Grandes Esperanzas. Charles Dickens

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Grandes Esperanzas - Charles Dickens Clásicos

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una liebre colgada de las patas posteriores y me pareció que guiñaba los ojos cuando estaba ligeramente vuelto de espaldas hacia ella. No tuve tiempo para ver lo que tomaba, ni de elegir ni de nada, porque no podía entretenerme. Robé un poco de pan, algunas cortezas de queso, cierta cantidad de carne picada, que guardé en mi pañuelo junto con el pan y manteca de la noche anterior, y un poco de aguardiente de una botella de piedra, que eché en un frasco de vidrio (usado secretamente para hacer en mi cuarto agua de regaliz). Luego acabé de llenar con agua la botella de piedra. También tomé un hueso con un poco de carne y un hermoso pastel de cerdo. Me disponía a marcharme sin este último, pero sentí la tentación de encaramarme en un estante para ver qué cosa estaba guardada con tanto cuidado en un plato de barro que había en un rincón; observando que era el pastel, me lo llevé, persuadido de que no estaba dispuesto para el día siguiente y de que no lo echarían de menos enseguida.

      En la cocina había una puerta que comunicaba con la fragua. Quité la tranca y abrí el cerrojo de ella, y así pude tomar una lima de entre las herramientas de Joe. Luego cerré otra vez la puerta como estaba, abrí la que me dio paso la noche anterior al llegar a casa y, después de cerrarla de nuevo, eché a correr hacia los marjales cubiertos de niebla.

      Capítulo III

      Había mucha escarcha y la humedad era grande. Antes de salir pude ver la humedad condensada en la parte exterior de mi ventanita, como si allí hubiese estado llorando un trasgo durante toda la noche usando la ventana a manera de pañuelo. Ahora veía la niebla posada sobre los matorrales y sobre la hierba, como telarañas mucho más gruesas que las corrientes, colgando de una rama a otra o desde las matas hasta el suelo. La humedad se había posado sobre las puertas y sobre las cercas, y era tan espesa la niebla en los marjales que el poste indicador de nuestra aldea, poste que no servía para nada porque nadie iba por allí, fue invisible para mí hasta que estuve casi debajo. Luego, mientras lo miré gotear, a mi conciencia oprimida le pareció un fantasma que me iba a entregar a los Pontones.

      La niebla fue más espesa todavía cuando salí de los marjales, hasta el punto de que, en vez de acercarme corriendo a alguna cosa, parecía que ésta echara a correr hacia mí.

      Esto era muy desagradable para una mente pecadora. Las puertas, las represas y las orillas se arrojaban violentamente contra mí a través de la niebla, como si quisieran exclamar con la mayor claridad: “¡Un muchacho que ha robado un pastel de cerdo! ¡Deténganlo!”. Las reses se me aparecían repentinamente, mirándome con asombrados ojos, y por el vapor que exhalaban sus narices parecían exclamar: “¡Eh, ladronzuelo!”. Un buey negro con una mancha blanca en el cuello, que a mi temerosa conciencia le pareció que tenía cierto aspecto clerical, me miró con tanta obstinación en sus ojos y movió su maciza cabeza de un modo tan acusador cuando yo lo rodeaba, que no pude menos que murmurar: “No he tenido más remedio, señor. No lo he robado para mí”. Entonces él dobló la cabeza, resopló despidiendo una columna de humo por la nariz y se desvaneció dando una coz con las patas traseras y agitando el rabo.

      Ya estaba cerca del río, mas a pesar de que fui muy aprisa, no podía calentarme los pies. A ellos parecía haberse agarrado la humedad, como se había agarrado el hierro a la pierna del hombre a cuyo encuentro iba. Conocía perfectamente el camino que conducía a la Batería, porque estuve allí un domingo con Joe, y éste, sentado en un cañón antiguo, me dijo que cuando yo fuera su aprendiz y estuviera a sus órdenes, iríamos allí a cazar alondras. Sin embargo, y a causa de la confusión originada por la niebla, me hallé de pronto demasiado a la derecha y, por consiguiente, tuve que retroceder a lo largo de la orilla del río, pasando por encima de las piedras sueltas que había sobre el fango y por las estacas que contenían la marea. Avanzando por ahí, tan de prisa como me fue posible, acababa de cruzar una zanja que, según sabía, estaba muy cerca de la Batería, y precisamente cuando subía por el montículo inmediato a la zanja vi a mi hombre sentado. Estaba vuelto de espaldas, con los brazos doblados, y cabeceaba a causa del sueño.

      Imaginé que se pondría contento si me aparecía ante él llevándole el desayuno de un modo inesperado, y así me acerqué sin hacer ruido y le toqué el hombro.

      Instantáneamente dio un salto, y entonces vi que no era aquel mismo hombre, sino otro. Sin embargo, también iba vestido de gris y tenía un hierro en la pierna; cojeaba del mismo modo, tenía la voz ronca y estaba muerto de frío; en una palabra, se parecía mucho al otro, a excepción de que no tenía el mismo rostro y de que llevaba un sombrero de alas anchas, plano y muy metido en la cabeza. Observé en un momento todos estos detalles, porque no me dio tiempo para más. Profirió una blasfemia y me dio un golpe, pero estaba tan débil, que apenas me tocó y, en cambio, le hizo tambalear.

      Luego echó a correr por entre la niebla, tropezando dos veces, y por fin le perdí de vista.

      “Éste será el joven”, pensé —mientras se detenía mi corazón al identificarlo. Y también habría sentido dolor en el hígado si hubiera sabido dónde lo tenía.

      Poco después llegué a la Batería, y allí encontré a mi conocido, abrazándose a sí mismo y cojeando de un lado a otro, como si en toda la noche no hubiera dejado de hacer ambas cosas. Me esperaba. Indudablemente, tenía mucho frío. Yo casi temía que se cayera ante mí y se quedara helado. Sus ojos expresaban tal hambre que, cuando le entregué la lima y él la dejó sobre la hierba, se me ocurrió que habría sido capaz de comérsela si no hubiera visto lo que le llevaba. Aquella vez no me hizo dar ninguna voltereta para apoderarse de lo que tenía, sino que me permitió continuar de pie mientras abría el fardo y vaciaba mis bolsillos.

      —¿Qué hay en esa botella, muchacho? —me preguntó.

      —Aguardiente —contesté.

      Él, mientras tanto, tragaba de un modo curioso la carne picada; más como quien quisiera guardar algo con mucha prisa y no como quien come, pero dejó la carne para tomar un trago de licor. Mientras tanto se estremecía con tal violencia que a duras penas podía conservar el cuello de la botella entre los dientes, de modo que se vio obligado a sujetarla con ellos.

      —Me parece que usted tiene fiebre. —Creo lo mismo, muchacho —contestó.

      —Este sitio es muy malo —advertí—. Se habrá usted echado en el marjal, que es muy malsano. También da reuma.

      —Pues antes de morirme —dijo—, desayunaré. Y seguiría comiendo aunque luego tuvieran que ahorcarme en esta horca. No me importan los temblores que tengo, te lo aseguro.

      Y, al mismo tiempo, se tragaba la carne picada, roía el hueso y se comía el pan, el queso y el pastel de cerdo, todo a la vez. No por eso dejaba de mirar con la mayor desconfianza alrededor de nosotros, y a veces se interrumpía, dejando también de mascar, a fin de escuchar. Cualquier sonido, verdadero o imaginado, cualquier ruido en el río, o la respiración de un animal sobre el marjal, lo sobresaltaba, y entonces me decía:

      —¿No me engañas? ¿No has traído a nadie contigo? —No, señor, no.

      —¿Ni has dicho a nadie que te siguiera?

      —No.

      —Está bien —dijo—. Te creo. Serías una verdadera fiera si, a tu edad, ayudaras a cazar a un desgraciado como yo.

      En su garganta sonó algo como si dentro tuviera una maquinaria que se dispusiera a dar la hora. Y con la destrozada manga de su traje se limpió los ojos.

      Compadecido por su situación y observándolo mientras, gradualmente, volvía a

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