Grandes Esperanzas. Charles Dickens

Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу Grandes Esperanzas - Charles Dickens страница 4

Grandes Esperanzas - Charles Dickens Clásicos

Скачать книгу

quedado muy triste y meditabundo ante el fuego a causa de la impresión sufrida. Y, a juzgar por mí mismo, puedo asegurar que la impresión la tuvo luego aunque no la hubiera tenido antes.

      La conciencia es algo espantoso cuando acusa a un hombre, pero cuando se trata de un muchacho, y además de la pesadumbre secreta de la culpa, hay otro peso secreto a lo largo de la pernera del pantalón, es, según puedo atestiguar, un gran castigo. El conocimiento pecaminoso de que iba a robar a la señora Joe —desde luego, jamás pensé en que iba a robar a Joe, porque nunca creía que le perteneciera nada de lo que había en la casa—, unido a la necesidad de sostener con una mano el pan con manteca mientras estaba sentado o cuando me mandaban que fuera a uno a otro lado de la cocina a ejecutar una pequeña orden, me quitaba la tranquilidad. Luego, cuando los vientos del marjal hicieron resplandecer el fuego, creí oír fuera de la casa la voz del hombre con el hierro en la pierna que me hiciera jurar el secreto, declarando que no podía ni quería morirse de hambre hasta la mañana, sino que deseaba comer enseguida. También pensaba, a veces, que aquel joven a quien con tanta dificultad contuvo su compañero para que no se arrojara contra mí tal vez cedería a una impaciencia de su propia constitución o se equivocaría de hora, creyéndose ya con derecho a mi corazón y a mi hígado aquella misma noche, en vez de esperar a la mañana siguiente. Y si alguna vez el terror ha hecho erizar a alguien el cabello, esta persona debía de ser yo aquella noche.

      Pero tal vez nunca se erizó el cabello de nadie.

      Era la vigilia de Navidad, y yo, con una varilla de cobre, tenía que menear el pudín para el día siguiente, desde las siete hasta las ocho, según las indicaciones del reloj holandés. Probé hacerlo con el impedimento que llevaba en mi pierna, lo que me hizo pensar otra vez en el hombre que llevaba aquel hierro en la suya, y observé que el ejercicio tenía tendencia a llevar el pan con manteca hacia el tobillo sin que yo pudiera evitarlo. Felizmente, logré salir de la cocina y deposité aquella parte de mi conciencia en el desván, en donde tenía el dormitorio.

      —Escucha —dije en cuanto terminé de menear el pudín y mientras me calentaba un poco ante la chimenea antes de irme a la cama—. ¿No has oído cañonazos, Joe?

      —¡Ah! —exclamó él—. ¡Otro penado que se habrá escapado!

      —¿Qué quieres decir, Joe? —pregunté.

      La señora Joe, quien siempre se daba explicaciones a sí misma, murmuró con voz huraña:

      —¡Fugado! ¡Fugado!

      Y administraba esta definición como si fuera agua de alquitrán.

      Mientras la señora Joe estaba sentada y con la cabeza inclinada sobre su costura, yo moví los labios disponiéndome a preguntar a Joe: “¿Qué es un penado?”. Joe puso su boca en la forma apropiada para devolver su elaborada respuesta, pero no pude comprender de ella más que una sola palabra: “Pip”.

      —La noche pasada se escapó un penado —dijo Joe, en voz alta—, según se supo por los cañonazos que se oyeron a la puesta del sol. Dispararon para avisar su fuga. Y ahora parece que tiran para dar cuenta de que se ha fugado otro.

      —Y ¿quién dispara? —pregunté.

      —¡Cállate! —exclamó mi hermana, mirándome con el ceño fruncido—. ¡Qué preguntón eres! No preguntes nada, y así no te dirán mentiras.

      No se hacía mucho favor a sí misma, según me dije, al indicar que ella podría contestarme con alguna mentira en caso de que le hiciera una pregunta. Pero ella, a no ser que hubiera alguna visita, jamás se mostraba cortés.

      En aquel momento, Joe aumentó en gran manera mi curiosidad, esforzándose en abrir mucho la boca para ponerla en la forma debida a fin de pronunciar una palabra que a mí me pareció que debía ser “malhumor”. Por consiguiente, señalé a la señora Joe y dispuse los labios de manera como si quisiera preguntar: “¿Ella?”. Pero Joe no quiso oírlo, y de nuevo volvió a abrir mucho la boca para emitir silenciosamente una palabra que, pese a mis esfuerzos, no pude comprender.

      —Señora Joe —dije yo, como último recurso—. Si no tiene inconveniente, me gustaría saber de dónde proceden esos disparos.

      —¡Dios te bendiga! —exclamó mi hermana como si no quisiera significar eso, sino, precisamente, todo lo contrario—. De los Pontones.

      —¡Oh! —exclamé mirando a Joe—. ¿De los Pontones?

      Joe tosió con tono de reproche, como si quisiera decir: “Ya te lo había explicado”. —¿Y qué son los Pontones? —pregunté.

      —Este muchacho es así —exclamó mi hermana, apuntándome con la aguja y el hilo y meneando la cabeza hacia mí—. Contéstale a una pregunta, y él te hará doce más. Los Pontones son los barcos que sirven de prisión y que se hallan al otro lado de los marjales.

      —¿Y por qué encierran a la gente en esos barcos? —pregunté sin dar mayor importancia a mis palabras, aunque desesperado en el fondo.

      Eso era ya demasiado para la señora Joe, quien se levantó inmediatamente.

      —Mira, muchacho —dijo—. No te he subido a mano para que molestes de esta manera a la gente. Si así fuera, merecería que me criticaran y no que me alabaran. Se encierra a la gente en los Pontones porque asesinan, porque roban, porque falsifican o porque cometen alguna mala acción. Y todos ellos empezaron haciendo preguntas. Ahora vete a la cama.

      Nunca me dejaban llevar una vela para acostarme, y cuando subía las escaleras a oscuras, con la cabeza vacilante porque el dedal de la señora Joe repiqueteó en ella para acompañar sus últimas palabras, estaba convencido de que acabaría en los Pontones.

      Con seguridad seguía el camino apropiado para terminar en ellos. Empecé haciendo preguntas y ya me disponía a robar a la señora Joe.

      Desde aquel tiempo, que ya ahora es muy lejano, he pensado muchas veces que pocas personas se han dado cuenta de la reserva de los muchachos que viven atemorizados. Poco importa que el terror no esté justificado, porque, a pesar de todo, es terror. Yo estaba lleno del miedo hacia aquel joven desconocido que deseaba devorar mi corazón y mi hígado. Tenía pánico mortal de mi interlocutor, el que llevaba un hierro en la pierna; lo tenía de mí mismo por verme obligado a cumplir una promesa que me arrancaron por temor; y no tenía esperanza de librarme de mi todopoderosa hermana, quien me castigaba continuamente, aumentando mi miedo el pensamiento de lo que podría haber hecho en caso necesario y a impulsos de mi secreto terror.

      Si aquella noche pude dormir, sólo fue para imaginarme a mí mismo flotando río abajo en una marea viva de primavera y en dirección a los Pontones. Un fantástico pirata me llamó, por medio de una bocina, cuando pasaba junto a la horca, diciéndome que mejor sería que tomara tierra para que fuera ahorcado enseguida, en vez de continuar mi camino.

      Temía dormir, aunque me sentía inclinado a ello por saber que en cuanto apuntara la aurora me vería obligado a saquear la despensa. No era posible hacerlo durante la noche, porque en aquellos tiempos no se encendía la luz como ahora gracias a la sencilla fricción de un fósforo. Para tener luz habría tenido que recurrir al pedernal y al acero, haciendo así un ruido semejante al del propio pirata al agitar sus cadenas.

      Tan pronto como el negro aterciopelado que se vela a través de mi ventanita se tiñó de gris, me apresuré a levantarme y a bajar la escalera; todos los tablones de madera y las

Скачать книгу