Grandes Esperanzas. Charles Dickens
Чтение книги онлайн.
Читать онлайн книгу Grandes Esperanzas - Charles Dickens страница 9
que me sirvieron. El señor Plumblechook también comió de él, y lo mismo hicieron los demás. Terminado, el señor Pumblechook empezó a mostrarse satisfecho bajo la influencia maravillosa de la ginebra y del agua. Yo empezaba a pensar que podría salvarme aquel día, cuando mi hermana ordenó a Joe:
—Trae platos limpios y fríos.
Nuevamente me agarré a la pata de la mesa y oprimí contra ella mi pecho, como si el mueble hubiera sido el compañero de mi juventud y mi amigo del alma. Preveía lo que iba a suceder y comprendí que ya no había remedio para mí.
—Quiero que prueben ustedes —dijo mi hermana, dirigiéndose amablemente a sus invitados—, quiero que prueben, para terminar, un regalo delicioso del tío Pumblechook.
¡Dios mío! Ya podían perder toda esperanza de probarlo.
— Tengan en cuenta —añadió mi hermana levantándose— que se trata de un pastel. Un sabroso pastel de cerdo.
Los comensales murmuraron algunas palabras de agradecimiento, y el tío Pumblechook, satisfecho por haber merecido bien del prójimo, dijo con demasiada vivacidad, habida cuenta del estado de las cosas:
—En fin, señora Joe, nos esforzaremos un poco. Regálenos una raja de ese pastel. Mi hermana salió a buscarlo, y oí sus pasos cuando se dirigía a la despensa. Vi cómo el señor Pumblechook tomaba el cuchillo, y observé en la romana nariz del señor Wopsle un movimiento indicador de que volvía a despertarse su apetito. Oí que el señor Hubble hacía notar que un poquito de sabroso pastel de cerdo les sentaría muy bien sobre todo lo demás y no haría daño alguno. También Joe me prometió que me darían un poco. No sé, con seguridad, si di un grito de terror mental o corporalmente, de modo que pudieran oírlo mis compañeros de mesa, pero lo cierto es que no me sentí con fuerzas para soportar aquella situación y me dispuse a echar a correr. Por eso solté la pata de la mesa y emprendí la fuga.
Pero no llegué más allá de la puerta de la casa, porque fui a dar de cabeza con un grupo de soldados armados, uno de los cuales tendía hacia mí unas esposas diciendo:
—Ya que estás aquí, ven.
Capítulo V
La aparición de un grupo de soldados que golpeaban el umbral de la puerta de la casa con las culatas de sus armas de fuego fue bastante para que los invitados se levantaran de la mesa en la mayor confusión y para que la señora Joe, quien regresaba a la cocina con las manos vacías, muy extrañada, se quedara con los ojos extraordinariamente abiertos al exclamar:
—¡Dios mío! ¿Qué habrá pasado... con el... pastel?
El sargento y yo estábamos ya en la cocina cuando la señora Joe se dirigía esta pregunta, y en aquella crisis recobré en parte el uso de mis sentidos.
El sargento fue quien me había hablado, pero ahora miraba a los comensales como si les ofreciera las esposas con la mano derecha, en tanto que apoyaba la izquierda en mi hombro.
—Les ruego que me perdonen, señoras y caballeros —dijo el sargento—, pero, como ya he dicho a este joven en la puerta —en lo cual mentía—, estoy realizando una investigación en nombre del rey y necesito al herrero.
—¿Qué quiere usted de él? —preguntó mi hermana, resentida de que alguien necesitara a su marido.
—Señora —replicó el galante sargento—, si hablara por mi propia cuenta, contestaría que deseo el honor y el placer de conocer a su distinguida esposa; pero como hablo en nombre del rey, he de decir que lo necesito para que haga un pequeño trabajo.
Tal explicación por parte del sargento fue recibida con el mayor agrado, y hasta el señor Pumblechook expresó su aprobación.
—Fíjese, herrero —dijo el sargento, que ya se había dado cuenta de que era Joe—. Estas esposas se han estropeado y una de ellas no cierra bien. Y como las necesito inmediatamente, le ruego que me haga el favor de examinarlas.
Joe lo hizo, y expresó su opinión de que para realizar aquel trabajo tendría que encender la forja y emplear más bien dos horas que una.
—¿De veras? Pues, entonces, hágame el favor de empezar inmediatamente, herrero —dijo el sargento —, porque es en servicio de su majestad. Y si mis hombres pueden ayudarlo, no tendrán el menor inconveniente en hacerse útiles.
Dicho esto llamó a los soldados, los cuales penetraron en la cocina uno tras otro y dejaron las armas en un rincón. Luego se quedaron de pie como deben hacer los soldados, aunque tan pronto unían las manos o se apoyaban sobre una pierna, o se reclinaban sobre la pared con los hombros, o bien se aflojaban el cinturón, se metían la mano en el bolsillo o abrían la puerta para escupir fuera.
Vi todo eso sin darme cuenta de que lo veía, porque estaba muy atemorizado. Pero, empezando a comprender que las esposas no eran para mí y que, gracias a los soldados, el asunto del pastel había quedado relegado a segundo término, recobré un poco mi perdida serenidad.
—¿Quiere usted hacerme el favor de decirme qué hora es? —preguntó el sargento dirigiéndose al señor Pumblechook, como si se hubiera dado cuenta de que era hombre tan exacto como el propio reloj.
—Las dos y media, en punto.
—No está mal —dijo el sargento, reflexionando—. Aunque me vea obligado a pasar aquí dos horas, tendré tiempo. ¿A qué distancia estamos de los marjales? Creo que a poco más de una milla.
—Precisamente una milla —dijo la señora Joe.
—Está bien. Así podremos llegar a ellos al oscurecer. Mis órdenes son de ir allí un poco antes de que anochezca. Está bien.
—¿Se trata de penados, sargento? —preguntó el señor Wopsle, como si eso fuera lo más natural.
—En efecto. Son dos penados. Sabemos que están todavía en los marjales, y no saldrán de allí antes de que oscurezca. ¿Alguno de ustedes ha tenido ocasión de verlos?
Todos, exceptuando yo mismo, contestaron negativamente y de un modo categórico. Nadie pensó en mí.
—Bien —dijo el sargento—. Pronto se verán rodeados por todas partes. Espero que eso será más pronto de lo que se figuran. Ahora, herrero, si está usted dispuesto, su majestad el rey lo está también.
Joe se había quitado la chaqueta, el chaleco y la corbata; se puso el delantal de cuero y pasó a la fragua. Uno de los soldados abrió los postigos de madera, otro encendió el fuego, otro accionó el fuelle y los demás se quedaron en torno del hogar, que rugió muy pronto. Entonces, Joe empezó a trabajar, en tanto que los demás lo observábamos.
El interés de la persecución