Grandes Esperanzas. Charles Dickens
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—Estoy fatigada —dijo la señorita Havisham—. Deseo alguna distracción, pero ya no puedo soportar a los hombres ni a las mujeres. ¡Juega!
Como comprenderá el lector más aficionado a la controversia, difícilmente podría haber ordenado a un muchacho cualquiera otra cosa más extraordinaria en aquellas circunstancias.
—A veces tengo caprichos de enferma —continuó—. Y ahora tengo el de desear que alguien juegue. ¡Vamos, muchacho! —dijo moviendo impaciente los dedos de su mano derecha—. ¡Juega, juega!
Por un momento, y sintiendo el temor de mi hermana, tuve la idea desesperada de empezar a correr alrededor de la estancia imitando lo mejor que pudiera el coche del señor Pumblechook, pero me sentí tan incapaz de hacerlo que abandoné mi propósito y me quedé mirando a la señorita Havisham con expresión que ella debió de considerar de testarudez, pues en cuanto cambiamos una mirada me preguntó:
—¿Acaso eres tozudo y de carácter triste?
—No, señora. Lo siento mucho por usted, mucho. Pero en este momento no puedo jugar. Si da usted quejas de mí, tendré que sufrir el castigo de mi hermana, y sólo por esta causa lo haría si me fuera posible; pero este lugar es tan nuevo para mí, tan extraño, tan elegante y... ¡tan melancólico!
Y me interrumpí, temiendo decir o haber dicho demasiado, en tanto que cruzábamos nuestra mirada.
Antes de que volviera a hablar apartó de mí sus ojos y miró su traje, la mesa del tocador y, finalmente, a su imagen reflejada en el espejo.
—¡Tan nuevo para él y tan viejo para mí! —murmuró—. ¡Tan extraño para él y tan familiar para mí, y tan melancólico para los dos! Llama a Estella.
Seguía mirando su imagen reflejada por el espejo, y como yo supuse que hablaba consigo misma, me quedé quieto.
—Llama a Estella —repitió, dirigiéndome una mirada centelleante—. Eso bien puedes hacerlo. Llama a Estella. A la puerta.
Eso de asomarme a la oscuridad de un misterioso corredor de una casa desconocida, llamando a gritos a la burlona joven, a Estella, que tal vez no estaría visible ni me contestaría, me daba la impresión de que gritar su nombre equivaldría a tomarme una libertad extraordinaria, y me resultaba casi tan violento como empezar a jugar en cuanto me lo mandaran. Pero la joven contestó por fin, y, semejante a una estrella efectiva, apareció su bujía, a lo lejos, en el corredor.
La señorita Havisham le hizo seña de que se acercara, y, tomando una joya que había encima de la mesa, observó el efecto que hacía sobre el joven pecho de la muchacha, y también poniéndola sobre el cabello de ésta.
—Un día será tuya, querida mía —dijo—. Y la emplearás bien. Ahora hazme el favor de jugar a los naipes con este muchacho.
—¿Con este muchacho? ¡Si es un labriego!
Me pareció oír la respuesta de la señorita Havisham, pero fue tan extraordinaria que apenas creí lo que oía.
—Pues bien —dijo—, diviértete en destrozarle el corazón.
—¿A qué sabes jugar, muchacho? —me preguntó Estella con el mayor desdén. Contesté indicando el único juego de naipes que conocía, y ella, conformándose, se sentó ante mí y empezamos a jugar.
Entonces fue cuando comprendí que todo lo que había en la estancia, a semejanza del reloj, se había parado e interrumpido hacía ya mucho tiempo. Noté que la señorita Havisham dejó la joya exactamente en el mismo lugar de donde la tomara. Y mientras Estella repartía los naipes, yo miré otra vez a la mesa del tocador, y allí vi el zapato que un día fue blanco y ahora estaba amarillento, pero sin la menor señal de haber sido usado. Miré al pie cuyo zapato faltaba y observé que la media de seda, que también fue blanca y que ahora era de color de hueso, quedó destrozada a fuerza de andar; y aun sin aquella interrupción de todo y sin la inmóvil presencia de los pálidos objetos ya marchitos, el traje nupcial sobre el cuerpo inmóvil no podría haberse parecido más a una vestidura propia de la tumba, ni el largo velo más semejante a un sudario.
Así estaba ella inmóvil como un cadáver, mientras la joven y yo jugábamos a los naipes. Todos los adornos de su traje nupcial parecían de papel de estraza. Nadie sabía entonces de los descubrimientos que, de vez en cuando, se hacen de cadáveres enterrados en antiguos tiempos y que se convierten en polvo en el momento de aparecerse a la vista de los mortales; pero desde entonces he pensado con frecuencia que tal vez la admisión en la estancia de la luz del día habría convertido en polvo a aquella mujer.
—Este muchacho llama mozos a las sotas —dijo Estella con desdén antes de terminar el primer juego—. Y ¡qué manos tan ordinarias tiene! ¡Qué botas!
Hasta aquel momento jamás se me ocurrió avergonzarme de mis manos, pero entonces empecé a considerarlas de un modo muy desfavorable. El desprecio que ella me manifestaba era tan fuerte que no pude menos de notarlo. Ganó el primer juego, y yo di. Naturalmente, lo hice mal, sabiendo, como sabía, que esperaba cualquier torpeza por mi parte. Y, en efecto, inmediatamente me calificó de estúpido, de torpe y de destripaterrones.
—Tú no dices nada de ella —observó dirigiéndose a mí la señorita Havisham mientras miraba nuestro juego—. Ella te ha dicho muchas cosas desagradables, y, sin embargo, no le contestas. ¿Qué piensas de ella?
—No quiero decirlo —tartamudeé.
—Pues ven a decírmelo al oído —ordenó la señorita Havisham inclinando la cabeza.
—Me parece que es muy orgullosa —dije en un murmullo. —¿Y nada más?
—También me parece muy bonita.
—¿Nada más?
—La creo muy insultante —añadí mientras la joven me miraba con la mayor aversión.
—¿Y nada más?
—Creo que debería irme a casa.
—¿Y no verla más, aun siendo tan bonita?
—No estoy seguro de que no desee verla de nuevo, pero sí me gustaría irme a casa ahora.
—Pronto irás —dijo en voz alta la señorita Havisham—. Acaba este juego.
Si se exceptúa una leve sonrisa que observé en el rostro de la señorita Havisham, habría podido creer que no sabía sonreír. Asumió una expresión vigilante y pensativa, como si todas las cosas que la rodeaban se hubieran quedado muertas y ya nada pudiera reanimarlas. Se hundió su pecho y se quedó encorvada; también su voz se había debilitado, de manera que cuando hablaba, su tono parecía mortalmente apacible. Y en conjunto tenía el aspecto de haberse desplomado en cuerpo y alma después de recibir un tremendo golpe.
Terminé aquel juego con Estella, que también me ganó. Luego arrojó los naipes sobre la mesa, como si se despreciara a sí