Grandes Esperanzas. Charles Dickens
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También oí los ratones que hacían ruido por detrás de las planchas de madera de los arrimaderos, como si la misma noticia hubiera despertado su interés. Pero las cucarachas no se dieron cuenta de la agitación y se agrupaban en torno del hogar con movimientos pausados, como si fueran cortas de vista y de oído débil y no se hallaran en buenas relaciones de amistad unas con otras.
Aquellos seres que se arrastraban solicitaron mi atención, y mientras los observaba a distancia, la señorita Havisham posó una mano sobre mi hombro. En la otra mano llevaba un bastón de puño semejante al de una muleta, en el que se apoyaba para andar, de manera que la buena señora parecía la bruja de aquel lugar.
— Ahí —dijo señalando la larga mesa con el bastón— es donde me pondrán en cuanto haya muerto. Entonces vendrán todos a verme.
Con vaga aprensión de que fuera a tenderse sobre la mesa y se muriera en el acto, convirtiéndose así en la representación real de la figura de cera que vi en la feria, yo me encogí al sentir su contacto.
—¿Qué crees que es eso —preguntó señalándolo con su bastón— que han cubierto las telarañas?
—No puedo adivinarlo, señora.
—Pues un pastel enorme. Un pastel de boda. ¡El mío!
Miró alrededor con ojos penetrantes, y luego, apoyándose en mí, mientras su mano me retorcía el hombro, añadió:
—¡Vamos! ¡Vamos! ¡Paséame, paséame!
Por estas palabras comprendí que mi trabajo consistiría en pasear a la señorita Havisham en torno de la estancia repetidas veces. De acuerdo con esta idea, eché a andar en el acto, y ella se apoyó en mi hombro, y andábamos a un paso que podría haber sido la imitación (fundada en el primer impulso que sentí en aquella casa) del carruaje del señor Pumblechook.
Ella no era físicamente fuerte, y después de unos momentos me dijo:
—¡Más despacio!
Sin embargo, proseguimos a una velocidad bastante más que regular, y, llena de impaciencia y a medida que andaba, retorcía la mano sobre mi hombro y movía la boca, dándome a entender que íbamos aprisa porque sus pensamientos eran también apresurados. A los pocos momentos dijo:
—¡Llama a Estella!
Para obedecer salí al rellano y pronuncié a gritos el nombre de la joven, como lo hiciera en otra ocasión. Cuando apareció su bujía me volví al lado de la señorita Havisham, y de nuevo echamos a andar en torno de la mesa.
Si solamente Estella hubiera sido la única testigo de nuestro entretenimiento, eso ya habría sido bastante desagradable para mí, pero como apareció en compañía de las tres señoras y del caballero a quienes viera abajo, me quedé sin saber qué hacer. Por cortesía habría querido pararme, pero la señorita Havisham me retorció el hombro y seguimos adelante, en tanto que yo, avergonzado, me figuraba que ellos creerían que el paseo era obra mía.
—¡Querida señorita Havisham! —dijo la señora Sara Pocket—. ¡Qué buen aspecto tiene usted!
—No es verdad —replicó la señorita Havisham—. Estoy amarillenta y me quedo en la piel y en los huesos.
El rostro de Camila expresó la mayor satisfacción al advertir que la señorita Pocket era acogida con aquel desaire; y así, contemplando llena de compasión a la señorita Havisham, murmuró:
—¡Pobrecilla! ¡Qué ha de estar bien la infeliz! ¡Vaya una idea!
—¿Y usted, cómo está? —preguntó la señorita Havisham a Camila.
Como estábamos entonces muy cerca de ella, yo habría querido detenerme, por ser algo muy natural, pero la señorita Havisham no quiso en manera alguna. Seguimos, pues, adelante, lo cual, según advertí, fue muy desagradable para Camila. —Muchas gracias, señorita Havisham —contestó—. Estoy tan bien como puede
esperarse.
—¿Y qué quiere usted? —preguntó la señorita Havisham, con extraordinaria sequedad.
—Nada digno de mencionarse siquiera —replicó Camila—. No quiero hacer ahora ostentación de mis sentimientos, pero por las noches he pensado en usted mucho más de lo que podría creerse.
—Pues entonces no piense en mí —replicó la señorita Havisham.
—Eso se dice con mucha facilidad —observó Camila cariñosamente, conteniendo un sollozo, mientras le temblaba el labio superior y sus ojos se llenaban de lágrima
Raimundo es testigo del jengibre y de las sales volátiles que me veo obligada a tomar por la noche. Raimundo conoce los temblores nerviosos que tengo en las piernas. Sin embargo, ni las sofocaciones ni los temblores nerviosos son nuevos para mí cuando pienso con ansiedad en las personas que amo. Si pudiera ser menos afectuosa y sensible, gozaría de mejores digestiones y mis nervios serían de acero. Y me gustaría mucho ser así. Pero no pensar en usted por las noches... ¡Vaya una idea!
Y dichas estas palabras, empezó a derramar lágrimas.
El Raimundo aludido resultó ser el caballero que estaba presente y, según me enteré, se llamaba señor Camila. En aquel momento acudió en auxilio de ella, diciendo:
—Camila, querida mía, es conocido que tus sentimientos familiares te están quitando gradualmente la salud, hasta el extremo de que una de tus piernas es ya más corta que la otra.
—No sabía —observó la grave señora, cuya voz no había oído más que en una ocasión— que pensar en una persona sea motivo de agradecimiento para ella, querida mía.
La señorita Sara Pocket, quien, según vi entonces, era una mujer anciana, arrugada, morena y seca, con un rostro pequeño que podría haber estado formado por cáscaras de nuez y que tenía una boca muy grande, como la de un gato sin bigotes, apoyó la observación diciendo:
—En verdad que no, querida. ¡Hem!
—Pensar es cosa bastante fácil —dijo la grave dama.
—No hay cosa más fácil —corroboró la señorita Sara Pocket.
—¡Sí, es verdad! —exclamó Camila, cuyos sentimientos en fermentación parecían subir desde sus piernas hasta su pecho—. Es verdad. Es una debilidad ser tan afectuosa, pero no puedo remediarlo. Si yo fuera de otra manera, no habría duda de que mi salud sería mucho mejor; pero, aunque me fuera posible, no me gusta cambiar mi disposición. Eso es motivo de muchos sufrimientos, pero cuando me despierto por las noches es un consuelo saber que soy así.
Y aquí hubo una nueva explosión de sus sentimientos.
Mientras tanto, la señorita Havisham y yo no nos habíamos detenido, sino que continuábamos dando vueltas y más vueltas por la estancia, a veces rozando las faldas de las visitas y otras separados de ellas cuanto nos permitía