Grandes Esperanzas. Charles Dickens

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Grandes Esperanzas - Charles Dickens Clásicos

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esto, me mesaba el cabello a contrapelo, cosa que, según ya he dicho, consideré siempre que nadie tenía el derecho de hacer, y me situaba ante él agarrándole la manga. Aquél era un espectáculo tan imbécil que solamente podía igualar su propia imbecilidad.

      Entonces, él y mi hermana empezaban a decir una sarta de tonterías respecto a la señorita Havisham y acerca de lo que ella haría por mí. Al oírlos sentía ganas de echarme a llorar y de arrojarme contra Pumblechook y aporrearlo con toda mi alma. En tales diálogos, mi hermana me hablaba como si, moralmente, me arrancara un diente a cada referencia que hacía de mí; en tanto que Pumblechook, quien se había constituido a sí mismo en mi protector, permanecía sentado y observándome con cierto desdén, cual arquitecto de mi fortuna que se viera comprometido a realizar un trabajo nada remunerador.

      Joe no tomaba ninguna parte en tales discusiones, aunque muchas veces le hablaban mientras ocurrían aquellas escenas, solamente porque la señora Joe se daba cuenta de que no le gustaba que me alejaran de la fragua. Yo entonces ya tenía edad más que suficiente para entrar de aprendiz al lado de Joe; y cuando éste se había sentado junto al fuego, con el hierro de atizar las brasas sobre las rodillas, o bien se ocupaba en limpiar la reja de ceniza, mi hermana interpretaba tan inocente pasatiempo como una contradicción a sus ideas, y entonces se arrojaba sobre él, le quitaba el hierro de las manos y le daba un par de sacudidas. Pero había otro final irritante en todos aquellos debates. De pronto y sin que nada lo justificara, mi hermana interrumpía con un bostezo y, echándome la vista encima como si fuera por casualidad, se dirigía a mí furiosa exclamando:

      —Anda, ya estamos cansados de verte. Vete a la cama enseguida. Ya has molestado bastante por esta noche.

      Como si yo les pidiera por favor que se dedicaran a hacerme la vida imposible.

      Así pasamos bastante tiempo, y parecía que continuaríamos de la misma manera por espacio de algunos años, cuando, un día, la señorita Havisham interrumpió nuestro paseo mientras se apoyaba en mi hombro. Entonces me dijo con acento de disgusto:

      —Estás creciendo mucho, Pip.

      Yo creí mejor observar, mirándola pensativo, que ello podía estar ocasionado por circunstancias en las cuales no tenía ningún dominio.

      Ella no dijo nada más, pero luego se detuvo y me miró una y otra vez; y después parecía estar muy disgustada. En mi visita siguiente, en cuanto terminamos nuestro ejercicio usual y yo la dejé junto a la mesa del tocador, me preguntó, moviendo al mismo tiempo sus impacientes dedos:

      —Dime cómo se llama ese herrero con quien vives.

      —Joe Gargery, señora.

      —Quiero decir el herrero a cuyas órdenes debes entrar como aprendiz.

      —Sí, señorita Havisham.

      —Mejor es que empieces a trabajar con él inmediatamente. ¿Crees que ese Gargery tendrá inconveniente en venir contigo, trayendo tus documentos?

      Yo repliqué que no tenía la menor duda de que lo consideraría un honor. —Entonces, hazlo venir.

      —¿En algún día determinado, señorita Havisham?

      —¡Calla! No quiero saber nada acerca de las fechas. Que venga pronto contigo. En cuanto llegué aquella noche a mi casa y di cuenta de este mensaje para Joe, mi hermana se encolerizó en un grado alarmante, pues jamás habíamos visto cosa igual. Nos preguntó a Joe y a mí si nos figurábamos que era algún limpiabarros para nuestros pies y cómo nos atrevíamos a tratarla de aquel modo, así como también de quién pensábamos podría ser digna compañera. Cuando terminó de derramar un torrente de preguntas semejantes, tiró una palmatoria a la cabeza de Joe, se echó a llorar ruidosamente, sacó el recogedor del polvo (lo cual siempre era un indicio temible), se puso su delantal de faena y empezó a limpiar la casa con extraordinaria rabia. Y, no satisfecha con limitarse a sacudir el polvo, sacó un cubo de agua y un estropajo y nos echó de la casa, de modo que ambos tuvimos que quedarnos en el patio temblando de frío. Dieron las diez de la noche antes de que nos atreviéramos a entrar sin hacer ruido, y entonces ella preguntó a Joe por qué no se había casado, desde luego, con una negra esclava. El pobre Joe no le contestó, sino que se limitó a acariciarse las patillas y a mirarme tristemente, como si creyera que habría hecho mucho mejor siguiendo la indicación de su esposa.

      Capítulo XIII

      Fue una prueba para mis sentimientos cuando, al día subsiguiente, vi que Joe se ponía su traje dominguero para acompañarme a casa de la señorita Havisham. Aunque él creía necesario ponerse el traje de las fiestas, no me atreví a decirle que tenía mucho mejor aspecto con el de faena, y más todavía cerré los labios porque me di cuenta de que se resignaba a sufrir la incomodidad de su traje nuevo exclusivamente en mi beneficio y que también por mí se puso el cuello tan alto que el cabello de la coronilla le quedó erizado como si fuera un moño de plumas.

      Nos encaminamos a la ciudad, precediéndonos mi hermana, que iba a la ciudad con nosotros y se quedaría en casa del tío Pumblechook, en donde podríamos recogerla; en cuanto termináramos con nuestras elegantes “señoritas”, modo de mencionar nuestra ocupación, del que Joe no pudo augurar nada bueno. La fragua quedó cerrada todo aquel día, y, sobre la puerta, Joe escribió en yeso, como solía hacer en las rarísimas ocasiones en que la abandonaba, la palabra “Hausente”, acompañada por el dibujo imperfecto de una flecha que se suponía haber sido disparada en la dirección que él tomó.

      Llegamos a casa del tío Pumblechook. Mi hermana llevaba un enorme gorro de castor y un cesto muy grande de paja trenzada, un par de zuecos, un chal de repuesto y un paraguas, aunque el día era muy hermoso. No sé, exactamente, si llevaba todo esto por penitencia o por ostentación, pero me inclino a creer que lo exhibía para dar a entender que poseía aquellos objetos del mismo modo como Cleopatra a otra célebre soberana pudiera exhibir su riqueza transportada por largo y brillante cortejo.

      En casa del tío Pumblechook, mi hermana se separó de nosotros. Como entonces eran casi las doce de la mañana, Joe y yo nos encaminamos directamente a casa de la señorita Havisham. Estella abrió la puerta como de costumbre, y, en el momento en que la vio, Joe se quitó el sombrero y pareció sopesarlo con ambas manos, como si tuviera alguna razón urgente para apreciar con exactitud una diferencia de peso de un cuarto de onza.

      Estella apenas se fijó en nosotros, pero nos guió por el camino que yo conocía tan bien; yo la seguía inmediatamente, y Joe cerraba la marcha. Cuando miré a éste mientras íbamos por el corredor, vi que todavía pesaba su sombrero con el mayor cuidado y nos seguía a largos pasos, aunque andando de puntillas.

      Estella me dijo que debíamos entrar los dos, de modo que tomé a Joe por la manga de su chaqueta y lo llevé ante la presencia de la señorita Havisham. La dama estaba sentada a la mesa del tocador, e inmediatamente volvió los ojos hacia nosotros.

      —¡Oh! —dijo a Joe—. ¿Es usted el marido de la hermana de este muchacho?

      Jamás me habría imaginado a mi querido Joe tan distinto de sí mismo o tan parecido a un ave extraordinaria, de pie como estaba, mudo, con su moño de plumas erizadas y la boca desmesuradamente abierta.

      —¿Es usted el marido —repitió la señorita Havisham— de la hermana de este muchacho?

      La situación se agravaba, pero durante toda la entrevista, Joe persistió en dirigirse a mí, en vez de hacerlo a

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