Grandes Esperanzas. Charles Dickens
Чтение книги онлайн.
Читать онлайн книгу Grandes Esperanzas - Charles Dickens страница 11
Cuando se oían de nuevo, aquéllos echaban a correr con mayor prisa y nosotros los seguíamos. Poco después estábamos tan cerca que oímos que una voz gritaba: “¡Asesino!”, y otra voz: “¡Penados! ¡Fugitivos! ¡Guardias! ¡Aquí están los fugitivos!”. Luego las dos voces parecían quedar ahogadas por una lucha, y al cabo de un momento volvían a oírse. Entonces, los soldados corrían como gamos, y Joe los seguía.
El sargento iba delante, y cuando nosotros habíamos pasado ya del lugar en que se oyeron los gritos, vimos que aquél y dos de sus hombres corrían aún, apuntando con los fusiles.
—¡Aquí están los dos! —exclamó el sargento luchando en el fondo de una zanja—. ¡Ríndanse! ¡Salgan uno a uno!
Chapoteaban en el agua y en el barro, se oían blasfemias y se daban golpes; entonces, algunos hombres se echaron al fondo de la zanja para ayudar al sargento. Sacaron separadamente a mi penado y al otro. Ambos sangraban y estaban jadeantes, pero sin dejar de luchar. Yo los conocí enseguida.
—Oiga —dijo mi penado limpiándose con la destrozada manga la sangre que tenía en el rostro y sacudiéndose el cabello arrancado que tenía entre los dedos—. Yo lo he capturado. Se lo he entregado a usted. Téngalo en cuenta.
—Eso no vale gran cosa —replicó el sargento—. Y no te favorecerá en nada, porque te hallas en el mismo caso que él. Traigan las esposas.
—No espero que eso me sea favorable. No quiero ya nada más que el gusto que acabo de tener —dijo mi penado profiriendo una codiciosa carcajada—. Yo lo he atrapado y él lo sabe. Esto me basta.
El otro penado estaba lívido y, además de la herida que tenía en el lado izquierdo de su rostro, parecía haber recibido otras muchas lesiones en todo el cuerpo. Respiraba con tanta agitación que ni siquiera podía hablar, y cuando los esposaron se apoyó en un soldado para no caerse.
—Sepan ustedes... que quiso asesinarme. Éstas fueron sus primeras palabras.
—¿Que quise asesinarlo? —exclamó con desdén mi penado—. ¿Quise asesinarlo y no lo maté? No he hecho más que atraparlo y entregarlo. Nada más. No solamente le impedí que huyera de los marjales, sino que también lo traje aquí, a rastras. Este sinvergüenza se las da de caballero. Ahora los Pontones lo tendrán otra vez, gracias a mí. ¿Asesinarlo? No vale la pena, cuando me consta que le hago más daño obligándole a volver a los Pontones.
El otro seguía diciendo con voz entrecortada:
—Quiso... quiso... asesinarme. Sean... sean ustedes... testigos.
—Mire —dijo mi penado al sargento—. Yo solo, sin ayuda de nadie, me escapé del pontón. De igual modo, podía haber huido por este marjal... Mire mi pierna. Ya no verá usted ninguna argolla de hierro. Y me habría marchado de no haber descubierto que también él estaba aquí. ¿Dejarlo libre? ¿Dejarlo que se aprovechara de los medios que me permitieron huir? ¿Permitirle que otra vez me hiciera servir de instrumento? No, de ningún modo. Si me hubiera muerto en el fondo de esta zanja —añadió señalándola enfáticamente con sus esposadas manos—, si me hubiera muerto ahí, a pesar de todo lo habría sujetado, para que ustedes lo encontraran todavía agarrado por mis manos.
Evidentemente, el otro fugitivo sentía el mayor horror por su compañero, pero se limitó a repetir:
—Quiso... asesinarme. Y si no llegan ustedes en el momento crítico, a estas horas estaría muerto.
—¡Mentira! —exclamó mi penado con feroz energía—. Nació embustero y seguirá siéndolo hasta que muera. Mírenle la cara. ¿No ven pintada en ella su embuste? Que me mire cara a cara. ¡A que no es capaz de hacerlo!
El otro, haciendo un esfuerzo y sonriendo burlonamente, lo cual no fue bastante para contener la nerviosa agitación de su boca, miró a los soldados, luego a los marjales y al cielo, pero no dirigió los ojos a su compañero.
—¿No lo ven ustedes? —añadió mi penado—. ¿No ven ustedes cuán villano es? ¿No se han fijado en su mirada rastrera y pungitiva? Así miraba también cuando nos juzgaron a los dos. Jamás tuvo valor para mirarme a la cara.
El otro, moviendo incesantemente sus secos labios y dirigiendo sus intranquilas miradas de un lado a otro, acabó por fijarlas un momento en su compañero, exclamando:
—No vales la pena de que nadie te mire.
Y al mismo tiempo se fijó en las sujetas manos. Entonces mi penado se exasperó tanto que, a no ser porque se interpusieron los soldados, se habría arrojado contra el otro.
—¿No les dije —exclamó éste— que me habría asesinado si le hubiera sido posible? Todos pudieron ver que se estremecía de miedo y que en sus labios aparecían unas curiosas manchas blancas, semejantes a pequeños copos de nieve.
—¡Basta de charla! —ordenó el sargento—. Enciendan esas antorchas.
Cuando uno de los soldados, que llevaba un cesto en vez de un arma de fuego, se arrodilló para abrirlo, mi penado miró alrededor de él por primera vez y me vio. Yo había echado pie a tierra cuando llegamos junto a la zanja, y aún no me había movido de aquel lugar. Lo miré atentamente, al observar que él volvía los ojos hacia mí, y moví un poco las manos, meneando, al mismo tiempo, la cabeza. Había estado esperando que me viera, pues deseaba darle a entender mi inocencia. No sé si comprendió mi intención, porque me dirigió una mirada que no entendí y, además, la escena fue muy rápida. Pero ya me hubiera mirado por espacio de una hora o de un día, en lo futuro no habría podido recordar una expresión más atenta en su rostro que la que entonces advertí en él.
El soldado que llevaba el cesto encendió la lumbre, la hizo prender en tres o cuatro antorchas y, tomando una a su cargo, distribuyó las demás. Poco antes había ya muy poca luz, pero en aquel momento había anochecido por completo y pronto la noche fue muy oscura. Antes de alejarnos de aquel lugar, cuatro soldados dispararon dos veces al aire. Entonces vimos que, a poca distancia detrás de nosotros, se encendían otras antorchas, y otras, también, en los marjales, en la orilla opuesta del río.
—Muy bien —dijo el sargento—. ¡Marchen!
No habíamos andado mucho cuando, ante nosotros, resonaron tres cañonazos con tanta violencia que me produjeron la impresión de que se rompía algo en el interior de mis oídos.
—Ya los esperan a bordo —dijo el sargento a mi penado—. Están enterados de su llegada. No te resistas, amigo. ¡Acércate!
Los dos presos iban separados y cada uno de ellos rodeado por algunos hombres que los custodiaban. Yo, entonces, estaba agarrado de la mano de Joe, quien llevaba una de las antorchas. El señor Wopsle quiso emprender el regreso, pero Joe estaba resuelto a seguir hasta el final, de modo que todos continuamos acompañando a los soldados. El camino era ya bastante bueno, en su mayor parte, a lo largo de la orilla del río, del que se separaba a veces en cuanto había una represa con un molino en miniatura y una compuerta llena de barro. Al mirar alrededor podía ver otras luces que se aproximaban a nosotros. Las antorchas que llevábamos dejaban caer grandes goterones de fuego sobre el camino que seguíamos, y allí se quedaban llameando y humeantes. Aparte de eso, la oscuridad era completa. Nuestras luces, con sus llamas agrisadas, calentaban el aire alrededor de nosotros, y a los dos prisioneros parecía gustarles aquello mientras cojeaban rodeados por los soldados y por sus armas de fuego. No podíamos