La democracia amenazada. Paz Consuelo Márquez Padilla
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Afirma Locke que el gobierno no tiene otro fin que preservar la propiedad privada (Locke, 1952: 46). Es decir, para poder vivir en sociedad los individuos deciden formar parte de un acuerdo social y con ello crean un pacto político. En otras palabras, los miembros de una sociedad otorgan su consentimiento de obligarse a respetar y obedecer las leyes que dicho gobierno político promulgue.
El pensador inglés se da cuenta de que no es suficiente con afirmar que los individuos dan su consentimiento para obligarse a cumplir con las leyes. Explica que es muy fácil que se produzca la concentración del poder, por lo que apunta a la necesidad de “equilibrar el poder del gobierno, al poner las diversas partes del mismo en distintas manos” (Locke, 1952: 49). De esta forma, critica el poder absoluto cuando sostiene que ningún hombre puede ostentar un poder total sobre otros o sobre sus propiedades. Agrega que, finalmente, es la comunidad, la sociedad, la que siempre retiene en última instancia el poder, y explica que “[…] cuando ocurre el poder arbitrario del príncipe se alteran las formas de elección sin el consentimiento [de la comunidad], o en contra del interés común; entonces el Poder Legislativo es también alterado” (Locke, 1952: 74).
Los legisladores deben ser electos por el pueblo, pero si los gobernantes actúan en forma contraria a su deber, el gobierno se desintegra: “Otra forma por la que el gobierno se disuelve es cuando el Legislativo o el príncipe actúan en contra de su confianza [del pueblo]” (Locke, 1952: 75). En otras palabras, Locke confiere a los individuos el derecho a la revolución en tanto que se ha violado la confianza popular.
Si bien tradicionalmente se ha considerado a Jean-Jacques Rousseau como el padre de la democracia moderna, y a Locke como el iniciador del liberalismo, recientemente ha surgido una reinterpretación de este último en la que se subraya el carácter democrático de su teoría. El profesor de Yale, Ian Shapiro, argumenta que generalmente se ha resaltado que Locke se ocupa de la igualdad moral de las personas y de los derechos de los cuales gozan, incluso con anterioridad al contrato social, con lo cual subraya la importancia de los derechos naturales. La genialidad de Locke, sostenemos, reside en parte en su teoría de la igualdad moral y de los derechos naturales, en el contexto de la época y circunstancias históricas en que vivió, una sociedad profundamente jerárquica y desigual, en donde el poder absoluto del monarca estaba legitimado por el derecho divino.
Aunque reconoce que la igualdad y los derechos naturales son las bases que permiten sostener la posibilidad de un contrato social entre iguales, Shapiro argumenta que lo que finalmente otorga la legitimidad del contrato en forma institucionalizada es el principio de la mayoría. “Para Locke es el consentimiento mayoritario, más que el individual, el que autoriza los arreglos institucionales” (Shapiro, 2011: 61). Este autor nos explica que las personas, para Locke, como seres racionales y en su afán de preservarse y proteger a la comunidad por medio de un consentimiento tácito, llegan a un acuerdo colectivo, que es el contrato social. En tanto que las instituciones son creadas por personas, éstas tienen el derecho de transformarlas.
Argumenta Shapiro que es precisamente cuando se analiza cómo Locke concibe el derecho de resistencia o “derecho a la revolución”, cuando la aparente tensión que algunos observan entre individualismo y democracia en este autor desaparece. Al preguntarse sobre si las personas tienen derecho a resistir a un monarca ilegítimo, el filósofo político contesta que sí, aunque sólo en la medida en que sus derechos naturales sean violados; sin embargo, no es a nivel individual como este derecho a la revolución se puede expresar. Será el principio de mayoría el que permitirá a la comunidad resistir al soberano ilegítimo. Sostiene Shapiro que al interpretar en forma correcta a Locke descubrimos que solamente cuando exista una gran cantidad de abusos a la mayoría se materializa el derecho a la revolución: “Hasta que el límite sea traspasado hacia muchos […], convenciendo a la gran mayoría de una rebelión, no hay un poder terrenal que los pueda parar” (Shapiro: 2011: 60). En este sentido, no es la violación de los derechos individuales de un ciudadano ni el consentimiento individual lo que legitima el derecho de emprender un movimiento revolucionario según Shapiro, sino una mayoría convencida de que se ha roto el pacto social, debido a la gran cantidad de abusos en contra de la mayor parte de la población.
Esta defensa del principio de mayoría pone de manifiesto el carácter profundamente democrático de la teoría de Locke, más allá de que no hubiese ahondado en la creación de instituciones para defender a la democracia en la práctica, como sí lo hicieron otros autores dedicados a este tema. La fuente de la legitimidad institucional es para Locke, de acuerdo con Shapiro, la regla de la mayoría (Shapiro, 2011: 39).
Locke dedica una parte importante de su obra a reflexionar sobre la tolerancia, es decir, acerca del derecho a disentir. Lo hace en la medida en que entiende que un sistema político democrático no va a poder nunca satisfacer los intereses de todos. Particularmente, Locke fue testigo del amplio enfrentamiento entre católicos y protestantes en la Inglaterra de su época. La noción de la tolerancia, analizada por Locke, es básica en las democracias modernas. Es la idea de que tenemos que respetar la forma de pensar de los otros individuos a pesar de que estemos en contra de esa postura. Finalmente, en su reinterpretación de Locke, Shapiro concluye que no podemos olvidar que, en última instancia, todo demócrata es, en el fondo, un individualista, en tanto que está interesado en escuchar los deseos o intereses de toda la población adulta, aunque finalmente sólo pueda satisfacer, por motivos prácticos, los de la mayoría.
En los Papeles federalistas, James Madison, Alexander Hamilton y John Jay se preguntan “si los hombres serían o no capaces de gobernarse con gobiernos producto de la reflexión o si más bien [éstos] son resultado de la imposición y la fuerza” (Madison, Hamilton y Jay, 1952: 29). Les preocupa el problema de la necesidad de reconciliar los intereses privados con el bien común, y su propuesta es la unión en una república federalista donde se respeten los derechos individuales. En su opinión, ésta es la mejor forma de lograr la seguridad de los ciudadanos.
Los Padres Fundadores de Estados Unidos, James Madison, Alexander Hamilton y John Jay, prefirieron referirse, en sus famosos Papeles federalistas, a una república, en la medida en que optaron por el sistema representativo, pero demandaban una representación real y no un sistema representativo meramente virtual, como el que según ellos se instaló en Inglaterra. La republica la definen como “un gobierno que deriva todos sus poderes, directa o indirectamente, del cuerpo del pueblo, y que es administrado por personas en los puestos por un tiempo limitado o mientras mantengan un buen comportamiento” (Madison, Hamilton, Jay, 1952: 125). Estos servidores públicos deben ser electos por el pueblo, el cual constituye la última autoridad. Si bien sí estaban preocupados por la representación real, en los hechos limitaron claramente esta posibilidad.
La república asumía que todas las personas eran iguales (aunque en términos reales se excluyera a muchos). Consideraban que la voluntad de la mayoría tenía que prevalecer (Madison, Hamilton, Jay, 1952: 82); sin embargo, es preciso subrayar que los tres autores estaban temerosos del gobierno de las mayorías, que eran las masas empobrecidas, por lo que en la arquitectura institucional de una república federal democrática incluyeron no sólo la voluntad de las mayorías, sino también la de las minorías (Madison, Hamilton, Jay, 1952: 164). Temían que la democracia degenerara en una dictadura de las mayorías, algo que podría suceder con facilidad, a su parecer, si un demagogo manipulaba a las masas ignorantes. Por otra parte, les preocupaban claramente también, y con mucha razón, los excesos de la Revolución francesa y su terror, establecido por Robespierre.
Los tres subrayaron la necesidad de la existencia de un gobierno federal para mantener la unión: “[…] la importancia de continuar firmemente unidos bajo un gobierno federal poseedor de suficiente poder para todos los propósitos generales y nacionales” (Madison, Hamilton y Jay, 1952: 33). También estaban en contra de otorgar demasiadas facultades a los estados y de que se crearan barreras entre ellos; pugnaban por un mercado nacional supervisado por un gobierno federal.
Por otra parte, en su afán de evitar la concentración del poder y debido a su desconfianza,