Grandes Esperanzas. Charles Dickens
Чтение книги онлайн.
Читать онлайн книгу Grandes Esperanzas - Charles Dickens страница 21
—¡Dios mío, tío! Yo creía que usted había hablado muchas veces con ella.
—¿No sabes —añadió el señor Pumblechook— que cuantas veces estuve allí me llevaron a la parte exterior de la puerta de su habitación y así ella me hablaba a través de la hoja de madera? No me digas ahora que no conoces este detalle. Sin embargo, el muchacho ha entrado allí para jugar. ¿Y a qué jugaste, muchacho?
—Jugábamos con banderas —dije.
He de observar al lector que yo mismo me asombro al recordar las mentiras que dije aquel día.
—¿Banderas? —repitió mi hermana.
—Sí —exclamé—. Estella agitaba una bandera azul, yo una roja y la señorita Havisham hacía ondear, sacándola por la ventanilla de su coche, otra tachonada de estrellas doradas. Además, todos blandíamos nuestras espadas y dábamos vivas.
—¿Espadas? —exclamó mi hermana—. ¿De dónde las sacaron?
—De un armario —dije—. Y allí vi también pistolas..., conservas y píldoras. Además, en la habitación no entraba la luz del día, sino que estaba alumbrada con bujías.
—Esto es verdad —dijo el señor Pumblechook moviendo la cabeza con gravedad—. Por lo que he podido ver yo mismo, esto es absolutamente cierto.
Los dos se quedaron mirándose, y yo les miré también, vigilando, al mismo tiempo que plegaba con la mano derecha la pernera del pantalón del mismo lado.
Si me hubieran dirigido más preguntas, sin duda alguna me habría hecho traición yo mismo, porque ya estaba a punto de mencionar que en el patio había un globo, y tal vez habría vacilado al decirlo, porque mis cualidades inventivas estaban indecisas entre afirmar la existencia de aquel aparato extraño o de un oso en la fábrica de cerveza. Pero ellos estaban tan ocupados en discutir las maravillas que yo ofreciera a su consideración, que eludí el peligro de seguir hablando. La discusión estaba empeñada todavía cuando Joe volvió de su trabajo para tomar una taza de té. Y mi hermana, más para expansionarse que como atención hacia él, le refirió mis pretendidas aventuras.
Pero cuando vi que Joe abría sus azules ojos y miraba a todos lados con el mayor asombro, los remordimientos se apoderaron de mí, pero eso tan sólo ocurría mientras lo miraba a él, no cuando fijaba mi vista en los demás. Respecto de Joe, y tan sólo al pensar en él, me consideraba a mí mismo un monstruo en tanto que los tres discutían las ventajas que podría reportarme el favor y el conocimiento de la señorita Havisham. No tenían la menor duda de que ésta “haría algo” por mí; sus dudas se referían tan sólo a la manera de hacer este “algo”. Mi hermana aseguraba que recibiría dinero. El señor Pumblechook creía, más bien, que como premio se me pondría de aprendiz en algún comercio agradable, por ejemplo en el de cereales y semillas. En cuanto a Joe, discrepó de los dos al sugerir que quizá me regalara uno de los perros que se pelearon por las costillas de ternera.
—Si eres tan tonto que no tienes otras ideas más aceptables —dijo mi hermana— vale más que te vayas a continuar el trabajo.
Joe se apresuró a obedecer.
Cuando el señor Pumblechook se marchó, y cuando mi hermana se entregaba a la limpieza de la casa, yo me dirigí a la fragua de Joe y me quedé con él hasta que terminó el trabajo del día. Entonces me decidí a decirle:
—Antes de que se apague el fuego, Joe, me gustaría decirte algo.
—¿De veras, Pip? —preguntó Joe acercando a la fragua el banco de herrar—. Pues habla. ¿Qué es, Pip?
—Mira, Joe —dije agarrándome a una manga de la camisa que tenía arremangada y empezando a retorcerla entre mis dedos—. ¿Te acuerdas de lo que he dicho acerca de la señorita Havisham?
—¿Que si me acuerdo? —exclamó Joe—. ¡Ya lo creo! ¡Es maravilloso!
—Pues mira, Joe. Nada de eso es verdad.
—¿Qué me cuentas, Pip? —exclamó Joe con el mayor asombro—. ¿Acaso quieres decirme que...?
—Sí. No son más que mentiras, Joe.
—Pero supongo que no lo será todo lo que dijiste. Casi estoy seguro de que no vas a decirme que no existe el coche tapizado de terciopelo negro.
Y a la vez que yo movía negativamente la cabeza, añadió:
—Por lo menos estaban los perros, ¿verdad, Pip? Seguramente, si no les sirvieron costillas de ternera, perros sí habría. —Tampoco, Joe.
—¿Ni un perro? —preguntó él—. ¿Ni un cachorro?
—No, Joe. No había nada de eso.
Mientras miraba tristemente a Joe, éste me contemplaba con el mayor desencanto.
—Pero, Pip, no puedo creer eso. ¿Por qué lo has dicho?
—Lo peor, Joe, es que no lo sé.
—Es terrible —exclamó Joe—. ¡Espantoso! ¿Qué demonio te poseía?
—Lo ignoro, Joe —contesté soltando la manga de la camisa y sentándome en las cenizas, a sus pies y con la cabeza inclinada al suelo—. Pero me habría gustado mucho que no me hubieras enseñado a llamar “mozos” a las sotas y también que mis botas fueran menos ordinarias y mis manos menos bastas.
Entonces le conté a Joe que era muy desgraciado, y que no me sentí con fuerzas para explicarme con la señora Joe y con el señor Pumblechook, que tan mal me trataban, y que en casa de la señorita Havisham había una joven orgullosa a más no poder, quien dijo que yo era muy ordinario, y como comprendí que el calificativo era justo, me disgustaba sobremanera haberlo merecido. Y ése fue el origen de las mentiras que conté, aunque yo mismo no podía comprender por qué las había dicho.
Éste era un caso de metafísica tan difícil para Joe como para mí. Pero él se apresuró a extraerlo de la región metafísica y así pudo vencerlo.
—Puedes estar seguro de algo, Pip —dijo Joe después de reflexionar un rato—, y es que las mentiras no son más que mentiras. Siempre que se presentan no debieran hacerlo y proceden del padre de la mentira, portándose de la misma manera que él. No me hables más de esto, Pip. Éste no es el camino para dejar de ser ordinario, aunque comprendo bien por qué dijeron que eras ordinario. En algunas cosas eres extraordinario. Por ejemplo, eres extraordinariamente pequeño y un estudiante soberbio.
—De ninguna manera, Joe —contesté—. Soy ignorante y estoy muy atrasado.
—¿Cómo quieres que crea eso, Pip? ¿Acaso no vi la carta que me escribiste anoche? Incluso estaba escrita en letras de imprenta. Bastante me fijé en eso. Y, sin embargo, puedo jurar que la gente instruida no es capaz de escribir en letras de imprenta.
—Ten en cuenta, Joe, que sé poco menos que nada. Tú te haces ilusiones respecto a mí. No es más que eso.
—En fin, Pip —dijo Joe—. Tanto si es así como no, es preciso que seas un escolar ordinario antes de llegar a ser extraordinario. El