Grandes Esperanzas. Charles Dickens
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Recuerdo que en un periodo avanzado de mi aprendizaje solía permanecer cerca del cementerio en las tardes del domingo, al oscurecer, comparando mis propias esperanzas con el espectáculo de los marjales, por los que soplaban los vientos, y estableciendo cierto parecido con ellos al pensar en lo desprovistos de accidentes que estaban mi vida y aquellos terrenos, y de qué manera ambos se hallaban rodeados por la oscura niebla, y en que los dos iban a parar al mar. En mi primer día de aprendizaje me sentí tan desgraciado como más adelante, pero me satisface saber que, mientras duró aquél, nunca dirigí una queja a Joe. Ésta es la única cosa de que me siento halagado.
A pesar de que mi conducta comprende lo que voy a añadir, el mérito de lo que me ocurrió fue de Joe, no mío. No porque yo fuera fiel, sino porque lo fue Joe; por eso no hui y no acabé siendo soldado o marinero. No porque tuviera un vigoroso sentido de la virtud y del trabajo, sino porque lo tenía Joe; por eso trabajé con celo tolerable a pesar de mi repugnancia. Es imposible llegar a comprender cuánta es la influencia de un hombre estricto cumplidor de su deber y de honrado y afable corazón, pero es posible conocer la influencia que ejerce en una persona que está a su lado, y yo sé perfectamente que cualquier cosa buena que hubiera en mi aprendizaje procedía de Joe, no de mí.
¿Quién puede decir cuáles eran mis aspiraciones? ¿Cómo podía decirlas yo, si no las conocía siquiera? Lo que temía era que, en alguna hora desdichada, cuando yo estuviera más sucio y peor vestido, al levantar los ojos viera a Estella mirando a través de una de las ventanas de la fragua. Me atormentaba el miedo de que, más pronto o más tarde, ella me viera con el rostro y las manos ennegrecidos, realizando la parte más ingrata de mi trabajo, y que entonces se alegrara de verme de aquel modo y me manifestara su desprecio. Con frecuencia, al oscurecer, cuando tiraba de la cadena del fuelle y cantábamos a coro Old Clem, recordaba cómo solíamos cantarlo en casa de la señorita Havisham; entonces me parecía ver en el fuego el rostro de Estella con el cabello flotando al viento y los burlones ojos fijos en mí. En tales ocasiones miraba aquellos rectángulos a través de los cuales se veía la negra noche, es decir, las ventanas de la fragua, y me parecía que ella retiraba en aquel momento el rostro y me imaginaba que, por fin, me había descubierto.
Después de eso, cuando íbamos a cenar, y la casa y la comida debían haberme parecido más agradables que nunca, entonces era cuando me avergonzaba más de mi hogar en mi ánimo tan mal dispuesto.
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