Grandes Esperanzas. Charles Dickens

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Grandes Esperanzas - Charles Dickens Clásicos

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le guste.

      —Gracias, muchacho; me gusta.

      Muchas veces había contemplado mientras comía a un gran perro que teníamos, y ahora observaba la mayor semejanza entre el modo de comer del animal y el de aquel hombre. Éste tomaba grandes y repentinos bocados, exactamente del mismo modo que el perro. Se tragaba cada bocado demasiado pronto y demasiado aprisa; y luego miraba de lado, como si temiera que de cualquier dirección pudiera llegar alguien para disputarle lo que estaba comiendo. Estaba demasiado asustado como para saborear tranquilamente el pastel, y creí que si alguien se presentara a disputarle la comida, sería capaz de acometerlo a mordiscos. En todo eso se portaba igual que el perro.

      —Me temo que no quedará nada para él —dije con timidez y después de un silencio durante el cual estuve indeciso acerca de la conveniencia de hacer aquella observación—. No me es posible sacar más del lugar de donde he tomado esto.

      La certeza de este hecho fue la que me dio valor bastante para hacer la indicación.

      —¿Dejarle nada? Y ¿quién es él? —preguntó mi amigo, interrumpiéndose en la masticación del pastel.

      —El joven. Ese de quien me habló usted. El que estaba escondido.

      —¡Ah, ya! —replicó con bronca risa—. ¿Él? Sí, sí. Él no necesita comida.

      —Pues a mí me pareció que le habría gustado mucho comer —dije.

      Mi compañero dejó de hacerlo y me miró con la mayor atención y sorpresa. —¿Que te pareció...? ¿Cuándo?

      —Hace un momento.

      —¿Dónde?

      —Ahí —dije señalando el lugar—. Precisamente ahí lo encontré medio dormido, y me pareció que era usted.

      Me tomó por el cuello de la ropa y me miró de tal manera que llegué a temer que de nuevo se propusiera cortarme la cabeza.

      —Iba vestido como usted, aunque llevaba sombrero —añadí, temblando—. Y... y... —temía no acertar a explicarlo con la suficiente delicadeza—. Y con... con la misma razón para necesitar una lima. ¿No oyó usted los cañonazos ayer por la noche?

      —¿Dispararon cañonazos? —me preguntó.

      —Supuse que lo sabía usted —repliqué—, porque los oímos desde mi casa, que está bastante más lejos y además teníamos las ventanas cerradas.

      —Ya comprendo —dijo—. Cuando un hombre está solo en estas llanuras, con la cabeza débil y el estómago desocupado, muriéndose de frío y de necesidad, no oye en toda la noche más que cañonazos y voces que lo llaman. Y no solamente oye, sino que también ve a los soldados, con sus chaquetas rojas, alumbradas por las antorchas y que lo rodean a uno. Oye cómo gritan su número, oye cómo lo intiman a que se rinda, oye el choque de las armas de fuego y también las órdenes de “¡Preparen! ¡Apunten! ¡Rodéale, muchacho!”. Y siente cómo le ponen encima las manos, aunque todo eso no exista. Por eso anoche creí ver varios pelotones que me perseguían y oí el acompasado ruido de sus pasos. Pero no vi uno, sino un centenar. Y en cuanto a cañonazos... Vi estremecerse la niebla ante el cañón, hasta que fue de día. Pero ese hombre... —añadió después de las palabras que acababa de pronunciar en voz alta, olvidando mi presencia—. ¿Has notado algo en ese hombre?

      —Tenía la cara llena de contusiones —dije, recordando que apenas estaba seguro de ello.

      —¿No aquí? —exclamó el hombre golpeándose la mejilla izquierda con la palma de la mano.

      —Sí, aquí.

      —¿Dónde está? —preguntó guardándose en el pecho los restos de la comida—. Dime por dónde fue. Lo alcanzaré como si fuera un perro de caza. ¡Maldito sea este hierro que llevo en la pierna! Dame la lima, muchacho.

      Indiqué la dirección por donde la niebla había envuelto al otro, y él miró hacia allí por un instante. Pero como un loco se inclinó sobre la hierba húmeda para limar su hierro y sin hacer caso de mí ni tampoco de su propia pierna, en la que había una antigua escoriación que en aquel momento sangraba; sin embargo, trataba su pierna con tanta rudeza como si no tuviera más sensibilidad que la propia lima. De nuevo volví a sentir miedo de él al ver cómo trabajaba con aquella apresurada furia, y también temí estar fuera de mi casa por más tiempo. Le dije que tenía que marcharme, pero él pareció no oírme, de manera que creí preferible alejarme silenciosamente. La última vez que lo vi tenía la cabeza inclinada sobre la rodilla y se ocupaba con el mayor ahínco en romper su hierro, murmurando impacientes imprecaciones dirigidas a éste y a la pierna. Más adelante me detuve a escuchar entre la niebla, y todavía pude oír el roce de la lima que seguía trabajando.

      Capítulo IV

      Estaba plenamente convencido de que al llegar a mi casa encontraría en la cocina a un agente de policía esperándome para prenderme. Pero no solamente no había allí ningún agente, sino que tampoco se había descubierto mi robo. La señora Joe estaba muy ocupada en disponer la casa para la festividad del día, y Joe había sido puesto en el escalón de entrada de la cocina, lejos del recogedor del polvo, instrumento al cual le llevaba siempre su destino, más pronto o más tarde, cuando mi hermana limpiaba vigorosamente los suelos de la casa.

      —¿Y dónde demonios has estado? —exclamó la señora Joe al verme y a modo de salutación de Navidad, cuando mi conciencia y yo aparecimos en la puerta.

      Contesté que había ido a oír los cánticos de Navidad.

      —Muy bien —observó la señora Joe—. Peor podrías haber hecho. Yo pensé que no había duda alguna acerca de ello.

      —Tal vez si no fuera esposa de un herrero y, lo que es lo mismo, una esclava que nunca se puede quitar el delantal, habría ido también a oír los cánticos —dijo la señora Joe—. Me gustan mucho, pero ésta es, precisamente, la mejor razón para que nunca pueda ir a oírlos.

      Joe, quien se había aventurado a entrar a la cocina tras de mí, cuando el recogedor del polvo se retiró ante nosotros, se pasó el dorso de la mano por la nariz con aire de conciliación, en tanto que la señora Joe lo miraba, y en cuanto los ojos de ésta se dirigieron a otro lado, él cruzó secretamente los dos índices y me los enseñó como indicación de que la señora Joe estaba de mal humor. Tal estado era tan normal en ella, que tanto Joe como yo nos pasábamos semanas enteras haciéndonos cruces, señal convenida para dicho objeto, como si fuéramos verdaderos cruzados.

      Tuvimos una comida magnífica, consistente en pierna de cerdo en adobo, adornada con verdura, y un par de gallos asados y rellenos. El día anterior, por la mañana, mi hermana hizo un hermoso pastel de carne picada, razón por la cual no había echado de menos el resto que yo me llevé, y el pudín estaba ya dispuesto en el molde. Tales preparativos fueron la causa de que, sin ceremonia alguna, nos acortaran nuestra ración en el desayuno, porque mi hermana dijo que no estaba dispuesta a atiborrarnos ni a ensuciar platos, con el trabajo que tenía por delante.

      Por eso nos sirvió nuestras rebanadas de pan como si fuéramos dos mil hombres de tropa en una marcha forzada, en vez de un hombre y un chiquillo en casa; y tomamos algunos tragos de leche y de agua, aunque con muy mala cara, de un jarrito que había en

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