Grandes Esperanzas. Charles Dickens

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Grandes Esperanzas - Charles Dickens Clásicos

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y volvió la cabeza como si quisiera saludarme. Yo le correspondí del mismo modo, y él repitió el movimiento, haciendo sitio a su lado para que pudiera sentarme. Pero como siempre que iba allí tenía la costumbre de sentarme al lado de Joe, le dije:

      —No, señor; muchas gracias.

      Y fui a colocarme en el lugar que me ofrecía Joe en el lado opuesto. El desconocido, después de mirar a Joe y viendo que no nos prestaba atención, volvió a mover la cabeza, mirándome al mismo tiempo, y luego se frotó la pierna de un modo muy raro, según a mí me pareció.

      —Decía usted —observó el desconocido volviéndose a Joe— que se dedica a la profesión de herrero.

      —Eso mismo dije —replicó Joe.

      —¿Qué quiere usted beber, señor...? Ignoro cómo se llama usted. Joe le dijo su nombre, y el desconocido lo llamó por él.

      —¿Qué quiere usted beber, señor Gargery? Yo pago. Así brindaremos.

      —Pues mire usted —contestó Joe—. Si he de decirle la verdad, no tengo costumbre de beber a costa de nadie.

      —Pase porque tenga usted esa costumbre —contestó el desconocido—, pero por una vez puede prescindir de ella. Dígame si quiere beber, señor Gargery.

      —En fin, no quiero desairarlo —dijo Joe—. Ron.

      —Ron —repitió el extranjero—. ¿Y estos caballeros?

      —Ron también —dijo el señor Wopsle.

      —¡Tres copas de ron! —gritó el desconocido llamando al tabernero—. ¡Enseguida! —Este caballero —observó Joe presentando al señor Wopsle— es hombre a

      quien le gustaría a usted oír. Es nuestro sacristán.

      —¡Ah! —dijo el desconocido rápidamente y mirándome al mismo tiempo—. De la iglesia solitaria situada en el marjal y rodeada de tumbas, ¿no es verdad?

      —Así es —contestó Joe.

      El desconocido dio un sordo gruñido, como si lo dirigiera a su pipa, y extendió las piernas en el banco que tenía para él solo. Llevaba un sombrero de anchas alas y debajo un pañuelo que le rodeaba la cabeza, de manera que no se le veía el cabello. Mientras miraba al fuego me pareció descubrir en él una expresión astuta y en su rostro se dibujó una sonrisa.

      —No conozco esta región, caballeros, pero me parece que hacia el río debe de ser muy solitaria.

      —Como suelen ser siempre los marjales —dijo Joe.

      —Sin duda, sin duda. ¿Y ven ustedes por allí con frecuencia gitanos, vagabundos o mendigos?

      —No —contestó Joe—. Tan sólo, de vez en cuando un penado fugitivo. Y no crea usted que se les atrapa con facilidad. ¿No es verdad, señor Wopsle?

      Éste, con majestuoso recuerdo de antiguas incomodidades, dio su asentimiento, pero sin el menor entusiasmo.

      —Parece como si los hubieran ustedes perseguido alguna vez —supuso el extranjero.

      —Tan sólo en una ocasión —contestó Joe—. No porque a nosotros nos importara atraparlos. Fuimos como curiosos. Fui yo y me acompañaron el señor Wopsle y Pip. ¿No es verdad, Pip?

      —Sí, Joe.

      El desconocido volvió a mirarme, cerrando aún más su ojo, como si me apuntara con un fusil invisible, y dijo:

      —¿Y cómo llama usted a este muchacho? —Pip —contestó Joe.

      —¿Lo bautizaron con ese nombre?

      —No, de ningún modo.

      —¿Es un apodo?

      —No —dijo Joe—. Es un nombre familiar que se le dio cuando era muy niño, y seguimos llamándolo de igual modo.

      —¿Es su hijo?

      —Verá usted —dijo Joe, meditabundo, no porque hubiera necesidad de meditar tal respuesta, sino porque era costumbre en la taberna que se fingiera reflexionar profundamente todo cuanto se discutía—. No, no es mi hijo. No lo es.

      —¿Sobrino? —preguntó el desconocido.

      —Tampoco —dijo Joe reflexionando, en apariencia, con la misma intensidad—. Como no quiero engañarlo, le diré que tampoco es mi sobrino.

      —Entonces, ¿qué es? —preguntó el desconocido, con interés que a mí me pareció innecesario.

      En aquel momento intervino el señor Wopsle como perito acerca de las relaciones familiares, ya que tenía motivos profesionales para saber exactamente qué grados de parentesco femenino impedían contraer matrimonio. Así, expuso el que había entre Joe y yo. Y como había tendido la mano para hablar, el señor Wopsle aprovechó la ocasión para recitar un pasaje terrible de Ricardo III y quedó satisfecho de sí mismo al añadir:

      —Según dice el poeta.

      Debo observar aquí que cuando el señor Wopsle se refería a mí, consideraba necesario meserme el cabello y metérmelo en los ojos. No puedo comprender por qué las personas de su posición social que visitaban nuestra casa habían de someterme al mismo proceso irritante, en circunstancias semejantes a las que acabo de describir. Sin embargo, no quiero decir con eso que en mi primera juventud fuera siempre, en el círculo familiar y social de mi casa, objeto de tales observaciones, pero sí afirmo que toda persona de alguna respetabilidad que allí llegaba tomaba tal camino oftálmico con objeto de demostrarme su protección.

      Mientras tanto, el desconocido no miraba a nadie más que a mí, y lo hacía como si estuviera resuelto a dispararme un tiro y derribarme. Pero después de preguntar por el parentesco que nos unía a mí y a Joe no dijo nada más hasta que trajeron las copas de ron y de agua. Entonces disparó, y su disparo fue, ciertamente, extraordinario.

      No hizo ninguna observación verbal, sino que procedió en silencio, aunque dirigiéndose a mí tan sólo. Mezcló el ron y el agua sin dejar de mirarme, y lo probó sin quitarme los ojos de encima. Pero lo notable es que revolvió el agua y el licor y se llevó la mezcla a la boca no con la cucharilla que le ofrecieron, sino con una lima.

      Lo hizo de tal modo que nadie más que yo vio la herramienta, y en cuanto terminó la limpió y se la guardó en el bolsillo del chaleco. Reconocí inmediatamente la lima de Joe, y entonces reconocí también al penado. Me quedé mirándolo, sin saber qué hacer, pero él, entonces, se reclinó en su banco y, sin fijarse en mí para nada, empezó a hablar principalmente de coles.

      Se experimentaba una deliciosa sensación de limpieza y de tranquilidad antes de reanudar la vida corriente en nuestro pueblo y en las tardes del sábado. Esto estimulaba a Joe a permanecer fuera de casa los sábados hasta media hora más que de costumbre. Y pasados que fueron la media hora y el agua con ron, Joe se levantó para marcharse y me tomó la mano.

      —Espere usted un momento, señor Gargery —dijo el desconocido—. Me parece tener en mi bolsillo un chelín

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