Grandes Esperanzas. Charles Dickens

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Grandes Esperanzas - Charles Dickens Clásicos

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copa de aguardiente. Pero el señor Pumblechook se apresuró a decir:

      —Es mejor que le des vino. Por lo menos tengo la seguridad de que no contiene alquitrán.

      El sargento le dio las gracias y le dijo que prefería las bebidas sin alquitrán y que, por consiguiente, tomaría vino, si en ello no había inconveniente. Cuando se lo dieron, bebió a la salud de su majestad y en honor de la festividad. Se lo tragó todo de una vez y se limpió los labios.

      —Buen vino, ¿verdad, sargento? —preguntó el señor Pumblechook.

      —Voy a decirle algo —replicó el sargento—, y es que estoy persuadido de que este vino es de usted.

      El señor Pumblechook se echó a reír y preguntó:

      —¿Por qué dice usted eso?

      —Pues —replicó el sargento, dándole una palmada en el hombro— porque es usted hombre que lo entiende.

      —¿De veras? —preguntó el señor Pumblechook riéndose otra vez —. Tome otro vasito.

      —Si usted me acompaña. Mano a mano —contestó el sargento—. ¡A su salud!

      Viva usted mil años y que nunca sea peor juez en vinos que ahora.

      El sargento se bebió el segundo vaso y pareció dispuesto a tomarse otro. Yo observé que el señor Pumblechook, impulsado por sus sentimientos hospitalarios, parecía olvidar que ya había regalado el vino, pero tomó la botella de manos de la señora y con su generosidad se captó las simpatías de todos. Incluso a mí me lo dejaron probar. Y estaba tan contento con su vino que pidió otra botella y la repartió con la misma largueza en cuanto se terminó la primera.

      Mientras yo los contemplaba reunidos en torno de la fragua y divirtiéndose pensé en el terrible postre que para una comida resultaría la caza de mi amigo fugitivo. Apenas hacía un cuarto de hora que estábamos allí reunidos, cuando todos se alegraron con la esperanza de la captura. Ya se imaginaban que los dos bandidos serían presos, que las campanas repicarían para llamar a la gente contra ellos, que los cañones dispararían por su causa y que hasta el humo les perseguiría. Joe trabajaba por ellos, y todas las sombras de la pared parecían amenazarlos cuando las llamas de la fragua disminuían o se reavivaban, así como las chispas que caían y morían, y yo tuve la impresión de que la pálida tarde se ensombrecía por lástima hacia aquellos pobres desgraciados.

      Por fin, Joe terminó su trabajo y acabó el ruido de sus martillazos. Y mientras se ponía la chaqueta cobró bastante valor para proponer que acompañáramos a los soldados, a fin de ver cómo resultaba la caza. El señor Pumblechook y el señor Hubble declinaron la invitación con la excusa de querer fumar una pipa y gozar de la compañía de las damas, pero el señor Wopsle dijo que iría si Joe lo acompañaba. Éste se manifestó dispuesto y deseoso de llevarme, si la señora Joe lo aprobaba. Pero no habríamos podido salir, estoy seguro de ello, a no ser por la curiosidad que la señora Joe sentía de enterarse de todos los detalles y de cómo terminaba la aventura. De todos modos dijo:

      —Si traes al chico con la cabeza destrozada por un balazo, no te figures que yo voy a curársela.

      El sargento se despidió cortésmente de las damas y se separó del señor Pumblechook como de un amigo muy querido, aunque sospecho que no habría apreciado en tan alto grado los méritos de aquel caballero en condiciones más áridas, en vez del régimen húmedo de que había gozado. Sus hombres volvieron a tomar las armas de fuego y salieron. El señor Wopsle, Joe y yo recibimos la orden de ir a retaguardia y de no pronunciar una sola palabra en cuanto llegáramos a los marjales. Cuando ya estuvimos en el frío aire de la tarde y nos dirigíamos rápidamente hacia el objeto de nuestra excursión, yo, traicioneramente, murmuré al oído de Joe:

      —Espero, Joe, que no los encontrarán. Y él me contestó:

      —Daría con gusto un chelín porque se hubieran escapado, Pip.

      No se nos reunió nadie del pueblo porque el tiempo era frío y amenazador, el camino desagradable y solitario, el terreno muy malo, la oscuridad inminente y todos estaban sentados junto al fuego dentro de las casas celebrando la festividad. Algunos rostros se asomaron a las iluminadas ventanas para mirarnos, pero nadie salió. Pasamos más allá del poste indicador y nos dirigimos hacia el cementerio, en donde nos detuvimos unos minutos, obedeciendo a la señal que con la mano nos hizo el sargento, en tanto que dos o tres de sus hombres se dispersaban entre las tumbas y examinaban el pórtico.

      Volvieron sin haber encontrado nada y entonces empezamos a andar por los marjales, atravesando la puerta lateral del cementerio. La cellisca, que parecía morder el rostro, se arrojó contra nosotros llevada por el viento del este, y Joe me subió sobre sus hombros. Nos hallábamos ya en la triste soledad, donde poco se figuraban todos que yo había estado ocho o nueve horas antes, viendo a los dos fugitivos. Pensé por primera vez en eso, lleno de temor, y también tuve en cuenta que, si los encontrábamos, tal vez mi amigo sospecharía que había llevado allí a los soldados. Recordaba que me preguntó si quería engañarlo, añadiendo que yo sería una fiera si a mi edad ayudaba a cazar a un desgraciado como él. ¿Creería, acaso, que era una fiera y un traidor?

      Era inútil dirigirme entonces aquella pregunta. Iba subido a los hombros de Joe, quien debajo de mí atravesaba los fosos como un cazador, avisando al señor Wopsle para que no se cayera sobre su romana nariz y para que no se quedara atrás. Nos precedían los soldados, bastante diseminados, con gran separación entre uno y otro. Seguíamos el mismo camino que tomé aquella mañana, y del cual salí para meterme en la niebla. Ésta no había aparecido aún, o bien el viento la dispersó antes. Bajo los rojizos resplandores del sol poniente, la baliza y la horca, así como el montículo de la Batería y la orilla opuesta del río, eran perfectamente visibles, apareciendo de color plomizo.

      Con el corazón palpitante, a pesar de ir montado en Joe, miré alrededor para observar si divisaba alguna señal de la presencia de los penados. Nada pude ver ni oír. El señor Wopsle me había alarmado varias veces con su respiración agitada, pero ahora ya sabía distinguir los sonidos y podía disociarlos del objeto de nuestra persecución. Me sobresalté mucho cuando tuve la ilusión de que seguía oyendo la lima, pero resultó que no era otra cosa que el cencerro de una oveja. Ésta cesó de pastar y nos miró con timidez. Y sus compañeras, volviendo a un lado la cabeza para evitar el viento y la cellisca, nos miraron irritadas, como si fuéramos responsables de esas molestias. Pero, a excepción de esas cosas y de la incierta luz del crepúsculo en cada uno de los tallos de la hierba, nada interrumpía la inerte tranquilidad de los marjales.

      Los soldados avanzaban hacia la vieja Batería, y nosotros íbamos un poco más atrás, cuando, de pronto, nos detuvimos todos. Llegó a nuestros oídos, en alas del viento y de la lluvia, un largo grito que se repitió. Resonaba prolongado y fuerte a distancia, hacia el este, aunque, en realidad, parecían ser dos o más gritos a la vez, a juzgar por la confusión de aquel sonido.

      El sargento y los hombres que estaban a su lado hablaban en voz baja cuando Joe y yo llegamos a ellos. Después de escuchar un momento, Joe, quien era buen juez en la materia, y el señor Wopsle, quien lo era malo, convinieron en lo mismo. El sargento, hombre resuelto, ordenó que nadie contestara a aquel grito, pero que, en cambio, se cambiara de dirección y que todos los soldados se dirigieran hacia allá, corriendo cuanto pudieran. Por eso nos volvimos hacia la derecha, adonde quedaba el este, y Joe echó a correr tan aprisa que tuve que agarrarme para no caer.

      Corríamos de verdad, subiendo, bajando, atravesando las puertas,

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