con una carga de exclusión racializada, en Centroamérica con la marca amenazante que ha caracterizado el imaginario mediático en complicidad con élites económicas y políticas frente al fenómeno de la Mara Salvatrucha y el Barrio 18, el incremento constante de asesinatos arteros a jóvenes en la llamada guerra al narcotráfico en México, y en general el vínculo clave que encuentra el juvenicidio con otro fenómeno clave en este contexto como ha sido el feminicidio. La precarización social y laboral da como resultado una población subalterna que son catalogados como indeseables y superfluos (Valenzuela Arce, 2017) que, en el rapaz escenario actual

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