Grandes Esperanzas. Charles Dickens
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Como mi hermana tenía mucho trabajo, se hacía representar para ir a la iglesia, es decir, que en su lugar íbamos Joe y yo. En su traje de trabajo, Joe tenía completo aspecto de herrero, pero con el de día de fiestas parecía más bien un espantajo en traje de ceremonias. Nada de lo que entonces llevaba le caía bien o parecía pertenecerle, y todo le rozaba y le molestaba en gran manera. En aquel día de fiesta salió de su habitación cuando ya repicaban alegremente las campanas, pero su aspecto era el de un desgraciado penitente en traje dominguero. En cuanto a mí, creo que mi hermana tenía la idea general de que era un joven criminal, a quien un policía comadrón recogió el día de mi nacimiento para entregarme a ella, a fin de que me castigaran de acuerdo con la ultrajada majestad de la ley. Siempre me trataron como si yo hubiera porfiado para nacer a pesar de los dictados de la razón, de la religión y de la moralidad y contra los argumentos que me hubieran presentado, para disuadirme, mis mejores amigos. E, incluso, cuando me llevaron al sastre para que me hiciera un traje nuevo, sin duda recibió orden de hacerlo de acuerdo con el modelo de algún reformatorio y, desde luego, de manera que no me permitiera el libre uso de mis miembros.
Así, pues, cuando Joe y yo íbamos a la iglesia, éramos un espectáculo conmovedor para las personas compasivas. Y, sin embargo, todos mis sufrimientos exteriores no eran nada para los que sentía en mi interior. Los terrores que me asaltaron cada vez que la señora Joe se acercaba a la despensa o salía de la estancia no podían compararse más que con los remordimientos que sentía mi conciencia por lo que habían hecho mis manos. Con el peso de mi pecaminoso secreto, me pregunté si la Iglesia sería lo bastante poderosa para protegerme de la venganza de aquel joven terrible si divulgase lo que sabía. Ya me imaginaba el momento en que se leyeran los edictos y el clérigo dijera: “Ahora te toca declarar a ti”. Entonces había llegado la ocasión de levantarme y solicitar una conferencia secreta en la sacristía. Estoy muy lejos de tener la seguridad de que nuestra pequeña congregación no hubiera sentido asombro al ver que apelaba a tan extrema medida, pero tal vez me valdría el hecho de que era el día de Navidad, no un domingo cualquiera.
El señor Wopsle, sacristán de la iglesia, tenía que comer con nosotros, y el señor Hubble, el carretero, así como la señora Hubble y también el tío Pumblechook (que lo era de Joe, pero la señora Joe se lo apropiaba), que era un rico tratante en granos, de un pueblo cercano, y que guiaba su propio carruaje. Se había señalado la una y media de la tarde para la hora de la comida. Cuando Joe y yo llegamos a casa, encontramos la mesa puesta, a la señora Joe mudada y la comida preparada, así como la puerta principal abierta —algo que no ocurría en ningún otro día— a fin de que entraran los invitados; todo ello estaba preparado con la mayor esplendidez. Por otra parte, ni una palabra acerca del robo.
Pasó el tiempo sin que trajera ningún consuelo para mis sentimientos, y llegaron los invitados. El señor Wopsle, unido a una nariz romana y a una frente grande y pulimentada, tenía una voz muy profunda, de la que estaba en extremo orgulloso; en realidad, era valor entendido entre sus conocidos que, si hubiera tenido una oportunidad favorable, habría sido capaz de poner al pastor en un brete. Él mismo confesaba que si la Iglesia estuviese “más abierta”, refiriéndose a la competencia, no desesperaría de hacer carrera en ella. Pero como la Iglesia no estaba “abierta”, era, según ya he dicho, nuestro sacristán. Castigaba de un modo tremendo los “amén”, y cuando entonaba el salmo, pronunciando el versículo entero, miraba primero alrededor de él y a toda la congregación como si quisiera decir: “Ya han oído ustedes a nuestro amigo que está más alto; háganme el favor de darme ahora su opinión acerca de su estilo”.
Abrí la puerta para que entraran los invitados —dándoles a entender que teníamos la costumbre de hacerlo; la abrí primero para el señor Wopsle, luego para el señor y la señora Hubble y últimamente para el tío Pumblechook. (A mí no se me permitía llamarle tío, con amenaza de los más severos castigos.)
—Señora Joe —dijo el tío Pumblechook, hombretón lento, de mediana edad, que respiraba con dificultad y que tenía una boca semejante a la de un pez, ojos muy abiertos y poco expresivos y cabello de color arena, muy erizado en la cabeza, de manera que parecía que lo hubieran asfixiado a medias y que acabara de volver en sí—. Quiero felicitarte en este día... Te he traído una botella de jerez y otra de oporto.
En cada Navidad se presentaba, como si fuera una novedad extraordinaria, exactamente con aquellas mismas palabras. Y todos los días de Navidad la señora Joe contestaba como lo hacía entonces:
—¡Oh, tío... Pum... ble... chook! ¡Qué bueno es usted!
Y, todos los días de Navidad, él replicaba, como entonces:
—No es más de lo que mereces. Espero que estarán todos de excelente humor.
Y ¿cómo está ese medio penique de chico?
En tales ocasiones comíamos en la cocina y tomábamos las nueces, las naranjas y las manzanas en la sala, lo cual era un cambio muy parecido al que Joe llevaba a cabo todos los domingos al ponerse el traje de fiestas. Mi hermana estaba muy contenta aquel día y, en realidad, parecía más amable que nunca en compañía de la señora Hubble que en otra cualquiera. Recuerdo que ésta era una mujer angulosa, de cabello rizado, vestida de color azul celeste y que presumía de joven por haberse casado con el señor Hubble, aunque ignoro en qué remoto periodo, siendo mucho más joven que él. En cuanto a su marido, era un hombre de alguna edad, macizo, de hombros salientes y algo encorvado. Solía oler a aserrín y andaba con las piernas muy separadas, de modo que, en aquellos días de mi infancia, yo podía ver por entre ellas una extension muy grande de terreno siempre que lo encontraba cuando subía por la vereda.
En aquella buena compañía, aunque yo no hubiera robado la despensa, me habría encontrado en una posición falsa, y no porque me viera oprimido por un ángulo agudo de la mesa, que se me clavaba en el pecho, y el codo del tío Pumblechook en mi ojo, ni porque se me prohibiera hablar, cosa que no deseaba, así como tampoco porque se me obsequiara con las patas llenas de durezas de los pollos o con las partes menos apetitosas del cerdo, aquellas de las que el animal, cuando estaba vivo, no tenía razón alguna para envanecerse. No, no habría puesto yo el menor inconveniente en que me hubieran dejado a solas. Pero no querían. Parecía como si creyeran perder una ocasión agradable si dejaban de hablar de mí de vez en cuando, señalándome también algunas veces. Y era tanto lo que me conmovían aquellas alusiones, que me sentía tan desgraciado como un toro en la plaza.
Esto empezó en el momento que nos sentamos a comer. El señor Wopsle dio las gracias, declamando teatralmente, según me parece ahora, con un tono que tenía a la vez algo del espectro de Hamlet y de Ricardo III, y terminó expresando la seguridad de que debíamos sentirnos llenos de agradecimiento. Inmediatamente después mi hermana me miró y, en voz baja y acusadora, me dijo:
—¿No lo oyes? Debes estar agradecido.
—Especialmente —dijo el señor Pumblechook— debes sentir agradecimiento, muchacho, por las personas que te han criado a mano.
La señora Hubble meneó la cabeza y me contempló con expresión de triste presentimiento de que yo no llegaría a ser bueno, y preguntó:
—¿Por