Grandes Esperanzas. Charles Dickens

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Grandes Esperanzas - Charles Dickens Clásicos

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      —Ya es tuyo. Acuérdate. Para ti solo.

      Le di las gracias, mirándolo con mayor intensidad de la que permitía la cortesía, y salí agarrado a la mano de Joe. Dio a éste las buenas noches, así como también al señor Wopsle, quien salió con nosotros, y a mí no me dedicó más que una mirada con su ojo semicerrado; pero no, no fue una mirada, porque acabó de cerrarlo, y nadie puede imaginarse las maravillas de expresión que pueden darse a un ojo ocultándolo por completo.

      Durante nuestro camino hacia casa, si yo hubiera tenido humor de hablar, la conversación se habría convertido en monólogo, porque el señor Wopsle se despidió de nosotros a la puerta de Los Tres Alegres Barqueros, y Joe, durante todo el camino, tuvo la boca abierta para que el aire hiciera desaparecer de ella el olor del ron. Pero yo estaba tan asombrado de haber encontrado a mi antiguo conocido, que no podía pensar en otra cosa.

      Mi hermana no estaba de demasiado mal humor cuando nos presentamos en la cocina, y Joe se sintió reanimado por su deseo de referirle el regalo que me habían hecho de un chelín brillante y nuevo.

      —Será falso —exclamó, resuelta, la señora Joe—. Si fuera bueno, no se lo habría dado al muchacho. Vamos a verlo.

      Yo lo desenvolví del papel, y resultó ser legítimo.

      —Pero ¿qué es esto? —exclamó la señora Joe dejando caer el chelín y tomando el papel que lo envolviera—. ¿Dos billetes de una libra esterlina?

      En efecto, no menos de dos billetes de una libra esterlina, que parecían haber estado circulando por todos los mercados de ganado del condado. Joe se puso el sombrero otra vez y, llevando los billetes, se encaminó a Los Tres Alegres Barqueros para devolverlos a su propietario. Mientras estuvo fuera me senté en mi taburete acostumbrado, mirando con asombro a mi hermana y sintiendo la convicción de que aquel hombre ya no estaría allí.

      Poco después volvió Joe diciendo que el desconocido se había marchado, pero que él, Joe, dejó recado en Los Tres Alegres Barqueros referente a los billetes. Entonces mi hermana los envolvió en un trozo de papel y los puso bajo unas hojas secas de rosa, en una tetera de adorno que había en lo alto de un armario y en la sala de la casa. Y allí permanecieron durante muchos días y muchas noches, constituyendo una pesadilla para mí.

      Interrumpiendo mi sueño de sobremesa me fui a la cama pensando en que aquel hombre extraño me apuntaba con su fusil invisible y también que no era nada agradable estar secretamente relacionado o haber conspirado con penados, detalle de mis primeros tiempos que había olvidado ya. También me obsesionaba la lima, y temí que, cuando menos lo esperara, volvería a aparecérseme. Quise dormirme refugiándome en la idea de mi visita del miércoles próximo a casa de la señorita Havisham, y en mi sueño vi que la lima salía de una puerta y se acercaba a mí sin que la empuñara nadie, y, así, me desperté dando un grito de miedo.

      Capítulo XI

      El día fijado volví a casa de la señorita Havisham y con algún temor llamé a la puerta, por la que apareció Estella. Después de permitirme la entrada, cerró como el primer día y nuevamente me condujo al corredor oscuro en donde dejara la bujía. Pareció no fijarse en mí hasta que tuvo la vela en la mano, y entonces, mirando por encima de su hombro, me dijo:

      —Hay que venir por aquí.

      Y me llevó a otra parte desconocida de la casa.

      El corredor era muy largo y parecía rodear los cuatro lados de la casa. Sólo atravesamos un lado de aquel cuadrado, y al final ella se detuvo, dejó la vela en el suelo y abrió la puerta. Allí podía ver la luz diurna, y me encontré en un patinillo enlosado, cuyo lado extremo lo formaba una pequeña vivienda que tal vez había pertenecido al gerente o al empleado principal de la abandonada fábrica de cerveza. En la pared exterior de aquella casa había un reloj, y, como el de la habitación de la señorita Havisham y también a semejanza del de ésta, se había parado a las nueve menos veinte. Nos dirigimos a la puerta de la casita, que estaba abierta, y entramos a una tétrica habitación de techo muy bajo, situada en la planta baja y en la parte trasera. En la estancia había algunas personas, y cuando Estella llegó hasta ella me dijo:

      —Quédate aquí hasta que te llamen.

      Con estas palabras me indicó la ventana, y yo me dirigí a ella mirando a través de sus cristales y en una situación de ánimo muy desagradable.

      La ventana daba a un rincón miserable del jardín abandonado, y se veían algunos tallos de coles casi podridos y un boj podado mucho tiempo antes, en forma semejante a un pudín y que había echado un renuevo de diferente color en la parte superior, alterando la forma general y como si aquella parte del pudín se hubiera caído de la cacerola, quemándose. Ésta fue mi impresión mientras miraba el boj. La noche anterior había nevado un poco, y la nieve desapareció casi por completo, pero no había acabado de derretirse en la parte sombreada de aquel trozo de jardín; el viento recogía los copos y los arrojaba a la ventana, como si me invitara a reunirme con ellos.

      Comprendí que mi llegada había interrumpido la conversación en la estancia y que todos sus ocupantes me estaban mirando. De la habitación no podía ver más que el brillo del fuego que se reflejaba en un cristal de la ventana, pero me enderecé cuanto me fue posible, persuadido de que en aquellos momentos estaba sujeto a una inspección minuciosa.

      En la estancia había tres señoras y un caballero. Antes de cinco minutos de estar junto a la ventana tuve la impresión de que todos ellos eran farsantes y aduladores, pero que cada uno fingía ignorar que sus compañeros merecían tales nombres, porque, de haberlo advertido, al mismo tiempo se habrían comprendido en los mismos calificativos.

      Todos parecían esperar el buen placer de alguien, y la más locuaz de las señoras se esforzaba en hablar campanudamente con objeto de contener un bostezo. Aquella señora, llamada Camila, me recordaba mucho a mi hermana, con la diferencia de que tenía más años, y, algo que observé al mirarla, unas facciones que denotaban una inteligencia mucho más obtusa. Y en realidad, cuando la conocí mejor, comprendí que solamente por favor divino tenía facciones; tan inexpresivo era su rostro.

      —¡Pobrecillo! —dijo aquella señora de un modo tan brusco como el de mi hermana—. No es enemigo de nadie más que de sí mismo.

      —Mucho mejor sería ser enemigo de otro —observó el caballero—, y también más natural.

      —Primo Raimundo —observó otra señora—, hemos de amar a nuestro prójimo.

      —Sara Pocket —replicó el primo Raimundo—, si un hombre no es su propio prójimo, ¿quién lo será?

      La señorita Pocket se echó a reír, y Camila la imitó, diciendo, mientras contenía un bostezo:

      —¡Vaya una idea!

      Pero me produjo la impresión de que a todos les pareció una idea magnífica. La otra señora, que aún no había hablado, dijo, con gravedad y con el mayor énfasis:

      —Es verdad.

      —¡Pobrecillo! —continuó diciendo Camila, mientras yo me daba cuenta de que no había cesado de observarme—. ¡Es tan extraño! ¿Puede creerse que cuando se murió la esposa de Tom, él no pudiera comprender la importancia de que sus hijos llevaran luto riguroso? ¡Dios mío!—me

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