Grandes Esperanzas. Charles Dickens

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Grandes Esperanzas - Charles Dickens Clásicos

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naturalmente viciosos.

      Entonces todos murmuraron:

      —Es verdad.

      Y me miraron de un modo muy desagradable.

      La situación y la influencia de Joe eran más débiles todavía, si tal era posible, cuando había invitados que cuando estábamos solos. Pero a su modo, y siempre que le era dable, me consolaba y me ayudaba, y así lo hizo a la hora de comer, dándome salsa cuando la había. Y como aquel día abundaba, Joe me echó en el plato casi medio litro. Un poco después, y mientras comíamos aún, el señor Wopsle hizo una crítica bastante severa del sermón, e indicó, en el caso hipotético de que la Iglesia estuviera “abierta”, el sermón que él habría pronunciado. Y después de favorecer a su auditorio con algunas frases de su discurso, observó que consideraba muy mal elegido el asunto de la homilía de aquel día; lo cual era menos excusable, según añadió, cuando había tantos asuntos excelentes y muy indicados para semejante fiesta.

      —Es verdad —dijo el tío Pumblechook—. Ha dado usted en el clavo. Hay muchos asuntos excelentes para quien sabe emplearlos. Esto es lo que se necesita. Un hombre que tenga juicio no ha de pensar mucho para encontrar un asunto apropiado, si para ello tiene la sal necesaria. —Y después de un corto intervalo de reflexión añadió—: Fíjese usted en el cerdo. Ahí tiene usted un asunto. Si necesita usted un asunto, fíjese en el cerdo.

      —Es verdad, caballero —replicó el señor Wopsle, cuando yo sospechaba que iba a servirse de la ocasión para aludirme—. Y para los jóvenes pueden deducirse muchas cuestiones morales de este texto.

      —Presta atención —me dijo mi hermana, aprovechando aquel paréntesis. Joe me dio un poco más de salsa.

      —Los cerdos —prosiguió el señor Wopsle, con su voz más profunda y señalando con su tenedor mi enrojecido rostro, como si pronunciara mi nombre de pila—. Los cerdos fueron los compañeros más pródigos. La glotonería de los cerdos resulta, al ser expuesta a nuestra consideración, un ejemplo para los jóvenes. —Yo opinaba lo mismo que él, pues hacía poco que había estado ensalzando el cerdo que le sirvieron, por lo gordo y sabroso que estaba—. Y lo que es detestable en el cerdo, lo es todavía más en un muchacho.

      —O en una muchacha —sugirió el señor Hubble.

      —Desde luego, también en una muchacha, señor Hubble —asintió el señor Wopsle con cierta irritación—. Pero aquí no hay ninguna.

      —Además —dijo el señor Pumblechook, volviéndose de pronto hacia mí—, hay que pensar en lo que se ha recibido, para agradecerlo. Si hubieras nacido cerdo...

      —Bastante lo era —exclamó mi hermana, con tono enfático. Joe me dio un poco más de salsa.

      —Bueno, quiero decir un cerdo de cuatro patas —añadió el señor Pumblechook —. Si hubieras nacido así, ¿dónde estarías ahora? No...

      —Por lo menos, en esta forma —dijo el señor Wopsle señalando el plato.

      —No quiero indicar en esta forma, caballero —replicó el señor Pumblechook, a quien le molestaba que lo hubieran interrumpido—. Quiero decir que no estaría gozando de la compañía de los que son mayores y mejores que él, y que no se aprovecharía de su conversación ni se hallaría en el regazo del lujo y de las comodidades. ¿Se hallaría en tal situación? De ninguna manera. Y ¿cuál habría sido su destino? —añadió volviéndose otra vez hacia mí—. Te habrían vendido por una cantidad determinada de chelines, de acuerdo con el precio corriente en el mercado, y Dunstable, el carnicero, habría ido en tu busca cuando estuvieras echado en la paja, se lo habría llevado bajo el brazo izquierdo, en tanto que con la mano derecha se levantaría la bata a fin de tomar un cortaplumas del bolsillo de su chaleco para derramar tu sangre y acabar tu vida. No te habrían criado a mano, entonces. De ninguna manera.

      Joe me ofreció más salsa, pero yo temí aceptarla.

      —Todo eso ha significado para usted muchas molestias, señora —dijo la señora Hubble, compadeciéndose de mi hermana.

      —¿Molestias? —repitió ésta—. ¿Molestias?

      Y luego empezó a enunciar un tremendo catálogo de todas las enfermedades de que yo era culpable y de todos los insomnios que ella había sufrido por mi causa; enumeró todos los altos lugares de los que me caí y las profundidades a que me despeñé, así como también todos los males que me causé a mí mismo y todas las veces que ella me deseó la tumba adonde yo, con la mayor contumacia, me negué a ir.

      Creo que los romanos se debieron de exasperar unos a otros a causa de sus narices. Quizá por esto fueron el pueblo más intranquilo que se ha conocido. Pero sea lo que fuere, la nariz romana del señor Wopsle me irritó de tal manera durante el relato de mis fechorías, que sentí el deseo de tirarle de ella hasta hacerlo aullar. Pero lo que había tenido que aguantar hasta entonces no fue nada en comparación con las espantosas sensaciones que se apoderaron de mí cuando se interrumpió la pausa que siguió al relato de mi hermana, y durante la cual todos me miraron, mientras yo me sentía dolorosamente culpable, con la mayor indignación y execración.

      —Y, sin embargo —dijo el señor Pumblechook conduciendo suavemente a sus compañeros de mesa al tema del cual se habían desviado—, el cerdo, considerado como carne, es muy sabroso, ¿no es verdad?

      —Tome usted un poco de aguardiente, tío —dijo mi hermana.

      ¡Dios mío! Por fin había llegado. Ahora observarían que el aguardiente estaba aguado, y en tal caso podía darme por perdido. Con ambas manos me agarré con fuerza a la pata de la mesa, por debajo del mantel, y esperé mi destino.

      Mi hermana salió en busca de la botella de piedra, volvió con ella y sirvió una copa de aguardiente, pues nadie más quiso beber licor. El desgraciado, bromeando con la copita, la tomó, la miró al trasluz y la volvió a dejar sobre la mesa, prolongando mi ansiedad.

      Mientras tanto, la señora Joe y su marido desocupaban activamente la mesa para servir el pastel y el pudín.

      Yo no podía apartar la mirada del tío Pumblechook. Siempre agarrado con las manos y los pies a la pata de la mesa, vi que el desgraciado tomaba, jugando, la copita, sonreía, echaba la cabeza hacia atrás y se bebía el aguardiente. En aquel momento, todos los invitados se quedaron consternados al observar que el tío Plumblechook se ponía de pie de un salto, daba varias vueltas tosiendo y bailando, al mismo tiempo y echaba a correr hacia la puerta; entonces fue visible a través de la ventana, saltando violentamente, expectorando y haciendo horribles muecas, como si estuviera loco.

      Continué agarrado, mientras la señora Joe y su marido acudían a él. Ignoraba cómo pude hacerlo, pero sin duda alguna le había asesinado. En mi espantosa situación me sirvió de alivio ver que lo traían otra vez a la cocina y que él, mirando a los demás como si lo hubieran contradecido, se dejaba caer en la silla exclamando:

      —¡Alquitrán!

      Yo había acabado de llenar la botella con el jarro lleno de agua de alquitrán. Estaba persuadido de que a cada momento se encontraría peor, y, como un médium de los actuales tiempos, llegué a mover la mesa gracias al vigor con que estaba agarrado a ella.

      —¿Alquitrán? —exclamó mi hermana, en el colmo del asombro—.

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