Grandes Esperanzas. Charles Dickens

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Grandes Esperanzas - Charles Dickens Clásicos

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ni tendrá ningún sentido de las conveniencias.

      —Ya saben ustedes —dijo Camila— que me vi obligada a mostrarme firme. Dije que, si los niños no llevaban luto riguroso, la familia quedaría deshonrada. Se lo repetí desde la hora del almuerzo hasta la de la cena, y así me estropeé la digestión.

      Por fin, él empezó a hablar con la violencia acostumbrada y, después de proferir algunas palabrotas, me dijo que hiciera lo que me pareciera. ¡Gracias a Dios, siempre será un consuelo para mí pensar que salí inmediatamente, a pesar de que diluviaba, y compré todo lo necesario!

      —Él lo pagó, ¿no es verdad? —preguntó Estella.

      —Nada importa, mi querida niña, averiguar quién pagó —replicó Camila—. Yo lo compré todo. Y, muchas veces, cuando me despierto por las noches, me complace pensar en ello.

      El sonido de una campana distante, combinado con el eco de una llamada o de un grito que resonó en el corredor por el cual yo había pasado, interrumpió y fue causa de que Estella me dijera:

      —Ahora, muchacho.

      Al volverme, todos me miraron con el mayor desdén, y cuando salía oí que Sara Pocket decía:

      —Ya me lo parecía. Veremos qué ocurre luego. Y Camila, con acento indignado, exclamaba:

      —¿Se vio jamás un capricho semejante? ¡Vaya una idea!

      Mientras, alumbrados por la bujía, avanzábamos por el corredor, Estella se detuvo de pronto y, mirando alrededor, dijo con tono insultante y con su rostro muy cerca del mío:

      —¿Qué hay?

      —Señorita... —contesté yo, a punto de caerme sobre ella y conteniéndome. Ella se quedó mirándome y, como es natural, yo la miré también.

      —¿Soy bonita?

      —Sí, creo que es usted muy bonita.

      —¿Soy insultante?

      —No tanto como la última vez —contesté.

      —¿No tanto?

      —No.

      Al dirigirme la última pregunta pareció presa de la mayor cólera y me golpeó el rostro con tanta fuerza como le fue posible en el momento en que yo le contestaba. —¿Y ahora? —preguntó—. ¿Qué piensas de mí ahora, monstruo asqueroso? —No quiero decírselo.

      —Porque vas a ir arriba, ¿no es así?

      —No. No es por eso.

      —Y ¿por qué no lloras otra vez?

      —Porque no volveré a llorar por usted —dije.

      Lo cual, según creo, fue una declaración falsa, porque interiormente estaba llorando por ella y sé lo que sé acerca del dolor que luego me costó.

      Subimos la escalera cuando terminó este episodio, y mientras lo hacíamos encontramos a un caballero que bajaba.

      —¿A quién tenemos aquí? —preguntó el caballero, inclinándose para mirarme. —A un muchacho —dijo Estella.

      Era un hombre corpulento, muy moreno, dotado de una cabeza enorme y de una mano que correspondía al tamaño de aquélla. Me tomó la barbilla con su manaza y me hizo levantar la cabeza para mirarme a la luz de la bujía. Estaba prematuramente calvo en la parte superior de la cabeza y tenía las cejas negras, muy pobladas, cuyos pelos estaban erizados como los de un cepillo. Los ojos estaban muy hundidos en la cara y su expresión era aguda de un modo desagradable y recelosa. Llevaba una enorme cadena de reloj, y se advertía que hubiera tenido una espesa barba, en el caso de que se la hubiera dejado crecer. Aquel hombre no representaba nada para mí, y no podía adivinar que jamás pudiera importarme, y, así, aproveché la oportunidad de examinarle a mis anchas.

      —¿Es un muchacho de la vecindad? —preguntó—.

      —Sí, señor —contesté.

      —¿Cómo has venido aquí?

      —La señorita Havisham me ha mandado a venir —expliqué.

      —Perfectamente. Ten cuidado con lo que haces. Tengo mucha experiencia con respecto a los muchachos, y me consta que todos son una colección de pícaros. Pero no importa —añadió mordiéndose un lado de su enorme dedo índice en tanto que fruncía el ceño al mirarme—, ten cuidado con lo que haces.

      Diciendo estas palabras me soltó, lo que me satisfizo, porque la mano le olía a jabón de tocador, y continuó su camino escaleras abajo. Me pregunté si sería médico, aunque enseguida me contesté que no, porque, de haberlo sido, tendría unos modales más apacibles y persuasivos. Pero no tuve mucho tiempo para reflexionar acerca de ello, porque pronto me encontré en la habitación de la señorita Havisham, en donde tanto ella misma como todo lo demás estaba igual que la vez pasada. Estella me dejó junto a la puerta, y allí permanecí hasta que la señorita Havisham me divisó desde la mesa tocador.

      —¿De manera que ya han pasado todos esos días? —dijo, sin mostrarse sorprendida ni asombrada.

      —Sí, señora. Hoy es...

      —¡Cállate! —exclamó moviendo impaciente los dedos, según tenía por costumbre—. No quiero saberlo. ¿Estás dispuesto a jugar?

      Yo, algo confuso, me vi obligado a contestar:

      —Me parece que no, señora.

      —¿Ni siquiera otra vez a los naipes? —preguntó, con mirada interrogadora. —Sí, señora. Puedo jugar a eso, en caso de que usted lo desee.

      —Ya que esta casa te parece antigua y tétrica, muchacho —dijo la señorita Havisham, con acento de impaciencia—, y, por consiguiente, no tienes ganas de jugar, ¿quieres trabajar, en cambio?

      Pude contestar a esta pregunta con mejor ánimo que a la anterior, y manifesté que estaba por completo dispuesto a ello.

      —En tal caso, vete a esa habitación contigua —dijo señalando con su descolorida mano la puerta que estaba a mi espalda— y espera hasta que yo vaya.

      Crucé el rellano de la escalera y entré a la habitación que me indicaba. También en aquella estancia había sido excluida por completo la luz del día, y se sentía un olor opresivo de atmósfera enrarecida. Pocos momentos antes se había encendido el fuego en la chimenea, húmeda y de moda antigua, y parecía más dispuesto a extinguirse que a arder alegremente; el humo pertinaz que flotaba en la estancia parecía más frío que el aire claro, a semejanza de la niebla de nuestros marjales. Algunos severos candelabros, situados sobre la alta chimenea, alumbraban débilmente la habitación, aunque habría sido más expresivo decir que alteraban ligeramente la oscuridad. La estancia era espaciosa, y me atrevo a afirmar que en un tiempo debió de ser hermosa, pero, ahora, todo cuanto se podía distinguir en ella estaba cubierto de polvo y moho o se caía a pedazos. Lo más notable en la habitación era una larga mesa cubierta con un mantel, como si se hubiera preparado un festín en el momento en que la casa entera y también los relojes

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