De pixeles a paisajes. Armando Trujillo Herrada
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La arqueología teje sus hilos con influencias de otras disciplinas, principalmente la geografía; esta, como ciencia del espacio, fue una de las primeras en teorizar conceptos como espacio y paisaje para que después la arqueología los fuera incorporando a su ámbito.
Su pasado común más reciente inicia en la ruptura ocurrida en los años cincuenta entre la geografía física y la geografía humana en Europa, que propicia una “nueva geografía”, una renovada geografía más estadística en el análisis de la organización del espacio, por lo que hizo un cambio significativo en la manera en que estos nuevos elementos cambiarían el concepto más integral del paisaje.
Este cambio en la “nueva geografía” se vería reflejado en la arqueología de los años sesenta y setenta —primero, en la arqueología espacial, y después, en la “nueva arqueología”—; la repercusión la podemos percibir en el uso de modelos geográficos provenientes de la geografía británica que, más tarde, conoceríamos en la arqueología espacial encabezada por David Clarke (1968, 1972, 1977). Esta nueva forma de espacializar las problemáticas sociales permitiría concebir a la arqueología espacial como la “recuperación de información relativa a las relaciones espaciales arqueológicas y estudio de las consecuencias espaciales de las pautas de actividad homínida del pasado dentro y entre los contextos y estructuras, así como su articulación dentro de asentamientos, sistemas de asentamientos y sus entornos naturales” (Clarke, 1977: 47).
Este nuevo giro en la arqueología, principalmente en la “nueva arqueología”, sienta las bases para el uso de procesos más complejos y metodologías más robustas con técnicas matemáticas y estadísticas en el análisis espacial de los datos. De esta manera, es posible elaborar interesantes análisis espaciales en los que se rastrea, minuciosamente, la dimensión económica del espacio y también es factible diseñar novedosos métodos para hacerlo, conceptualizando los procesos socioculturales como fenómenos multifactoriales complejos (Sánchez, 2010).
Durante la gestación de la nueva Arqueología, los arqueólogos americanistas reconocieron que las modificaciones antropogénicas del paisaje conllevan algo más que modificaciones físicas del entorno; también implican pautas relacionadas con “dimensiones sociales e ideológicas” (Deetz, 1990: 2).
Esta tendencia para explicar las huellas que dejan las acciones humanas en el entorno físico da pauta a la denominada arqueología del paisaje. Se trata de una arqueología caracterizada por el estudio de las sociedades antiguas desde su espacialidad (orejas et al., 2002: 306), en la que relaciona la base cultural de los paisajes y los papeles de actores humanos para formar y construir los significados de los lugares; cabe mencionar que estos estudios toman grandes préstamos de la geografía humanista (Cosgrove y Daniels, 1988) y de la arqueología posprocesual (Hodder, 1987, 1991; Tilley, 1994).
A este respecto, el paisaje, como producto social, se encuentra en realidad conformado por la conjunción de diferentes elementos, lo cual produce una nueva manera de ver el mundo que nos rodea:
Un paisaje no es sinónimo de medio ambiente. Son los sistemas culturales quienes organizan y estructuran las interacciones entre la gente y el medio ambiente.
El paisaje es una construcción cultural. Son las comunidades quienes transforman los lugares físicos en espacios llenos de contenido.
El paisaje, al formar parte de las actividades de una comunidad, no solo es un escenario construido por ellos, sino el lugar donde viven y se sustentan.
Los paisajes son construcciones dinámicas en las cuales cada comunidad y generación imponen su propio mapa cognitivo, y establecen principios organizativos para la forma y estructura de cada sociedad (Anschuetz et al., 2001; Hu, 2012).
Se podría decir que el paisaje es el reflejo del grado de asociación entre la sociedad y su medio natural; estos pueden dividirse en unidades paisajísticas que proveen espacios explicativos de la dinámica cultural que tuvo lugar; pero antes de conocer dichas unidades se debe definir los elementos que caracterizan determinados paisajes y la manera en que se analizan.
En otras palabras: esta clase de arqueología de paisaje no trata el ambiente como el telón pasivo de estudios arqueológicos, como señalaba Knapp y Ashmore (1999: 2), por lo general presentados como “una introducción geográfica” a la cultura tradicional de los trabajos históricos. Esto va también más allá del trato del paisaje y el ambiente como el determinante de cultura tan característica en ecología cultural. Knapp y Ashmore (1999: 20) añaden que, al mediar entre naturaleza y cultura, los paisajes son “una parte integral del habitus de Bourdieu”.
En este aspecto, el paisaje es producto de un sistema que alberga una estructura integral de acciones por parte de los agentes, quienes, a su vez, son limitados por este mismo eje que crean; es, entonces, el reflejo de la relación hombre-naturaleza que nos muestra esa serie de “intercambios que tiñen de significado su espacio habitado” (Marquardt Y Crumley, 1987).
Por tanto, la labor del arqueólogo es reconstruir los mecanismos de estas interrelaciones, tratar de comprender las racionalidades del pasado, y solo así, entender la complejidad de los hechos culturales con el fin, tal vez, de predecir próximas dinámicas culturales.
Enfoques teóricos
Los objetivos que componen esta estrategia de investigación están muy ligados a la naturaleza espacial de la arqueología, pues “se trata de pensar el registro arqueológico y la cultura material desde una matriz espacial y, simultáneamente, de convertir el espacio en objeto de la investigación arqueológica” (Criado, 1999: 6).
Al respecto y de acuerdo con Grau (2002 y 2017), la arqueología del paisaje debe enfocarse como un análisis que busque la descripción amplia y multidireccional de los elementos que integran el paisaje para tratar de comprender la sociedad que configura ese espacio y que se interrelaciona con él, y superar, así, el mero análisis fenomenológico o de carácter funcionalista, basado en análisis locacionales u otro tipo de procedimientos mecanicistas.
Para Criado (1999: 7), el paisaje como producto social está compuesto por tres elementos que configuran una determinada dimensión: el primero es el entorno físico o matriz medioambiental; el segundo, el entorno social o medio construido, y el tercero, el entorno pensado o medio simbólico.
El entorno físico o matriz medioambiental constituye un primer acercamiento al paisaje; su principal tarea es describirlo mediante la colaboración de especialistas de distintas disciplinas con el fin de crear una plataforma de apertura. El entorno social o medio construido explica cómo el ser humano construye su entorno en relación con otros individuos o grupos. Por último, el entorno pensado o medio simbólico sienta las bases para comprender el proceso de apropiación de lo humano sobre la naturaleza.
Por su parte, Parcero (2002: 18) divide el paisaje en cuatro dimensiones, y lo estudia desde lo más evidente a lo más sutil como él lo menciona:
La dimensión ambiental, el paisaje en cuanto espacio físico, “natural”, que preexiste a la acción humana y casi siempre será alterado por ella en distinto grado. Esta primera dimensión es en cierto modo la número 0, pues no es más que la materia prima a partir de la cual se construye un paisaje.
La dimensión económica supone la forma más evidente e inmediata de efecto de la acción humana sobre el espacio, sobre todo desde una perspectiva arqueológica. Esta dimensión es el resultado de la aplicación de las estrategias sociales destinadas a garantizar la producción de los bienes más