Grandes Esperanzas. Charles Dickens
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—Lo cual quiere decir... —articuló mi hermana.
—Sí, así es —replicó Pumblechook—, pero espera un poco. Adelante, Joe, adelante. —¿Qué dirían ustedes —continuó Joe— de veinte libras esterlinas?
—Diríamos —contestó mi hermana— que es una cifra muy bonita.
—Pues bien —añadió Joe—, es más de veinte libras.
Aquel abyecto hipócrita de Pumblechook afirmó de nuevo con la cabeza y se echó a reír, dándose importancia y diciendo:
—Es más, es más. Adelante, Joe.
—Pues, para terminar —dijo Joe, muy satisfecho y tendiendo la bolsa a mi hermana—, digo que aquí hay veinticinco libras.
—Son veinticinco libras —repitió aquel sinvergüenza de Pumblechook, levantándose para estrechar la mano de mi hermana—. Y no es más de lo que tú mereces, según yo mismo dije en cuanto se me preguntó mi opinión, y deseo que disfrutes de este dinero. Si aquel villano se hubiera interrumpido entonces, su caso habría sido ya suficientemente desagradable, pero aumentó todavía su pecado apresurándose a tomarme bajo su custodia con tal expresión de superioridad que dejó muy atrás toda su criminal conducta.
—Ahora, Joe y señora —dijo el señor Pumblechook tomándome por el brazo y por encima del codo—, tengan en cuenta que yo soy una de esas personas que siempre acaban lo que han comenzado. Este muchacho ha de empezar a trabajar cuanto antes. Éste es mi sistema. Cuanto antes.
—Ya sabe, tío Pumblechook —dijo mi hermana mientras agarraba la bolsa del dinero— que le estamos profundamente agradecidos.
—No se ocupen de mí para nada —replicó aquel diabólico tratante en granos—. Un placer es un placer, en cualquier parte del mundo. Pero en cuanto a este muchacho, no hay más remedio que hacerlo trabajar. Ya lo dije que me ocuparía de eso.
Los jueces estaban sentados en la sala del tribunal, que se hallaba a poca distancia, y en el acto fuimos todos allí con intención de formalizar mi contrato de aprendizaje a las órdenes de Joe. Digo que fuimos allí, pero, en realidad, fui empujado por Pumblechook del mismo modo como si acabara de robar una bolsa o incendiado algunas gavillas. La impresión general del tribunal fue la de que acababan de agarrarme in fraganti, porque cuando el señor Pumblechook me dejó ante los jueces oí que alguien preguntaba: “¿Qué ha hecho?”, y otros replicaban: “Es un muchacho muy joven, pero tiene cara de malo, ¿no es verdad?”. Una persona de aspecto suave y benévolo me dio, incluso, un folleto adornado con un grabado al boj que representaba a un joven de mala conducta, rodeado de grilletes, y cuyo título daba a entender que era “PARA LEER EN MI CALABOZO”. La sala era un lugar muy raro, según me pareció, con bancos bastante más altos que los de la iglesia. Estaba llena de gente que contemplaba el espectáculo con la mayor atención, y en cuanto a los poderosos jueces, uno de ellos con la cabeza empolvada, se reclinaban en sus asientos con los brazos cruzados, tomaban café, dormitaban y escribían o leían los periódicos. En las paredes había algunos retratos negros y brillantes que, con mi poco gusto artístico, me parecieron que eran una composición de tortas de almendras y de tafetán. En un rincón firmaron y testimoniaron mis papeles, y así quedé hecho aprendiz. Mientras tanto, el señor Pumblechook me tuvo tomado como si ya estuviera en camino al cadalso y en aquel momento se hubieran llenado todas las formalidades preliminares.
En cuanto salimos y me vi libre de los muchachos que se habían entusiasmado con la esperanza de verme torturado públicamente y que parecieron sufrir gran desencanto al notar que mis amigos salían conmigo, volvimos a casa del señor Pumblechook. Allí, mi hermana se puso tan excitada a causa de las veinticinco guineas, que nada le pareció mejor que celebrar una comida en el Oso Azul con aquella ganga, y que el señor Pumblechook, en su carruaje, fuera a buscar a los Hubble y al señor Wopsle.
Así se convino, y yo pasé el día más desagradable y triste de mi vida. En efecto, a los ojos de todos, yo no era más que una persona que les amargaba la fiesta. Y, para empeorar las cosas, cada vez que no tenían que hacer nada mejor, me preguntaban por qué no me divertía. En tales casos, no tenía más remedio que asegurarles que me divertía mucho, aunque Dios sabe que no era cierto.
Sin embargo, ellos se esforzaron en pasar bien el día, y lo lograron bastante. El sinvergüenza de Pumblechook, exaltado al papel de autor de la fiesta, ocupó la cabecera de la mesa, y cuando se dirigía a los demás para hablarles de que yo había sido puesto a las órdenes de Joe y de que, según las reglas establecidas, sería condenado a prisión en caso de que jugara a los naipes, bebiera licores fuertes, me acostara a hora avanzada, fuera con malas compañías, o bien me entregara a otros excesos que, a juzgar por las fórmulas estampadas en mis documentos, podían considerarse ya como inevitables, en tales casos me obligaba a sentarme en una silla a su lado, con objeto de ilustrar sus observaciones.
Los demás recuerdos de aquel gran festival son que no me quisieron dejar que me durmiera, sino que, en cuanto veían que inclinaba la cabeza, me despertaban ordenándome que me divirtiera. Además, a hora avanzada de la velada, el señor Wopsle nos recitó la oda de Collins y arrojó con tal fuerza al suelo la espada teñida en sangre, que acudió inmediatamente el camarero diciendo:
—Los huéspedes que hay en la habitación de abajo les envían sus saludos y les ruegan que no hagan tanto ruido.
Cuando tomamos el camino de regreso, estaban todos tan contentos que empezaron a cantar a coro. El señor Wopsle tomó a su cargo el acompañamiento, asegurando con voz tremenda y fuerte, en contestación a la pregunta que el tenor le hacía en la canción, que él era un hombre en cuya cabeza flotaban al viento los mechones blancos y que, entre todos los demás, él era el peregrino más débil y fatigado. Finalmente, recuerdo que cuando me metí a mi cama me sentía muy desgraciado y convencido de que nunca me gustaría el oficio de Joe. Antes me habría gustado, pero ahora ya no.
Capítulo XIV
Es algo muy desagradable sentirse avergonzado del propio hogar. Quizá en esto haya una negra ingratitud y el castigo puede ser retributivo y muy merecido, pero estoy en situación de atestiguar que, como decía, este sentimiento es muy desagradable.
Jamás mi casa fue un lugar ameno para mí a causa del carácter de mi hermana. Pero Joe santificaba el hogar, y yo creía en él. Llegué a tener la ilusión de que la mejor sala y la más elegante era la nuestra; que la puerta principal era como un portal misterioso del Templo del Estado, cuya solemne apertura se celebraba con un sacrificio de aves de corral asadas; que la cocina era una estancia amplia, aunque no magnífica; que la fragua era el camino resplandeciente que conducía a la virilidad y a la independencia. Pero en un solo año, todo esto cambió. Todo me parecía ordinario y basto, y no me habría gustado que la señorita Havisham o Estella hubieran visto mi casa.
Poca importancia tiene para mí ni para nadie la parte de culpa que en mi desagradable estado de ánimo pudieran tener la señorita Havisham o mi hermana. El caso es que se operó ese cambio en mí y que era una cosa ya irremediable. Bueno o malo, excusable o no, el cambio se había realizado.
Una vez me pareció que, cuando, por fin, me arremangara la camisa y fuera a la fragua como aprendiz de Joe, podría sentirme distinguido y feliz, pero la realidad me demostró que tan sólo pude sentirme lleno de polvo de carbón y que me oprimía tan gran peso moral, que a su lado el mismo yunque parecía una pluma. En mi vida posterior, como seguramente habrá ocurrido en otras vidas,