Grandes Esperanzas. Charles Dickens

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Grandes Esperanzas - Charles Dickens Clásicos

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que duerma en su casa y llevarlo mañana por la mañana a casa de la señorita Havisham, dejándolo en sus manos. Pero ¿qué hago? —exclamó mi hermana quitándose el gorro con repentina desesperación—. Aquí estoy hablando sin parar, mientras el tío Pumblechook se espera y la yegua se enfría en la puerta, sin pensar que ese muchacho está lleno de suciedad, de pies a cabeza.

      Dichas estas palabras, se arrojó sobre mí como un águila sobre un cabrito, y a partir de aquel momento mi rostro fue sumergido varias veces en agua, enjabonado, sobado, secado con toallas, aporreado, atormentado y rascado hasta que casi perdí el sentido. Y aquí viene bien observar que tal vez soy la persona que conoce mejor, en el mundo entero, el efecto desagradable de una sortija de boda cuando roza brutalmente contra un cuerpo humano.

      Cuando terminaron mis abluciones me vi obligado a ponerme ropa blanca, muy almidonada, dentro de la cual quedé como un penitente en saco, y luego mi traje de ceremonia, tieso y horrible. Entonces fui entregado al señor Pumblechook, quien me recibió formalmente, como si fuera un sheriff, y que se apresuró a colocarme el discurso que hacía rato deseaba pronunciar.

      —Muchacho, has de sentir eterna gratitud hacia todos tus amigos, pero muy especialmente hacia los que te han criado “a mano”.

      —¡Adiós, Joe!

      —¡Dios te bendiga, Pip!

      Hasta entonces nunca me había separado de él, y, a causa de mis sentimientos y también del jabón que todavía llenaba mis ojos, en los primeros momentos de estar en el coche no pude ver siquiera el resplandor de las estrellas. Éstas parpadeaban una a una, sin derramar ninguna luz sobre las preguntas que yo me dirigía tratando de averiguar por qué tendría que jugar en casa de la señorita Havisham y a qué juegos tendría que dedicarme en aquella casa.

      Capítulo VIII

      La vivienda del señor Pumblechook, en la calle Alta de la ciudad, tenía carácter farináceo e impregnado de pimienta, según debían ser las habitaciones de un tratante en granos y especias. Me pareció que sería hombre muy feliz, puesto que en su tienda tenía numerosos cajoncitos, y me pregunté si cuando él contemplaba las filas de paquetes de papel moreno, donde se guardaban las semillas y los bulbos, éstos, aprovechando un buen día de sol, saldrían de sus cárceles y empezarían a florecer.

      Eso pensé muy temprano a la mañana siguiente de mi llegada. En la noche anterior, en cuanto llegué, me mandó directamente a acostarme en una buhardilla bajo el tejado, que tenía tan poca altura en el lugar en que estaba situada la cama que sin dificultad alguna pude contar las tejas, que se hallaban a un pie de distancia de mis ojos. Aquella misma mañana, muy temprano, descubrí una singular afinidad entre las semillas y los pantalones de pana. El señor Pumblechook los llevaba, y lo mismo le ocurría al empleado de la tienda; además, en aquel lugar se advertía cierto aroma y una atmósfera especial que concordaba perfectamente con la pana, así como en la naturaleza de las semillas se advertía cierta afinidad con aquel tejido, aunque yo no podía descubrir la razón de que se complementaran ambas cosas. La misma oportunidad me sirvió para observar qua el señor Pumblechook dirigía, en apariencia, su negocio mirando a través de la calle al guarnicionero, el cual realizaba sus operaciones comerciales con los ojos fijos en el taller de coches, cuyo dueño se ganaba la vida, al parecer, con las manos metidas en los bolsillos y contemplando al panadero, quien, a su vez, se cruzaba de brazos sin dejar de mirar al abacero, el cual permanecía en la puerta y bostezaba sin apartar la mirada del farmacéutico. El relojero estaba siempre inclinado sobre su mesa, con una lupa en el ojo y sin cesar vigilado por un grupo de gente de blusa que lo miraba a través del cristal de la tienda. Éste parecía que era la única persona en la calle Alta cuyo trabajo absorbiera toda su atención.

      El señor Pumblechook y yo desayunamos a las ocho de la mañana en la trastienda, en tanto que su empleado tomaba su taza de té y un poco de pan con manteca sentado, junto a la puerta de la calle, sobre un saco de guisantes. La compañía del señor Pumblechook me pareció muy desagradable. Aparte de estar penetrado de la convicción de mi hermana de que me convenía una dieta mortificante y penitente y de que me dio tanto pan como era posible, debido a la poca manteca qua extendió en él, y de que me echó tal cantidad de agua caliente en la leche que mejor habría sido prescindir por completo de ésta, además de todo eso, la conversación del viejo no se refería más que a la aritmética. Como respuesta a mi cortés salutación de la mañana, me dijo, dándose tono:

      —¿Siete por nueve, muchacho?

      No comprendió la imposibilidad de que yo contestara, apurado como estaba, en un lugar desconocido y con el estómago vacío. Sentía mucha hambre, pero antes de que pudiera tragar mi primer bocado me sometió a una suma precipitada que duró tanto como el desayuno.

      —¿Siete y cuatro? ¿Y ocho? ¿Y seis? ¿Y dos? ¿Y diez?

      Y así sucesivamente, y a cada una de mis respuestas, cuando me disponía a dar un mordisco o a beber un poco de té, llegaba la siguiente pregunta, en tanto que él estaba muy a sus anchas sin tener que contestar a ningún problema aritmético, comiendo tocino frito y panecillo caliente con la mayor glotonería.

      Por tales razones sentí contento en cuanto dieron las diez y salimos en dirección a la casa de la señorita Havisham, aunque no estaba del todo tranquilo respecto al cometido que me esperaba bajo el techo de aquella desconocida. Un cuarto de hora después llegamos a casa de la señorita Havisham, toda de ladrillos, muy vieja, de triste aspecto y provista de muchas barras de hierro. Varias ventanas habían sido tapiadas, y las que quedaban estaban cubiertas con rejas oxidadas. En la parte delantera había un patio, también defendido por una enorme puerta, de manera qua después de tirar de la cadena de la campana tuvimos que esperar un rato hasta que alguien llegara a abrir la puerta. Mientras aguardábamos ante ésta, yo traté de mirar por la cerradura, y aun entonces el señor Pumblechook me preguntó:

      —¿Y catorce?

      Pero fingí no haberlo oído. Vi que al lado de la casa había una gran fábrica de cerveza, completamente abandonada, al parecer desde hacía mucho tiempo.

      Se abrió una ventana y una voz clara preguntó: —¿Quién llama?

      A lo cual mi guía contestó:

      —Pumblechook.

      —Muy bien —contestó la voz; y se cerró de nuevo la ventana.

      Pocos momentos después, una señorita joven atravesó el patio empuñando una llave.

      —Éste es Pip—dijo el señor Pumblechook.

      —¿Éste es Pip? —repitió la señorita, qua era muy linda y parecía muy orgullosa—. Entra, Pip.

      El señor Pumblechook también se disponía a entrar, pero ella lo detuvo en la puerta.

      —¡Oh! —dijo—. ¿Desea usted ver a la señorita Havisham?

      —Siempre que la señorita Havisham quiera verme —contestó el señor Pumblechook, perdiendo las esperanzas que hasta entonces tuviera.

      —¡Ah! —dijo la joven—. Pero el caso es que ella no lo desea.

      Pronunció estas palabras con un tono tan decisivo que el señor Pumblechook, aunque sentía su dignidad ofendida, no se atrevió a protestar. Pero me miró con la mayor severidad, como si yo le hubiera hecho algo. Y pocos momentos después se alejó, no sin haberme dicho,

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