Grandes Esperanzas. Charles Dickens
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Cuando llegó el día de mi visita a la escena de mi violencia, mis terrores llegaron a su colmo. ¿Y si algunos agentes, esbirros de la justicia, especialmente enviados desde Londres, estaban emboscados detrás de la puerta? ¿Y si la señorita Havisham, deseosa de tomar venganza personal de un ultraje cometido en su casa, se pusiera de pie, llevando aquel traje sepulcral, y, apuntándome con una pistola, me mataba de un tiro?
¿Quién sabe si cierto número de muchachos sobornados —una numerosa banda de mercenarios— se habrían comprometido a esperarme en la fábrica de cerveza para caer sobre mí y matarme a puñetazos? Pero tenía tanta confianza en la lealtad del joven y pálido caballero, que nunca lo creí autor o inspirador de tales desquites, los cuales siempre se presentaban a mi imaginación como obra de sus parientes, incitados por el estado de su rostro y por la indignación que había de producirles ver tan malparados los rasgos familiares.
Sin embargo, no tenía más remedio que ir a casa de la señorita Havisham, y allá me fui. Pero, por maravilloso que parezca, nada oí acerca de la última lucha. No se hizo la más pequeña alusión a ella, ni tampoco pude descubrir en la casa al pálido y joven caballero. Encontré la misma puerta abierta, exploré el jardín y hasta miré a través de las ventanas de la casa, pero no pude ver nada porque los postigos estaban cerrados y por dentro parecía estar deshabitada. Tan sólo en el rincón en que tuvo lugar la pelea descubrí huellas del joven caballero. En el suelo había algunas manchas de su sangre, y las oculté con barro para que no pudiera verlas nadie.
En el rellano, muy grande, que había entre la estancia de la señorita Havisham y la otra en que estaba la gran mesa vi una silla de jardín, provista de ruedas, y que otra persona podía empujar por el respaldo. Había sido colocada allí a partir de mi última visita, y aquel mismo día uno de mis deberes fue pasear a la señorita Havisham en aquella silla de ruedas, eso en cuanto se cansó de andar, apoyada en su bastón y en mi hombro, por su propia estancia y por la inmediata en que había la mesa. Hacíamos una y otra vez este recorrido, que a veces llegaba a durar hasta tres horas sin parar.
Insensiblemente menciono ya esos paseos como muy numerosos, porque pronto se convino que yo iría a casa de la señorita Havisham todos los días alternados, al mediodía, para dedicarme a dicho menester, y ahora puedo calcular que así transcurrieron de ocho a diez meses.
Cuando empezamos a acostumbrarnos más uno a otro, la señorita Havisham hablaba más conmigo y me dirigía preguntas acerca de lo que había aprendido y lo que me proponía ser. Le dije que me figuraba sería puesto de aprendiz con Joe; además, insistí en que no sabía nada y que me gustaría saberlo todo, con la esperanza de que pudiera ofrecerme su ayuda para alcanzar tan deseado fin. Pero no hizo nada de eso, sino que, por el contrario, pareció que prefería fuera un ignorante. Ni siquiera me dio algún dinero u otra cosa más que mi comida diaria, y tampoco se estipuló que se me debiera pagar por mis servicios.
Estella andaba de un lado a otro, y siempre me abría la puerta y me acompañaba para salir, pero nunca más me dijo que la besara. Algunas veces me toleraba muy fríamente; otras se mostraba condescendiente o familiar, y en algunas me decía con la mayor energía que me odiaba. La señorita Havisham me preguntaba en voz muy baja o cuando estábamos solos:
—¿No te parece que cada día es más bonita, Pip?
Y cuando le contestaba que sí, porque, en realidad, así era, parecía gozar con mi respuesta.
También cuando jugábamos a los naipes, la señorita Havisham nos observaba, contemplando entusiasmada los actos de Estella, cualesquiera que fuesen. Y a veces, cuando su humor era tan vario y contradictorio que yo no sabía qué hacer ni qué decir, la señorita Havisham la abrazaba con el mayor cariño, murmurando algo a su oído que se parecía a: “¡Destroza sus corazones, orgullo y esperanza mía! ¡Destroza sus corazones y no tengas compasión!”.
Joe solía cantar una canción en la fragua, cuyo estribillo era “Old Clem”. No era, desde luego, un modo ceremonioso de prestar homenaje a un santo patrón; pero me figuro que Old Clem sostenía esta especie de relaciones con los herreros. Era una canción que daba el compás para golpear el hierro y una excusa lírica para la introducción del respetado nombre de Old Clem. Así, para indicar el tiempo a los herreros que rodeaban el yunque, cantaba:
¡Old Clem!Dale, dale, dale fuerte.¡Old Clem!El martillo que resuene. ¡Old Clem!Dale al fuelle, dale al fuelle. ¡Old Clem!Como un león ruja el fuego. ¡Old Clem!
Un día, poco después de la aparición de la silla con ruedas, la señorita Havisham me dijo de pronto, moviendo impaciente los dedos:
—¡Vamos, canta!
Yo me sorprendí al observar que entonaba esta canción mientras empujaba la silla con ruedas por la estancia. Y ocurrió que fue tan de su gusto que empezó a cantarla a su vez y en voz tan baja como si la entonara en sueños. A partir de aquel momento fue ya costumbre nuestra cantarla mientras íbamos de un lado a otro, y muchas veces Estella se unía a nosotros, mas nuestras voces eran tan quedas, aunque cantábamos los tres a coro, que en la vieja casa hacíamos mucho menos ruido que el producido por un pequeño soplo de aire.
¿Qué sería de mí con semejante ambiente? ¿Cómo podía mi carácter dejar de experimentar su influencia? ¿Es de extrañar que mis ideas estuvieran deslumbradas, como lo estaban mis ojos cuando salía a la luz natural desde la niebla amarillenta que reinaba en aquellas estancias?
Tal vez habría dado cuenta a Joe del joven y pálido caballero si no me hubiera visto obligado previamente a contar las mentiras que ya conoce el lector. En las circunstancias en que me hallaba, me dije que Joe no podría considerar al joven pálido como pasajero apropiado para meterlo en el coche tapizado de terciopelo negro; por consiguiente, no dije nada de él. Además, cada día era mayor la repugnancia que me inspiraba la posibilidad de que se hablara de la señorita Havisham y de Estella, sensación que ya tuve el primer día. No tenía confianza completa en nadie más que en Biddy, y por eso a ella se lo referí todo. Por qué me pareció natural obrar así y por qué Biddy sentía el mayor interés en cuanto le refería, son cosas que no comprendí entonces, aunque me parece comprenderlas ahora. Mientras tanto, en la cocina de mi casa se celebraban consejos que agravaban de un modo insoportable la exaltada situación de mi ánimo. El estúpido de Pumblechook solía ir por las noches con el único objeto de discutir con mi hermana acerca de mis esperanzas, y, realmente, creo, y en la hora presente con menos contrición de la que debería sentir, que si mis manos hubieran podido quitar un tornillo de la rueda de su carruaje, lo habrían hecho sin duda alguna.
Aquel hombre miserable era tan estúpido que no podía discutir mis esperanzas sin tenerme delante de él, como si fuera para operar en mi cuerpo, y solía sacarme del taburete en que estaba sentado, agarrándome casi siempre por el cuello y poniéndome delante del fuego, como si tuviera que ser asado. Entonces empezaba diciendo:
—Ahora ya tenemos aquí al muchacho. Aquí está este muchacho que tú criaste “a mano”.