La democracia amenazada. Paz Consuelo Márquez Padilla
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Para Carlos Marx la democracia sólo era un caparazón que escondía y protegía el dominio de la clase capitalista. El Estado no es neutro, sino que representa los intereses del grupo dominante. Con base en su método, el materialismo histórico, analiza el desarrollo del capitalismo y lo que él considera su inevitable destrucción. La clase burguesa, en la medida en que es dueña de los medios de producción, concentra también prácticamente todo el poder económico, el cual, por supuesto, trasladaba al poder político. Por otra parte, los trabajadores no tienen otro bien más que su fuerza de trabajo, la cual se ven obligados a vender; de esta forma, su esfuerzo se convierte en una mercancía, y quedan a merced del dominio de los capitalistas. Mediante su trabajo, los obreros generan un exceso de valor, o plusvalía, el cual se lo apropian los empresarios capitalistas; en otras palabras, los trabajadores asalariados viven en un régimen de explotación, puesto que los inversionistas se quedan con la parte no remunerada de su labor, es decir, una proporción de su trabajo, medido como el tiempo socialmente necesario para producir una mercancía, se les compensa, y con esos recursos tienen que subsistir; no obstante, no reciben el valor completo del producto que fabrican o del servicio que brindan, pues esa diferencia es la plusvalía, la cual se transforma en la ganancia del capitalista. La burguesía constantemente promueve cambios y mejoras a los medios de producción, modificándose así también las fuerzas y las relaciones de producción y, por lo tanto, requiere de nuevos mercados globales para colocar sus mercancías, un ciclo económico que desde luego no evita la recurrencia de las crisis (Marx y Engels, 2012: 20).
De acuerdo con la teoría marxista, las sociedades se conforman y reproducen por medio de estructuras y superestructuras. En este sentido, es en la estructura, o base económica, en donde se establecen las relaciones de producción, mismas que determinan, en última instancia, a las superestructuras, donde están la política, la cultura y las ideas. El modo de producción de la vida material también determina el desarrollo de la existencia social, política e intelectual. Según Marx y Engels: “Las leyes, la moral, la religión son, para el trabajador, meros prejuicios burgueses detrás de los cuales se ocultan otros tantos intereses de la burguesía” (Marx y Engels, 2012: 27). En este sentido, reiteramos, proponen una filosofía determinista en la cual la estructura económica determina necesariamente a la superestructura política: “Las ideas dominantes en cualquier época no han sido nunca otras que las ideas de la clase dominante” (Marx y Engels, 2012: 37).
Marx y Engels también afirman que se establecen relaciones sociales entre las clases burguesa y trabajadora, y que la segunda sólo dispone de su fuerza de trabajo para sobrevivir. Es sólo dentro del modo de producción capitalista donde se genera este tipo de relaciones, puesto que no han existido siempre ni necesariamente permanecerán en el futuro. Las relaciones capitalistas surgen alrededor de la propiedad privada, es decir, definen la posición de las clases en relación con el poder y la riqueza. El modo de producción capitalista supone en sí mismo una profunda contradicción, que será el germen que lo llevará a su destrucción; de acuerdo con el marxismo, se trata de una contradicción entre las fuerzas productivas y las relaciones de producción, cuya superación se constituye en el advenimiento inevitable del socialismo.
Todo esto engendra un estado social de conflicto constante, la lucha de clases entre la burguesía y el proletariado. Marx y Engels escribieron en el Manifiesto del Partido Comunista que la historia de la humanidad es la historia de la lucha de clases (Marx y Engels, 2012: 14). El Estado utiliza su aparato represivo en favor de los grandes capitalistas; representa sus intereses en tanto que protege la propiedad privada: “El gobierno del Estado moderno no es más que una junta que administra los negocios comunes de toda la clase burguesa” (Marx y Engels, 2012: 16).
Los trabajadores empiezan a entender que no cuentan con el mismo poder vis-à-vis la clase capitalista; por eso, cuando adquieren esta conciencia de clase, se agrupan en sindicatos para emprender acciones colectivas. Ahora bien, más allá de esta diferencia de poderes, existe una contradicción básica en este modo de producción, que provoca crisis económicas cíclicas y propicia la permanente lucha de clases, hasta que, eventualmente, los trabajadores se unen en un movimiento social y político, una revolución, para transformar el sistema productivo, porque la única libertad real que existe en el capitalismo es la del mercado: la libertad burguesa; esto es, la explotación, velada por la ilusión religiosa y política de que se cuenta con otras libertades. La revolución obrera sería el camino para la conquista de la democracia (Marx y Engels, 2012: 39).
Por lo tanto, según la teoría política marxista, solamente mediante la transformación de las relaciones de producción, la abolición de la propiedad privada y el establecimiento de la dictadura del proletariado se puede, eventualmente, instaurar el comunismo, sistema en que cada individuo recibirá su porción de la riqueza social de acuerdo con sus necesidades: “Todos los movimientos han sido, hasta ahora, realizados por minorías o en provecho de las minorías. El movimiento del proletariado es propio de la mayoría y en provecho de la mayoría” (Marx y Engels, 2012: 27).
Cuando esto ocurra, no existirá una clase dominante que se apropie injustamente de las ganancias y explote a los trabajadores, ni tampoco una clase burocrática sujeta al dominio de la burguesía, sino que el proletariado tomará colectivamente las decisiones y, entonces, el gobierno no será necesario y, por lo tanto, finalmente desaparecerá. Es solamente en el socialismo y el comunismo donde se puede lograr una verdadera democracia, en la que el voto universal realmente adquiere valor.
Esta negativa visión marxista acerca de la democracia condujo a que los países socialistas, como la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS) y China justificaran sus dictaduras partidistas y que no tuvieran como objetivo real llegar a establecer una democracia. No sería sino hasta muy entrado el siglo xx, con el llamado eurocomunismo, y después de que internacionalmente se reconocieron los abusos cometidos en contra de los ciudadanos soviéticos y chinos por parte de sus regímenes totalitarios, cuando se empezó a dar relevancia a la idea de que, junto con las transformaciones económicas, también era necesario proteger el sistema político democrático. La historia mostró que con la abolición de la propiedad privada no se acabó con los privilegios, sino que se crearon nuevas elites en la forma de burocracias estatales, rígidas y autoritarias, que ahora gozaban de las prerrogativas del sistema, mientras que las masas seguían empobrecidas. No se distribuyó la riqueza como se esperaba; más bien sólo se repartió pobreza: miseria, hambrunas y una terrible represión para mantener al sistema. La teoría de Carlos Marx le reconocía una bondad intrínseca a los trabajadores y le atribuía una maldad desmedida a la clase empresarial, en una suerte de maniqueísmo. Ésta fue la racionalidad detrás de su opción política en favor de la dictadura del proletariado y de la abolición de la propiedad privada, como los únicos métodos para poder construir una sociedad justa; sin embargo, la historia demostró que dicha utopía, en los términos planteados por el marxismo, se pervirtió en lo que algunos pensadores llamaron después el “socialismo real”.
Si bien la práctica marxista tuvo consecuencias no deseadas, como la consolidación de dictaduras permanentes tanto en la Unión Soviética como en China, donde se violaban los derechos humanos de los individuos y se recurría a la tortura, por ejemplo, no por eso debemos ignorar las aportaciones de Marx en el sentido de que en el capitalismo existe una estrecha vinculación entre el poder económico y el poder político. En otras palabras, a partir de las ideas de Marx y Engels se adquiere plena conciencia de la incuestionable necesidad de ponerle límites al poder económico, pues de lo contrario el sistema sólo funcionará para el beneficio de unos cuantos. La mano invisible del mercado de Adam Smith, que supuestamente repartiría en forma justa los beneficios de la cooperación social, tampoco ha funcionado. Por ello, es evidente la necesidad de que los gobiernos instrumenten estrategias para atemperar los insaciables deseos de acumulación y concentración de la riqueza de algunas elites, una consecuencia casi natural del sistema capitalista; sin embargo, también se requiere