La democracia amenazada. Paz Consuelo Márquez Padilla
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La democracia moderna incorporó el concepto de representación de la totalidad, y esa representación electa decidía sobre las preguntas básicas del poder público. La democracia moderna ya no es la de la tribu, de la ciudad-Estado, sino la del Estado-nación, en la que las instituciones intermedias vinculan al ciudadano con su gobierno. Para Giovanni Sartori, lo importante de la democracia representativa es limitar y controlar al poder (Sartori, 2015: 57). Los representantes votan libremente, asumiendo la voluntad de sus representados. El pueblo otorga el consentimiento a sus representantes y ellos tomarán las decisiones con base en el principio de mayoría. El asunto principal por considerar es: ¿la representación de quién?
En principio este proceso numérico de la voluntad de las mayorías nos parece muy práctico, simple y efectivo. Es decir, se establece la regla de que debemos seguir la voluntad de por lo menos la mitad más uno, de los votantes o de los representantes, quienes son los que forman parte del gobierno y, por ende, toman las decisiones sobre las políticas públicas en las democracias modernas; sin embargo, la paradoja es que en este procedimiento democrático nada nos asegura que llegaremos a la mejor de las decisiones: más aún, podemos aprobar la peor. Una decisión democrática puede ser la más inadecuada, aunque sea la más popular. Joshua Cohen nos recuerda que Hitler accedió al poder en forma democrática: “El valor de la democracia parece demasiado procedimental como para brindar una base de legitimidad; algunas decisiones democráticas son muy repulsivas para ser legítimas, a pesar de lo atractivo del proceso que las generó” (Cohen, 1998: 185). Por esta razón distintos autores han tratado de dar un mayor contenido a la idea de democracia, en tanto que se buscaría evitar resultados democráticos no deseados; es decir, se puede afirmar que también, en ocasiones, es pertinente ponerle límites a la democracia misma.
Podríamos preguntarnos si en nuestro afán de construir una sociedad más justa, el solo hecho de establecer un sistema democrático nos puede asegurar que cumplamos con esa meta. Nos damos cuenta de que, desafortunadamente, no hay nada que vincule íntimamente a la justicia con la democracia. Para hablar de justicia en una sociedad tenemos que referirnos a principios que nos ayuden a dividir los costos y los beneficios de la cooperación social en una forma equitativa, pero la democracia no hace referencia a principios con base en los cuales la sociedad distribuya esos beneficios; simplemente expresa que es a través de una votación como se elegirá la propuesta que obtenga la mayoría y se tomarán las decisiones democráticas. Si bien un determinado proceso pudo ser democrático, sus resultados pueden suponer mayores beneficios para la elite de la sociedad y costos más altos para las masas. En definitiva: el proceso fue democrático, pero el resultado no conlleva necesariamente la justicia social.
Es posible concebir una idea mínima de democracia o concepciones más ricas que establezcan requisitos, demanden atributos de los votantes, establezcan procesos específicos o, más aún, incluyan a otras instituciones que atemperen tanto la forma elitista como la populista de la democracia, y que establezcan un bien común al que las sociedades puedan aspirar, que impulse a los ciudadanos a volver a confiar en el sistema democrático.
Al hacer un recorrido intelectual a través de las teorías más influyentes en torno a la democracia, tal vez podremos ensanchar nuestro arco de conocimiento sobre el tema o nos ayude a despertar nuestra imaginación para establecer o proponer prácticas democráticas que sirvan no sólo para consolidar nuestras democracias, sino para protegerlas de los intentos de hacerlas retroceder. Ésta es una idea fundamental que debemos recordar todos los demócratas: ninguna democracia se establece para siempre, sino que debe reproducirse y defenderse permanentemente con las prácticas democráticas adecuadas, es decir, requieren para su mejor desempeño de la participación activa de los ciudadanos, que deliberen, ofrezcan argumentos adecuados, sean capaces de ejercicios de empatía y, al mismo tiempo, visualicen cuáles son los peligros que la amenazan.
Locke, Rousseau, los Padres Federalistas y Tocqueville
Tanto la llamada Revolución americana como la Revolución francesa fueron importantes experimentos sociopolíticos que ayudaron a forjar una concepción más rica de la democracia. En ambos casos surge un nuevo contrato social para resolver el problema del orden, un contrato que se regiría conforme a la voluntad de la mayoría, lo que implicaba el consentimiento de los individuos. Los dos movimientos postulan y defienden los derechos de libertad, igualdad política, seguridad, propiedad privada y libertad de pensamiento como derechos naturales de los hombres.
Para algunos autores, desde Alexis de Tocqueville a principios del siglo XIX, hasta Dunn, Fukuyama y Huntington en el XX (Tocqueville, 1984; Dunn, 2005; Fukuyama, 2014; Huntington, 1991), el surgimiento de Estados Unidos es el experimento político y social que representa el inicio de la democracia moderna, junto con la Revolución francesa. Francis Fukuyama explica los aportes de cada uno de estos acontecimientos: establece que la Revolución americana institucionalizó la democracia y el principio de igualdad política y que la Revolución francesa instituyó el Estado impersonal y expandió la aplicación del derecho (Fukuyama, 2014: 18).
La idea de democracia en la práctica se asocia, en muchas ocasiones, con el liberalismo de Locke. Es decir, para resolver el problema del orden, o la guerra de todos contra todos al estilo hobbesiano, los individuos no tienen que ceder todos sus derechos porque sea esa la única forma de sobrevivir. La democracia moderna asume los derechos individuales y, por lo tanto, el sistema político tendrá siempre que buscar el equilibrio entre derechos individuales, democracia y orden.
Locke formula dos grandes preguntas en su trabajo sobre el gobierno, al referirse al poder político: primera, se interroga sobre si el gobierno es el producto siempre, y en cada caso, de la violencia y de la fuerza, o si podemos pensar que tiene otros orígenes. En segundo término, se cuestiona sobre cuál es el fin o la meta del gobierno. En este sentido, se embarca en una reflexión teórica para dar respuesta a tales preguntas (Locke, 1952: 25). De acuerdo con el filósofo inglés, el gobierno es la institución que crea las leyes al mismo tiempo que impone las penas necesarias para así proteger la propiedad privada. Según este autor, los hombres son iguales por naturaleza. Sostiene que en el “estado de naturaleza”, los individuos no se hacen daño y sólo se defienden y llegan a matar a otros cuando su propia vida corre peligro; lo hacen sólo para la preservación.
En su opinión, los hombres se rigen por la razón y cuando violan las leyes de la naturaleza no están actuando conforme a ella (Locke, 1952: 26). Matar por matar o apropiarse de la propiedad de otro son actos que ejecutan las personas que no se guían por la razón. En el estado de naturaleza, cada individuo es juez de sus actos y de las controversias que surjan con los demás; sin embargo, precisamente el hecho de que el individuo sea juez y parte en sus conflictos ocasiona que no sea objetivo y, por lo tanto, se cae “naturalmente” en un estado de desorden. Por ello, “el gobierno civil es el remedio adecuado para los inconvenientes del estado de naturaleza” (Locke, 1952: 28). Ahora bien, no es cualquier pacto aquel que nos ayudaría a salir de esta situación de desorden, sino solamente uno en donde todos acuerdan, mutuamente, formar una comunidad y un cuerpo político. Sólo en la medida en que los individuos dan su consentimiento entran en este pacto social, con el objetivo principal de proteger sus propiedades