Grandes Esperanzas. Charles Dickens

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Grandes Esperanzas - Charles Dickens Clásicos

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que me agarré a él con ambas manos y le dije:

      —Si quiere hacerme el favor de permitir que me ponga de pie, señor, tal vez no me sentiría enfermo y podría prestarle mayor atención.

      Me hizo dar una tremenda voltereta, de modo que otra vez la iglesia pareció saltar por encima de la veleta. Luego me sostuvo por los brazos en posición natural en lo alto de la piedra y continuó con las espantosas palabras siguientes:

      —Mañana por la mañana, temprano, me traerás esa lima y víveres. Me lo entregarás todo a mí, junto a la vieja Batería que se ve allá. Harás eso y no te atreverás a decir una palabra ni a hacer la menor señal que dé a entender que has visto a una persona como yo o parecida a mí; si lo haces así, te permitiré seguir viviendo. Si no haces lo que te mando o hablas con alguien de lo que ha ocurrido aquí, por poco que sea, te aseguro que te arrancaré el corazón y el hígado, los asaré y me los comeré. He de advertirte que no estoy solo, como tal vez te has figurado. Hay un joven oculto conmigo, en comparación con el cual yo soy un ángel. Este joven está oyendo ahora lo que te digo, y tiene un modo secreto y peculiar de apoderarse de los muchachos y de arrancarles el corazón y el hígado. Resulta en vano que un muchacho trate de esconderse o de rehuir a ese joven. Por mucho que cierre su puerta y se meta en la cama o se tape la cabeza, creyéndose que está seguro y cómodo, el joven en cuestión se introduce suavemente en la casa, se acerca a él y lo destroza en un abrir y cerrar de ojos. En estos momentos, y con grandes dificultades, estoy conteniendo a ese joven para que no te haga daño. Créeme que me cuesta mucho evitar que te destroce. Y ahora, ¿qué dices?

      Contesté que le proporcionaría la lima y los restos de comida que pudiera alcanzar y que todo se lo llevaría a la mañana siguiente, muy temprano, para entregárselo en la Batería.

      —¡Dios te mate si no lo haces! —exclamó el hombre. Yo dije lo mismo y él me puso en el suelo.

      —Ahora —prosiguió—, recuerda lo que has prometido; recuerda también al joven del que te he hablado, y vete a casa.

      —Bue... buenas noches, señor —tartamudeé.

      —¡Ojalá las tenga buenas! —dijo mirando alrededor y hacia el marjal—. ¡Ojalá fuera una rana o una anguila!

      Al mismo tiempo se abrazó a sí mismo con ambos brazos, como si quisiera impedir la dispersión de su propio cuerpo, y se dirigió cojeando hacia la cerca de poca elevación de la iglesia. Cuando se marchaba, pasando por entre las ortigas y por entre las zarzas que rodeaban los verdes montículos, iba mirando, según pareció a mis infantiles ojos, como si quisiera eludir las manos de los muertos que asomaran cautelosamente de las tumbas para agarrarlo por el tobillo y meterlo en las sepulturas.

      Cuando llegó a la cerca de la iglesia, la saltó como hombre cuyas piernas están envaradas y adormecidas, y luego se volvió para observarme. Al ver que me contemplaba, volví el rostro hacia mi casa e hice el mejor uso posible de mis piernas. Pero luego miré por encima de mi hombro, y vi que se dirigía nuevamente hacia el río, abrazándose todavía con los dos brazos y eligiendo el camino con sus doloridos pies, entre las grandes piedras que fueron colocadas en el marjal a fin de que se pudiera pasar por allí en la época de lluvias o en la pleamar.

      Ahora los marjales parecían una larga y negra línea horizontal. En el cielo había fajas rojizas, separadas por otras muy negras. A orillas del río pude distinguir débilmente las dos únicas cosas oscuras que parecían estar erguidas; una de ellas era la baliza, gracias a la cual se orientaban los marinos, parecida a un barril sin tapa sobre una pértiga, algo muy feo y desagradable cuando se estaba cerca: era una horca, de la que colgaban algunas cadenas que un día tuvieron suspendido el cuerpo de un pirata. Aquel hombre se acercaba cojeando a esta última, como si fuera el pirata resucitado y quisiera ahorcarse otra vez. Cuando pensé en eso, me asusté de un modo terrible, y al ver que las ovejas levantaban sus cabezas para mirar a aquel hombre, me pregunté si también creerían lo mismo que yo. Volví los ojos alrededor de mí en busca de aquel terrible joven, mas no pude descubrir la menor huella de él. Y como me había asustado otra vez, eché a correr hacia casa sin detenerme.

      Capítulo II

      Mi hermana, la señora Joe Gargery, tenía veinte años más que yo y había logrado gran reputación consigo misma y con los vecinos por haberme criado “a mano”. Como en aquel tiempo tenía que averiguar yo solo el significado de esta expresión, y por otra parte me constaba que ella tenía una mano dura y pesada, así como la costumbre de dejarla caer sobre su marido y sobre mí, supuse que tanto Joe Gargery como yo habíamos sido criados “a mano”.

      Mi hermana no hubiera podido decirse hermosa, y yo tenía la vaga impresión de que, muy probablemente, debió de obligar a Joe Gargery a casarse con ella, también “a mano”. Joe era guapo, a ambos lados de su suave rostro se veían algunos rizos de cabello dorado, y sus ojos tenían un tono azul tan indeciso que parecían haberse mezclado, en parte, con el blanco de éstos. Era hombre suave, bondadoso, de buen genio, simpático, atolondrado y muy buena persona; una especie de Hércules, tanto por lo que respecta a su fuerza como a su debilidad.

      Mi hermana, la señora Joe, tenía el cabello y los ojos negros y el cutis tan rojizo, que muchas veces yo mismo me preguntaba si se lavaría con un rallador en vez de con jabón. Era alta y casi siempre llevaba un delantal basto, atado por detrás con dos cintas y provisto por delante de un peto inexpugnable, pues estaba lleno de alfileres y de agujas. Se envanecía mucho de llevar tal delantal, y esto constituía uno de los reproches que dirigía a Joe. A pesar de cuyo envanecimiento, yo no veía la razón de que lo llevara.

      La forja de Joe estaba inmediata a nuestra casa, que era de madera, así como la mayoría de las viviendas de aquella región en aquel tiempo. Cuando iba a casa desde el cementerio, la forja estaba cerrada, y Joe, sentado y solo en la cocina. Como él y yo éramos compañeros de sufrimientos y nos hacíamos las confidencias propias de nuestro caso, Joe se dispuso a hacerme una en el momento en que levanté el picaporte de la puerta y me asomé, viéndolo frente a ella y junto al rincón de la chimenea.

      —Te advierto, Pip, que la señora Joe ha salido una docena de veces en tu busca. Y ahora acaba de salir otra vez para completar la docena de fraile.

      —¿Está fuera?

      —Sí, Pip —replicó Joe—. Y lo peor es que ha salido llevándose a “Thickler”.

      Al oír este detalle desagradabilísimo empecé a retorcer el único botón de mi chaleco y, muy deprimido, miré al fuego; “Thickler” era un bastón, ya pulimentado por los choques sufridos contra mi armazón.

      —Se ha emborrachado —dijo Joe—. Y levantándose, agarró a “Thickler” y salió. Esto es lo que ha hecho —añadió removiendo con un hierro el fuego por entre la reja y mirando a las brasas—. Y así salió, Pip.

      —¿Hace mucho rato, Joe?

      Yo lo trataba siempre como si fuera un niño muy crecido; desde luego, no como a un igual.

      —Pues mira —dijo Joe consultando el reloj holandés—. Hace como veinte minutos, Pip. Pero ahora vuelve. Escóndete detrás de la puerta, muchacho, y cúbrete con la toalla. Seguí el consejo. Mi hermana, la señora Joe, abriendo por completo la puerta de un empujón, encontró un obstáculo tras ella, lo cual le hizo adivinar enseguida la causa, y por eso se valió de “Thickler” para realizar una investigación. Terminó arrojándome a Joe —es de advertir que yo muchas veces servía de proyectil

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