Grandes Esperanzas. Charles Dickens

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Grandes Esperanzas - Charles Dickens Clásicos

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la señorita Havisham—. Creo que usted ha criado a este muchacho con intención de hacerlo su aprendiz. ¿Es así, señor Gargery?

      —Ya sabes, Pip —replicó Joe—, que siempre hemos sido buenos amigos y que ya hemos convenido que trabajaríamos juntos, y hasta que nos iríamos a cazar alondras. Tú no has puesto nunca inconvenientes a trabajar entre el humo y el fuego, aunque tal vez los demás no se hayan mostrado nunca conformes con eso.

      —¿Acaso el muchacho ha manifestado su desagrado? —preguntó la señorita Havisham.

      —¿Le gusta el oficio?

      —Ya te consta perfectamente, Pip —replicó Joe con el mismo tono confidencial y cortés —, que éste ha sido siempre tu deseo. Creo que nunca has tenido inconveniente en trabajar conmigo, Pip.

      Fue completamente inútil que yo intentara darle a entender que debía contestar a la señorita Havisham. Cuantas más muecas y señas le hacía yo, más persistía en hablarme de un modo confidencial y cortés.

      —¿Ha traído usted su contrato de aprendizaje? —preguntó la señorita Havisham.

      —Ya sabes, Pip —replicó Joe como si esta pregunta fuera poco razonable—, que tú mismo me has visto guardarme los papeles en el sombrero, y sabes muy bien que continúan en él.

      Dicho esto, los sacó y los entregó, no a la señorita Havisham, sino a mí. Por mi parte, temo que entonces me avergoncé de mi buen amigo. Y, en efecto, me avergoncé de él al ver que Estella estaba junto al respaldo del sillón de la señorita Havisham y que miraba con ojos sonrientes y burlones. Tomé los papeles de manos de mi amigo y los entregué a la señorita Havisham.

      —¿Usted no esperaba que el muchacho recibiera ninguna recompensa? —preguntó la señorita Havisham mientras examinaba los papeles.

      —Joe —exclamé, en vista de que él no daba ninguna respuesta—, ¿por qué no contestas?...

      —Pip —replicó Joe, en apariencia disgustado—, creo que entre tú y yo no hay que hablar de eso, puesto que ya sabes que mi contestación ha de ser negativa. Y como ya lo sabes, Pip, ¿para qué he de repetírtelo?

      La señorita Havisham lo miró, dándose cuenta de quién era, realmente, Joe, mejor de lo que yo mismo habría imaginado, y tomó una bolsa de la mesa que estaba a su lado.

      —Pip se ha ganado una recompensa aquí —dijo—. Es ésta. En esta bolsa hay veinticinco guineas. Dalas a tu maestro, Pip.

      Como si la extraña habitación y la no menos extraña persona que la ocupaba lo hubieran trastornado por completo, Joe persistió en dirigirse a mí.

      —Eso es muy generoso por tu parte, Pip —dijo—. Y aunque no hubiera esperado nada de eso, no dejo de agradecerlo como merece. Y ahora, muchacho —añadió, dándome la sensación de que esta expresión familiar era dirigida a la señorita Havisham—. Ahora, muchacho, podremos cumplir con nuestro deber. Tú y yo podremos cumplir nuestro deber uno con otro y también para con los demás, gracias a tu espléndido regalo.

      —Adiós, Pip —dijo la señorita Havisham—. Acompáñalos, Estella.

      —¿He de volver otra vez, señorita Havisham? —pregunté.

      —No. Gargery es ahora tu maestro. Haga el favor de acercarse, Gargery, que quiero decirle una cosa.

      Mientras yo atravesaba la puerta, mi amigo se acercó a la señorita Havisham, quien dijo a Joe con voz clara:

      —El muchacho se ha portado muy bien aquí, y ésta es su recompensa. Espero que usted, como hombre honrado, no esperará ninguna más ni nada más.

      No sé cómo salió Joe de la estancia, pero lo que sí sé es que cuando lo hizo se dispuso a subir la escalera en vez de bajarla, sordo a todas las indicaciones, hasta que fui en su busca y lo agarré. Un minuto después estábamos en la parte exterior de la puerta, que quedó cerrada, y Estella se marchó. Cuando de nuevo estuvimos a la luz del día, Joe se apoyó en la pared y exclamó: —¡Es asombroso!

      Y allí repitió varias veces esta palabra con algunos intervalos, hasta el punto de que empecé a temer que no podía recobrar la claridad de sus ideas. Por fin prolongó su observación, diciendo:

      —Te aseguro, Pip, que es asombroso.

      Y así, gradualmente, volvimos a conversar de asuntos corrientes y emprendimos el camino de regreso.

      Tengo razón para creer que el intelecto de Joe se aguzó gracias a la visita que acababa de hacer y que en nuestro camino hacia casa del tío Pumblechook inventó una sutil estratagema. De esto me convencí por lo que ocurrió en la sala del señor Pumblechook, en donde, al presentarnos, mi hermana estaba conferenciando con aquel detestado comerciante en granos y semillas.

      —¿Qué? —exclamó mi hermana dirigiéndose inmediatamente a los dos—. ¿Qué les ha sucedido? Me extraña mucho que se dignen en volver a nuestra pobre compañía.

      —La señorita Havisham —contestó Joe mirándome con fijeza y como si hiciera un esfuerzo para recordar— insistió mucho en que presentáramos a ustedes... Oye, Pip: ¿dijo cumplimientos o respetos?

      —Cumplimientos —contesté yo.

      —Así me lo figuraba —dijo Joe—. Pues bien, que presentáramos sus cumplimientos a la señora Gargery.

      —Poco me importa eso —observó mi hermana, aunque, sin embargo, complacida.

      —Dijo también que habría deseado —añadió Joe mirándome de nuevo y en apariencia haciendo esfuerzos por recordar— que si el estado de su salud le hubiera permitido... ¿No es así, Pip?

      —Sí. Deseaba haber tenido el placer... —añadí.

      —... de gozar de la compañía de las señoras —dijo Joe dando un largo suspiro. —En tal caso —exclamó mi hermana dirigiendo una mirada ya más suave al señor Pumblechook—, podría haber tenido la cortesía de mandarnos primero este mensaje. Pero, en fin, vale más tarde que nunca. ¿Y qué le ha dado al muchacho?

      La señora Joe se disponía a dar suelta a su mal genio, pero Joe continuó diciendo:

      —Lo que ha dado, lo ha dado a sus amigos. Y por sus amigos, según nos explicó, quería indicar a su hermana, la señora J. Gargery. Éstas fueron sus palabras: “a la señora J. Gargery”. Tal vez —añadió— ignoraba si mi nombre era Joe o Jorge.

      Mi hermana miró al señor Pumblechook, quien pasó las manos con suavidad por los brazos de su sillón y movió afirmativamente la cabeza, devolviéndole la mirada y dirigiendo la vista al fuego, como si de antemano estuviera enterado de todo.

      —¿Y cuánto les ha dado? —preguntó mi hermana riéndose, sí, riéndose de veras. —¿Qué dirían ustedes —preguntó Joe— acerca de diez libras?

      —Diríamos —contestó secamente mi hermana— que está bien. No es demasiado, pero está bien.

      —Pues, en tal caso, puedo decir que es más que eso.

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