Grandes Esperanzas. Charles Dickens

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Grandes Esperanzas - Charles Dickens Clásicos

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la señora Joe dando una patada—. Dime inmediatamente qué has estado haciendo. No sabes el susto y las molestias que me has ocasionado. Si no hablas enseguida, lo voy a sacar de ese rincón y de nada te valdría que, en vez de uno, hubiera ahí cincuenta Pips y los protegieran quinientos Gargerys.

      —He estado en el cementerio —dije, desde mi refugio, llorando y frotándome el cuerpo.

      —¿En el cementerio? —repitió mi hermana—. ¡Como si no te hubiera avisado, desde hace mucho tiempo, que no vayas allí a pasar el rato! ¿Sabes quién te ha criado “a mano”?

      —Tú —dije.

      —¿Y por qué lo hice? Me gustaría saberlo —exclamó mi hermana.

      —Lo ignoro —gemí.

      —¿Lo ignoras? Te aseguro que no volvería a hacerlo.

      —Estoy persuadida de ello. Sin mentir, puedo decir que desde que naciste, nunca me he quitado este delantal. Ya es bastante desgracia la mía el ser mujer de un herrero, y de un herrero como Gargery, sin ser tampoco tu madre.

      Mis pensamientos tomaron otra dirección mientras miraba desconsolado el fuego. En aquel momento me pareció ver ante los vengadores carbones que no tenía más remedio que cometer un robo en aquella casa para llevar al fugitivo de los marjales, quien tenía un hierro en la pierna, y por temor a aquel joven misterioso, una lima y algunos alimentos.

      —¡Ah! —exclamó la señora Joe dejando a “Thickler” en su rincón—. ¿De modo que en el cementerio? Pueden hablar de él, ustedes dos —uno de nosotros, por lo menos, no había pronunciado tal palabra—. Cualquier día me llevarán al cementerio entre los dos, y cuando esto ocurra, bonita pareja harán.

      Y se dedicó a preparar los cachivaches del té, en tanto que Joe me miraba por encima de su pierna, como si, mentalmente, se imaginara y calculara la pareja que haríamos los dos en las dolorosas circunstancias previstas por mi hermana. Después de eso se acarició la patilla y los rubios rizos del lado derecho de su cara, en tanto que observaba a la señora Joe con sus azules ojos, como solía hacer en los momentos tempestuosos.

      Mi hermana tenía un modo agresivo e invariable de cortar nuestro pan con manteca. Primero, con su mano izquierda, agarraba con fuerza el pan y lo apoyaba en su peto, por lo que algunas veces se clavaba en aquél un alfiler o una aguja que más tarde iban a parar a nuestras bocas. Luego tomaba un poco de manteca, nunca mucha, por medio de un cuchillo, y la extendía en la rebanada de pan con movimientos propios de un farmacéutico, como si hiciera un emplasto, usando ambos lados del cuchillo con la mayor destreza y arreglando y moldeando la manteca junto a la corteza. Hecho esto, daba con el cuchillo un golpe final en el extremo del emplasto y cortaba la rebanada muy gruesa, pero antes de separarla por completo del pan la partía por la mitad, dando una parte a Joe y la otra a mí.

      En aquella ocasión, a pesar de que yo tenía mucha hambre, no me atrevía a comer mi parte de pan con manteca. Comprendí que debía reservar algo para mi terrible desconocido y para su aliado, aquel joven aún más terrible que él. Me constaba la buena administración casera de la señora Joe y de antemano sabía que mis pesquisas rateriles no encontrarían en la despensa nada que valiera la pena. Por consiguiente, resolví guardarme aquel pedazo de pan con manteca en una de las perneras de mi pantalón.

      Advertí que era horroroso el esfuerzo de resolución necesario para realizar mi cometido. Era como si me hubiera propuesto saltar desde lo alto de una casa elevada o hundirme en una gran masa de agua. Y Joe, quien, naturalmente, no sabía una palabra de mis propósitos, contribuyó a dificultarlos más todavía. En nuestra franca masonería ya mencionada, de compañeros de penas y fatigas, y en su bondadosa amistad hacia mí, había la costumbre, seguida todas las noches, de comparar nuestro modo respectivo de comernos el pan con manteca, exhibiéndolos de vez en cuando y en silencio a la admiración mutua, lo cual nos estimulaba para realizar nuevos esfuerzos. Aquella noche, Joe me invitó varias veces, mostrándome repetidamente su pedazo de pan, que disminuía con la mayor rapidez, a que tomara parte en nuestra acostumbrada y amistosa competencia, pero cada vez me encontró con mi amarilla taza de té sobre la rodilla y el pan con manteca, entero, en la otra. Por fin, ya desesperado, comprendí que debía realizar lo que me proponía y que tenía que hacerlo del modo más difícil, atendidas las circunstancias. Me aproveché del momento en que Joe acababa de mirarme y deslicé el pedazo de pan con manteca por la pernera de mi pantalón.

      Sin duda, Joe estaba intranquilo por lo que se figuró que era falta de apetito y mordió pensativo su pedazo de pan, que en apariencia no se comía a gusto. Lo revolvió en la boca mucho más de lo que tenía por costumbre, entreteniéndose largo rato, y por fin se lo tragó como si fuera una píldora. Se disponía a morder nuevamente el pan y acababa de ladear la cabeza para hacerlo, cuando me sorprendió su mirada y vio que había desaparecido mi pan con manteca.

      La extrañeza y la consternación que obligaron a Joe a detenerse, y la mirada que me dirigió, eran demasiado extraordinarias para que escaparan a la observación de mi hermana.

      —¿Qué ocurre? —preguntó con cierta elegancia, mientras dejaba su taza.

      —Oye —murmuró Joe, mirándome y meneando la cabeza con aire de censura—. Oye, Pip. Te va a hacer daño. No es posible que hayas mascado el pan.

      —¿Qué ocurre ahora? —repitió mi hermana, con voz más seca que antes.

      —Si puedes devolverlo, Pip, hazlo —dijo Joe, asustado—. La limpieza y la buena educación valen mucho, pero, en resumidas cuentas, vale más la salud.

      Mientras tanto, mi hermana, que se había encolerizado ya, se dirigió a Joe y, agarrándolo por las dos patillas, le golpeó la cabeza contra la pared varias veces, en tanto que yo, sentado en un rincón, miraba muy asustado.

      —Tal vez ahora me harás el favor de decirme qué sucede —exclamó mi hermana, jadeante—. Con esos ojos pareces un cerdo asombrado.

      Joe la miró atemorizado; luego dio un mordisco al pan y volvió a mirarla.

      —Ya sabes, Pip —dijo Joe con solemnidad y con el bocado de pan en la mejilla, hablándome con voz confidencial, como si estuviéramos solos—, ya sabes que tú y yo somos amigos y que no me gusta reprenderte. Pero... —y movió su silla, miró el espacio que nos separaba y luego otra vez a mí—, pero este modo de tragar...

      —¿Se ha tragado el pan sin mascar? —exclamó mi hermana.

      —Mira, Pip —dijo Joe con los ojos fijos en mí, sin hacer caso de la señora Joe y sin tragar el pan que tenía en la mejilla—. Cuando yo tenía tu edad, muchas veces tragaba sin mascar y he hecho como otros muchos niños suelen hacer, pero jamás vi tragar un bocado tan grande como tú, Pip, hasta el punto en que me asombra que no te hayas ahogado.

      Mi hermana se arrojó hacia mí y me tomó por el cabello, limitándose a pronunciar estas espantosas palabras:

      —Ven, que vas a tomar el medicamento.

      En aquellos tiempos algún asno médico había recetado el agua de alquitrán como excelente medicina, y la señora Joe tenía siempre una buena provisión en la alacena, pues creía que sus virtudes correspondían a su infame sabor. Muchas veces se me administraba una buena cantidad de este elixir como reconstituyente ideal, y, en tales casos, yo salía apestando como si fuera una valla de madera alquitranada. Aquella noche la urgencia de mi caso me obligó a tragarme un litro de

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