Grandes Esperanzas. Charles Dickens

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Grandes Esperanzas - Charles Dickens Clásicos

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empecé a recordarle que estábamos en miércoles, pero me interrumpió con el mismo movimiento de impaciencia de los dedos de su mano derecha.

      —¡Calla, calla! Nada sé ni quiero saber de los días de la semana, ni de las semanas del año. Vuelve dentro de seis días. ¿Entiendes?

      —Sí, señora.

      —Estella, acompáñalo abajo. Dale algo de comer y déjalo que vaya de una parte a otra mientras come. Vete, Pip.

      Seguí la luz al bajar la escalera, del mismo modo como la siguiera al subir, y ella fue a situarse en el mismo lugar en que encontramos la vela. Hasta que abrió la entrada lateral pude imaginarme, aunque sin pensar en ello, que necesariamente sería de noche, y así el torrente de luz diurna me dejó deslumbrado y me dio la impresión de haber permanecido muchas horas a la luz de la bujía.

      —Espérate aquí, muchacho —dijo Estella, alejándose y cerrando la puerta.

      Aproveché la oportunidad de estar solo en el patio para mirar mis bastas manos y mi grosero calzado. La opinión que me produjeron tales accesorios no fue nada favorable. Nunca me habían preocupado, pero ahora sí me molestaban como cosas ordinarias y vulgares. Decidí preguntar a Joe por qué me enseñó a llamar “mozos” a aquellos naipes cuyo verdadero nombre era el de “sotas”. Y deseé que Joe hubiera recibido mejor educación, porque así habría podido transmitírmela.

      Ella volvió trayendo cierta cantidad de pan y carne y un jarrito de cerveza. Dejó este último sobre las piedras del patio y me dio el pan y la carne sin mirarme, con la misma insolencia como si fuera un perro que ha perdido el favor de su amo. Estaba tan humillado, ofendido e irritado, y mi amor propio se sentía tan herido, que no puedo encontrar el nombre apropiado para mis sentimientos, que Dios sabe cuáles eran, pero las lágrimas empezaron a humedecer mis ojos. Y en el momento en que asomaron a ellos, la muchacha me miró muy satisfecha de haber sido la causa de mi dolor. Esto fue bastante para darme la fuerza de contenerlas y de mirarla. Ella movió la cabeza desdeñosamente, pero, según me pareció, convencida de haberme humillado, y me dejó solo.

      Cuando se marchó, busqué un lugar donde esconder el rostro, y así llegué tras una de las puertas del patio de la fábrica de cerveza y, apoyando la manga en la pared, incliné la cabeza sobre el brazo y me eché a llorar. Y no solamente lloré, sino que también empecé a dar patadas en la pared y me retorcí el cabello, tan amargos eran mis sentimientos y tan agudo el dolor sin nombre que me impulsaba a hacer aquello.

      La educación que me dio mi hermana me había hecho muy sensible. En el pequeño mundo en que los niños tienen su vida, sea quien quiera la persona que los cría, no hay nada que se perciba con tanta delicadeza y que se sienta tanto como una injusticia. Tal vez ésta sea pequeña, pero también el niño lo es, así como su mundo, y el caballo de cartón que posee le parece tan alto como a un hombre un caballo de caza irlandés. En cuanto a mí, desde los primeros días de mi infancia, siempre tuve que luchar contra la injusticia. Desde que fui capaz de hablar me di cuenta de que mi hermana, con su conducta caprichosa y violenta, era injusta conmigo. Estaba profundamente convencido de que el hecho de haberme criado “a mano” no le daba derecho a tratarme mal. Y a través de todos mis castigos, de mis vergüenzas, de mis ayunos y de mis vigilias, así como otros castigos, estuve persuadido de ello. Y por no haber tenido a nadie con quién desahogar mis penas y por haberme visto obligado a vivir solo y sin protección de nadie, era moralmente tímido y muy sensible.

      El lugar en que me hallaba era muy desierto, bajo el palomar que había en el patio de la fábrica de cerveza, y el cual debió de ser herido por algún fuerte viento que sin duda daría a las palomas sensación de estar en el mar, en caso de que en aquel momento las hubiera habido. Pero allí no había palomas, ni caballos en la cuadra, ni cerdos en la pocilga ni malta en el almacén, así como tampoco olor de granos, o de cerveza en la caldera o en los tanques. Todos los usos y olores de la fábrica de cerveza se habrían evaporado con su última voluta de humo. En un patio contiguo había numerosos barriles vacíos que parecían tener el agrio recuerdo de mejores días pasados, pero era demasiado agrio para que se le pudiera aceptar como muestra de la cerveza que ya no existía.

      Tras el extremo más lejano de la fábrica de cerveza había un lozano jardín con una cerca muy vieja, no tan alta que yo no pudiera asomarme a ella para mirar al otro lado. Me asomé y vi que el lozano jardín pertenecía a la casa y que en él abundaban los hierbajos, por entre los cuales aparecía un sendero, como si alguien tuviera costumbre de pasear por allí. También vi que Estella se alejaba de mí en aquel momento, pero la joven parecía estar en todas partes, porque cuando me dejé vencer por la tentación ofrecida por los barriles y empecé a andar por encima de ellos, también la vi haciendo lo mismo en el extremo opuesto del patio lleno de cascotes. En aquel momento me volvía la espalda y sostenía su bonito cabello castaño extendido, con las dos manos, sin mirar alrededor; de este modo, desapareció de mi vista. Así, pues, en la misma fábrica de cerveza —con lo cual quiero indicar el edificio grande, alto y enlosado, en el que, en otro tiempo, hicieron la cerveza y donde había aún los utensilios apropiados para el caso—, cuando yo entré por primera vez, algo deprimido por su tétrico aspecto y me quedé cerca de la puerta, mirando alrededor de mí, la vi pasar por entre los hornos apagados, subir por una ligera escalera de hierro y salir a una alta galería exterior, cual si se dirigiera hacia el cielo.

      En aquel lugar y en aquel momento fue cuando a mi fantasía le pareció que ocurría algo muy raro. Entonces me pareció muy extraño, y tiempo después me pareció aún más extraordinario. Volví mis ojos, algo empañados después de mirar a la helada luz del día, hacia una enorme viga de madera que había en un rincón del edificio inmediato a mi mano derecha, y allí vi una figura colgada por el cuello. Estaba vestida de blanco amarillento y en sus pies sólo llevaba un zapato. Estaba así colgada de modo que yo podía ver que los marchitos adornos del traje parecían de papel de estraza, y pude contemplar el rostro de la señorita Havisham, que en aquel momento se movía como si tratara de llamarme. Aterrado al ver aquella figura y más todavía por el hecho de constarme que un momento antes no estaba allí, eché a correr alejándome de ella, aunque luego cambié de dirección y me dirigí hacia la aparecida, aumentando mi terror al observar que allí no había nada ni nadie.

      Necesario fue, para reponerme, contemplar la brillante luz del alegre cielo, la gente que pasaba por detrás de la reja de la puerta del patio y la influencia vivificadora del pan, de la carne y de la cerveza. Pero ni aun con estos auxiliares habría podido recobrarme de mi susto tan pronto como lo hice si no hubiera visto que Estella se aproximaba a mí, con las llaves, para dejarme salir. Habría tenido muy buena razón, según me dije, para mirarme si me viera asustado, y, por consiguiente, no quise darle tal satisfacción.

      Al pasar por mi lado me dirigió una mirada triunfal, como si se alegrara de que mis manos fueran tan bastas y mi calzado tan ordinario. Abrió la puerta y se quedó junto a ella para darme paso. Yo salí sin mirarla, pero ella me tocó bruscamente.

      —¿Por qué no lloras?

      —Porque no tengo necesidad.

      —Sí tienes —replicó—. Has llorado tanto que apenas ves claro, y ahora mismo estás a punto de llorar otra vez.

      Se echó a reír con burla, me dio un empujón para hacerme salir y cerró la puerta a mi espalda. Yo me marché directamente a casa del señor Pumblechook, y me satisfizo mucho no encontrarlo en casa. Por consiguiente, después de decirle al empleado el día en que tenía que volver a casa de la señorita Havisham, emprendí el camino para recorrer las cuatro millas que me separaban de nuestra fragua. Mientras andaba iba reflexionando en todo lo que había visto, rebelándome con toda mi alma por el hecho

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