Grandes Esperanzas. Charles Dickens
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Mi joven guía cerró la puerta y luego atravesamos el patio, limpio y cubierto de losas, por todas las uniones de las cuales crecía la hierba. El edificio de la fábrica de cerveza comunicaba con la casa contigua por medio de un pasadizo, y las puertas de madera de éste permanecían abiertas, así como también la fábrica, que estaba más allá y rodeada por una alta cerca; pero todo se veía desocupado y con el aspecto de no haber sido utilizado durante mucho tiempo. El viento parecía soplar con mayor frialdad allí que en la calle, y producía un sonido agudo al entrar y salir por la fábrica de cerveza, semejante al silbido que en alta mar se oye cuando el viento choca contra el cordaje de un buque. La joven me vio mirándolo todo, y dijo:
—Sin inconveniente alguno podrías beberte ahora toda la cerveza que ahí se hace, muchacho. ¿No te parece?
—Creo que, en efecto, podría bebérmela, señorita —repliqué con timidez.
—Es mejor no intentar siquiera hacer cerveza ahí, porque se pondría enseguida agria, ¿no es cierto?
—Así lo creo, señorita.
—No te lo digo porque nadie lo haya intentado—añadió—, pues la fabricación ha terminado ya por completo y hasta que se caiga de vieja continuará como está. Sin embargo, en la bodega hay bastante cerveza fuerte para anegar esta casa solariega.
—¿Así se llama la casa, señorita?
—Es uno de sus nombres.
—¿De modo que tiene más de uno?
—Otro tan sólo. Su otro nombre fue “Satis”, lo cual es griego, latín, hebreo, o los tres idiomas juntos, porque los tres son igual para mí, y significa “bastante”.
—¡“Bastante casa” casa! —exclamé yo—. Es un nombre curioso, señorita.
—Sí —replicó—, pero significa más de lo que dice. Cuando se lo dieron, querían dar a entender que quien poseyera esta casa no necesitaba ya nada más. Estoy persuadida de que en aquellos tiempos sus propietarios debían de contentarse fácilmente. Pero no te entretengas, muchacho.
Aunque me llamaba muchacho con tanta frecuencia y con tono que estaba muy lejos de resultar lisonjero, ella era casi de mi misma edad, si bien parecía tener más años a causa del sexo a que pertenecía, de que era hermosa y de que se movía y hablaba con mucho aplomo. Por eso me demostraba tanto desdén como si tuviera ya veintiún años y fuera una reina.
Entramos a la casa por una puerta lateral, porque la principal estaba defendida exteriormente por dos enormes cadenas, y lo primero que advertí fue que todos los corredores estaban a oscuras y que mi guía dejó allí una vela encendida. La tomó cuando pasamos junto a ella, nos internamos por otros corredores y subimos luego una escalera. Todo seguía siendo oscuro, de manera que tan sólo nos alumbraba la luz de la bujía.
Por fin llegamos ante la puerta de una estancia, y la joven me ordenó: —Entra.
Yo, movido más bien por la timidez que por la cortesía, le contesté: —Después de usted, señorita.
—No seas ridículo, muchacho —me replicó—. Yo no voy a entrar.
Y, desdeñosamente, se alejó y, lo que era peor, se llevó la vela consigo.
Eso era muy desagradable, y yo estaba algo asustado. Pero como no tenía más recurso que llamar a la puerta, lo hice, y entonces oí una voz que me ordenaba entrar. Por consiguiente, obedecí; me encontré en una habitación bastante grande y muy bien alumbrada con velas de cera. Allí no llegaba el menor rayo de luz diurna. A juzgar por el mobiliario, podía creerse que era un tocador, aunque había muebles y utensilios de formas y usos completamente desconocidos para mí. Pero lo más importante de todo era una mesa cubierta con un paño y coronada por un espejo de marco dorado, con lo cual reconocí que era una mesa propia de un tocador y de una dama refinada.
Ignoro si habría comprendido tan pronto el objeto de este mueble de no haber visto, al mismo tiempo, a una elegante dama sentada a poca distancia. En un sillón de brazos y con el codo apoyado en la mesa y la cabeza en la mano correspondiente vi a la dama más extraña que jamás he visto o veré.
Vestía un traje muy rico de satín, de encaje y de seda, todo blanco. Sus zapatos eran del mismo color. De su cabeza colgaba un largo velo, asimismo blanco, y su cabello estaba adornado por flores propias de desposada, aunque aquél ya era blanco. En su cuello y en sus manos brillaban algunas joyas, y en la mesa se veían otras que centelleaban. Por doquier, y medio doblados, había otros trajes, aunque menos espléndidos que el que llevaba aquella extraña mujer. En apariencia no había terminado de vestirse, porque tan sólo llevaba un zapato y el otro estaba sobre la mesa inmediata a ella. En cuanto al velo, estaba arreglado a medias, no se había puesto el reloj y la cadena, y sobre la mesa coronada por el espejo se veían algunos encajes, su pañuelo, sus guantes, algunas flores y un libro de oraciones; todo formando un montón.
Desde luego, no lo vi todo en los primeros momentos, aunque sí pude notar mucho más de lo que se creería, y advertí también que todo lo que tenía delante, y que debía de haber sido blanco, lo fue, tal vez, mucho tiempo atrás, porque había perdido su brillo, tomando tonos amarillentos. Además, noté que la novia, vestida con traje de desposada, había perdido el color, como el traje y las flores, y que en ella no brillaba nada más que sus hundidos ojos. Al mismo tiempo observé que aquel traje cubrió un día la redondeada figura de una mujer joven, pero que ahora se hallaba sobre un cuerpo reducido a la piel y a los huesos. Una vez me llevaron a ver unas horrorosas figuras de cera en la feria, que representaban no sé a quién, aunque, desde luego, a un personaje, que yacía muerto y vestido con traje de ceremonia. Otra vez, también visité una de las iglesias situadas en nuestros marjales, y allí vi a un esqueleto reducido a cenizas, cubierto por un rico traje y al que desenterraron de una bóveda que había en el pavimento de la iglesia. Pero en aquel momento la figura de cera y el esqueleto parecían haber adquirido unos ojos oscuros que se movían y que me miraban. Y tanto fue mi susto que, de haber sido posible, me hubiera echado a llorar.
—¿Quién es? —preguntó la dama que estaba junto a la mesa.
—Pip, señora.
—¿Pip?
—Sí, señora. Un muchacho que ha traído el señor Pumblechook. He venido... a jugar.
—Acércate. Deja que te vea. Ven a mi lado.
Cuando estuve ante ella, evitando su mirada, pude tomar nota detallada de los objetos que la rodeaban. Entonces vi que su reloj estaba parado a las nueve menos veinte y que el que estaba colgado en la pared interrumpió también su movimiento a la misma hora.
—Mírame —dijo la señorita Havisham—. Supongo que no tendrás miedo de una mujer que no ha visto el sol desde que naciste.
Lamento consignar que no temí decir la enorme mentira comprendida en la respuesta:
—No.
—¿Sabes lo que toco ahora? —dijo poniendo las dos manos, una sobre otra, encima del lado izquierdo de su pecho.
—Sí, señora —contesté recordando al joven que quería arrancarme el corazón y el