Grandes Esperanzas. Charles Dickens

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Grandes Esperanzas - Charles Dickens Clásicos

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baja de lo que había supuesto.

      Capítulo IX

      Cuando llegué a mi casa, encontré a mi hermana llena de curiosidad, deseando conocer detalles acerca de la casa de la señorita Havisham, y me dirigió numerosas preguntas.

      Pronto recibí fuertes golpes en la nuca y sobre los hombros, y mi rostro fue a chocar ignominiosamente contra la pared de la cocina, a causa de que mis respuestas no fueron suficientemente detalladas.

      Si el miedo de no ser comprendido está oculto en el pecho de otros muchachos en el mismo grado que en mí —algo probable, pues no tengo razón ninguna para considerarme un fenómeno—, eso explicaría muchas extrañas reservas. Yo estaba convencido de que si describía a la señorita Havisham según la habían visto mis ojos, no sería comprendido en manera alguna; y aunque ella era, para mí, completamente incomprensible, sentía la impresión de que cometería algo así como una traición si ante los ojos de la señora Joe ponía de manifiesto cómo era en realidad (y esto sin hablar para nada de la señorita Estella). Por consiguiente, dije tan poco como me fue posible, y eso me valió un nuevo empujón contra la pared de la cocina.

      Lo peor de todo era que el bravucón del tío Pumblechook, presa de devoradora curiosidad, a fin de informarse de cuanto yo había visto y oído, llegó en su carruaje a la hora de tomar el té, para que le diera toda clase de detalles. Y tan sólo el temor del tormento que me auguraba aquel hombre con sus ojos de pescado, con su boca abierta, con su cabello de color arena y su cerebro lleno de preguntas aritméticas me hizo decidir a mostrarme más reticente que nunca.

      —Bien, muchacho —empezó diciendo el tío Pumblechook en cuanto se sentó junto al fuego y en el sillón de honor—. ¿Cómo te ha ido por la ciudad?

      —Muy bien, señor —contesté, observando que mi hermana se apresuraba a mostrarme el puño cerrado.

      —¿Muy bien? —repitió el señor Pumblechook—. Muy bien no es respuesta alguna. Explícanos qué quieres decir con este “muy bien”.

      Cuando la frente está manchada de cal, tal vez conduce al cerebro a un estado de obstinación. Pero, sea lo que fuere, y con la frente manchada de cal a causa de los golpes sufridos contra la pared de la cocina, el hecho es que mi obstinación tenía la dureza del diamante. Reflexioné unos momentos y, como si hubiera encontrado una idea nueva, exclamé:

      —Quiero decir que muy bien.

      Mi hermana, profiriendo una exclamación de impaciencia, se disponía a arrojarse sobre mí, y yo no tenía ninguna defensa, porque Joe estaba ocupado en la fragua, cuando el señor Pumblechook se interpuso, diciendo:

      —No, no te alteres. Deja a este muchacho a mi cuidado, déjamelo.

      Entonces, el señor Pumblechook me hizo dar media vuelta para situarme frente a frente, como si se dispusiera a cortarme el cabello, y dijo:

      —Ante todo, y para poner en orden las ideas, dime cuántas libras, chelines y peniques son cuarenta y tres peniques.

      Yo calculé las consecuencias de contestar “cuatrocientas libras”, pero, comprendiendo que me serían desfavorables, repliqué lo mejor posible y con un error de unos ocho peniques. Entonces el señor Pumblechook me advirtió que doce peniques hacían un chelín y que cuarenta peniques eran tres chelines y cuatro peniques. Luego añadió:

      —Ahora contéstame a cuánto equivalen cuarenta y tres peniques.

      Después de un instante de reflexión, le dije:

      —No lo sé.

      Yo estaba tan irritado que, en realidad, ignoro si lo sabía o no.

      El señor Pumblechook movió la cabeza, muy enojado también, y luego me preguntó:

      —¿No te parece que cuarenta y tres peniques equivalen a siete chelines, seis peniques y tres cuartos de penique? —Sí —le contesté.

      Y a pesar de que mi hermana me dio instantáneamente un par de tirones en las orejas, me satisfizo mucho observar que mi respuesta anuló la broma del señor Pumblechook y que lo dejó desconcertado.

      —Bueno, muchacho —dijo en cuanto se repuso—. Ahora dinos cómo es la señorita Havisham.

      Y al mismo tiempo cruzó los brazos sobre el pecho.

      —Muy alta y morena —contesté.

      —¿Es así, tío? —preguntó mi hermana.

      El señor Pumblechook afirmó con un movimiento de cabeza, y de ello inferí que jamás había visto a la señorita Havisham, puesto que no se parecía en nada a mi descripción.

      —Muy bien —dijo el señor Pumblechook, engreído—. Ahora va a decírnoslo todo. Ya es nuestro.

      —Estoy segura, tío —replicó la señora Joe—, de que me gustaría que estuviera usted siempre aquí para dominarlo, porque conoce muy bien el modo de tratarlo.

      —Y dime, muchacho: ¿qué estaba haciendo cuando llegaste a su casa? —preguntó el señor Pumblechook.

      —Estaba sentada —contesté— en un coche tapizado de terciopelo negro.

      El señor Pumblechook y la señora Joe se miraron uno a otro, muy asombrados, y repitieron:

      —¿En un coche tapizado de terciopelo negro?

      —Sí —dije—. Y la señorita Estella, es decir, su sobrina, según creo, le sirvió un pastel y una botella de vino en una bandeja de oro que hizo pasar por la ventanilla del coche. Yo me encaramé en la trasera para comer mi parte, porque me ordenaron que así lo hiciera.

      —¿Había alguien más allí? —preguntó el señor Pumblechook.

      —Cuatro perros —contesté.

      —¿Pequeños o grandes?

      —Inmensos —dije—. Y se peleaban uno contra otro por unas costillas de ternera que les habían servido en una bandeja de plata.

      El señor Pumblechook y la señora Joe se miraron otra vez, con el mayor asombro. Yo estaba verdaderamente furioso, como un testigo testarudo sometido a la tortura, y en aquellos momentos habría sido capaz de referirles cualquier cosa.

      —¿Y dónde estaba ese coche? —preguntó mi hermana—. En la habitación de la señorita Havisham.

      Ellos se miraron otra vez.

      —Pero ese coche carecía de caballos —añadí en el momento en que me disponía ya a hablar de cuatro corceles ricamente engualdrapados, pues me había parecido poco dotarlos de arneses.

      —¿Es posible eso, tío? —preguntó la señora Joe—. ¿Qué querrá decir este muchacho?

      —Mi opinión —contestó el señor Pumblechook— es que se trata de un coche sedán. Ya sabe usted que ella es muy caprichosa, mucho..., lo bastante caprichosa como para pasarse los días metida en el carruaje.

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